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Quintín Cabrera. informe provisional

Fuentes: www.pce.es

«Radicalmente tierno y tiernamente radical», decían de él Tina Blanco y Gonzalo Moure en el prólogo del sorprendente y delicioso libro en el que aparecieron publicadas gran parte de sus canciones a finales de los noventa. Quizá sea la caracterización que con mayor fidelidad expresa el recuerdo que de Quintín atesoro, y con seguridad el […]

«Radicalmente tierno y tiernamente radical», decían de él Tina Blanco y Gonzalo Moure en el prólogo del sorprendente y delicioso libro en el que aparecieron publicadas gran parte de sus canciones a finales de los noventa. Quizá sea la caracterización que con mayor fidelidad expresa el recuerdo que de Quintín atesoro, y con seguridad el que guardan la infinidad de personas que, como yo, después de conocerle, jamás volvieron a ser las mismas. Pero hay, claro, bastante más.

Quintín era quien estaba siempre, no importaba dónde, cuándo y cómo se necesitaran su voz, su corazón inmenso y su contagiosa vitalidad. Es probable que no haya sobre la faz de la Tierra un solo cantante que haya actuado más veces que Quintín Cabrera en actos solidarios. Pero no en esas ceremonias fatuas en las que los artistas se promocionan a sí mismos ante cámaras de televisión y trajes caros, sino en los actos de verdadera solidaridad con quienes sufren, que son siempre actos de protesta contra los que mandan y, por ello mismo, mal antecedente si es promocionarse lo que uno quiere. A Quintín no le preocupó el coste del compromiso. Él nunca dejó de ser fiel al consejo que le diera el viejo gaucho que le enseñó a cantar su primera milonga: «no hay que cantar mintiendo». Ésa era su grandeza, por supuesto, y para decir la verdad a todas partes acudía, porque la verdad saltaba a la vista y a las entrañas si él la cantaba. Pero hay, desde luego, bastante más.

Quintín ha sido un poeta excepcional, de la mejor manera que se puede ser poeta, que no es urdiendo versos de tan vacío significado como campanuda sonoridad, sino aquilatando las palabras que la gente se dice en las calles para que signifiquen lo que la gente puede evocar en sus conciencias. Como cantor del pueblo le gustaba que le reconocieran, de todos los pueblos, los masacrados en las guerras, los hambrientos, los engañados, y también los que aman cada día y rabian cuando toca y sostienen con su trabajo el mundo del que otros se adueñaron. Llegó a nuestro país desde el otro lado del océano a finales de los años sesenta, dicen que «con una guitarra en la mano y el corazón lleno de asombros». Y, entre nosotros, enseguida dejó de ser un solo Quintín, porque se multiplicó en los barrios, en las manifestaciones, entre los huelguistas de aquí y de allá, y como sumó a la voz de Montevideo, de Uruguay, de toda América, la voz de cada nueva ciudad que desveló, a pasos, como libros abiertos, se convirtió en el poeta innumerable. Pero no sólo eso; hay más, mucho, muchísimo más.

Quintín era el mejor amigo de todos. La generosidad le brotaba en cada risa, en cada abrazo, en cada palabra, de forma tan natural, y tan limpia, como brota el agua de un manantial. Su casa estaba siempre abierta, lugar de magia y calor alrededor de los suculentos asados que preparaba; su gigantesco cuerpo se encontraba siempre presto para los abrazos; todo su tiempo y su energía los ofrecía para ayudar a los músicos que empezaban. Nadie, tampoco nadie ha apadrinado a tantos artistas jóvenes, ni nadie ha hecho tanto por la solidaridad mutua entre creadores. Era una montaña enorme de humanidad, que no habrá de extinguirse ni con su muerte.

Porque queda más, tantísimo más que hablar de él, tantísimo más que conversar con él, tanto que recordar cuando en torno a él nos reunamos, que, después del atroz abismo de su ausencia, habrá de ser como si, de verdad, no hubiese muerto.

Quintín Cabrera nació en Montevideo (Uruguay) en abril de 1944. Inició estudios de agronomía y magisterio, aunque más adelante los abandonaría por sus vocaciones por la música y el periodismo.

Inició su actividad de cantante en el teatro Zitlowski, de su ciudad natal, como integrante del Comité Popular que dirigía el musicólogo Casto Canel. En 1967 participó en el Festival de la Canción Protesta de Cuba y, junto a Carlos Puebla, en el rodaje de un corto para la televisión francesa. Eran los tiempos en que nacía la Nueva Trova Cubana.

En 1968 actuó en París, Estocolmo, Upsala y Malmoe y se trasladó a vivir a Barcelona. Desde entonces vivió siempre en España, cuya geografía recorrió dando recitales y participando en actos de solidaridad y protesta. También actuó en Uruguay, Portugal, Francia, Alemania, Bélgica, Italia, Cuba y Suecia.

Aparte de su actividad como cantante, se dedicó al periodismo, especializado en temas musicales, dirigiendo y presentando programas de radio y televisión y colaborando con diferentes periódicos y revistas. Fue fundador y secretario general del Centro de Canción, Zeca.

Participó en numerosos discos colectivos. En solitario, publicó: Yo nací en Montevideo (Le Chant du Monde, Edigsa), ¿Dequéserríe? (Le Chant du Monde, Edigsa), Como mi Uruguay no había (Le Chant du Monde, Edigsa), Un largo abrazo de agua (Guimbarda. Zafiro), Plenilunios (Delicias Discográficas), Casi, casi una vida (Temps Rècord, Garúa).

Murió el 12 de marzo de 2009, en Madrid.