Ramona Sedeño y Casiopea Altisench transcribieron, resumieron y tradujeron al castellano para SINPERMISO la intervención, el pasado 11 de julio, de Antoni Domènech en la mesa redonda «Quina abstenció per a quina societat?» en la UPEC (Universitat Progresista d’Estiu de Catalunya). Junto con Domènech, participaron en la mesa los politólogos Joan Font y Román Tormos.
La abstención electoral es un fenómeno de tendencial incremento en casi todos los países del mundo en las últimas décadas, y particularmente en Europa y EEUU. A veces, adquiere rasgos espectaculares que atraen la atención de los medios de comunicación y de sus colaboradores habituales. Mucho se ha hablado del drástico incremento de la abstención electoral en Gran Bretaña (en donde pasó de menos del 24% en 1992 a más del 40% en 2001 en las elecciones parlamentarias), en EEUU (en donde, igual que en las elecciones al parlamento europeo, más de la mitad de la población no ha votado en las últimas y las penúltimas presidenciales). La tendencia es parecida en Francia (la alta participación electoral en las recientes presidenciales ha sido una sorpresa para todo el mundo, rápidamente mitigada por la vuelta a la abstención en las legislativas celebradas unas semanas después), en Italia o en Alemania. Y es un lugar común que la abstención electoral castiga sobre todo a las formaciones de izquierda, porque el origen social de la misma hay que buscarlo preferentemente entre las capas populares y trabajadoras. España, relativamente bisoña aún en esos asuntos, es un caso tal vez aparte, en ésta, como en muchas otras cosas. Pero también aquí parece confirmarse una ligera tendencia al incremento de la abstención en las elecciones legislativas, y una tendencia clara a su aumento en las autonómicas, en las municipales y no digamos en las europeas.
La gente no vota por motivos instrumentales
¿Por qué vota la gente? Desde un punto de vista estrictamente instrumental, como es bien sabido, votar es irracional. La probabilidad de influir con el propio voto en el resultado de unas elecciones (las que fueren: legislativas, autonómicas, municipales) es bajísima, y aun cuando el valor subjetivo del «premio» -que gane el candidato que mejor representa nuestras opiniones o nuestros intereses- fuera muy elevado, una vez multiplicado por esa probabilidad bajísima, nunca compensaría el coste del esfuerzo de acudir a las urnas (por bajo que fuera ese coste).
La gente, pues, no vota por motivos instrumentales y estrechamente utilitarios o, como se dice en la jerga filosófica, «consecuencialistas». Vota porque considera que el acto de votar, es decir, de codeterminar en régimen de igualdad los procesos de la vida política, es una acción valiosa por sí misma, con relativa independencia -luego entraré en eso- de las consecuencias que ella traiga. No quiere esto decir que las consecuencias no importen; importan, y, a veces, muchísimo. Lo único que sostengo, por el momento, es que las consecuencias del acto individual del sufragio no son lo único que importa, y que si así fuera, la gente no iría nunca a votar.
Eso vale también para el acto de la abstención militante, que considera la acción de votar mala en sí misma, con independencia de las consecuencias. El anarquismo clásico vio en la participación político-electoral un mal, que, fuere cualesquiera el resultado de la misma, no hacía sino reforzar, con un simulacro de libertad, la dominación burguesa. (Que los resultados pesan lo suyo, puede verse por el hecho de que en dos ocasiones cruciales -el 14 de abril de 1931 y el 16 de febrero de 1936, cuando lo que estaba en juego en España era la libertad republicana misma- los trabajadores anarquistas y anarcosindicalistas acudieron masivamente a las urnas.) En el otro extremo, tenemos el famoso non expedit decretado por Pío IX en 1874, que prohibía a los católicos participar en las elecciones, y en general, en la vida política, considerando la democracia y el ejercicio de la soberanía popular como un mal en sí mismo, vitando a cualquier precio, fueren cualesquiera las consecuencias. (Una vez más, que las consecuencias pesan lo suyo, puede verse por el hecho de que esa prohibición fue definitivamente revocada en 1919 por Benedicto XV, cuando una oleada revolucionaria barría Europa (que salvo, Francia e Inglaterra, desconocía hasta 1918 los regímenes plenamente parlamentarios con sufragio universal), a fin de levantar una fuerza política católica, con arraigo popular, capaz de oponerse al avance democrático del movimiento obrero y de operar en la esfera pública como partido de conservación del orden establecido, que tal fue el origen de la moderna democracia cristiana.
Conviene aclararse un poco sobre esas «consecuencias», que parece que pesan y no pesan. Los filósofos, que somos en cierto modo los profesionales del asunto, solemos abusar de las distinciones conceptuales. Pero me permitiréis que haga aquí dos que me parecen necesarias para aclarar el enigma.
Dos distinciones conceptuales previas
La primera. La participación en una actividad social, un juego, por ejemplo, puede verse desde «fuera» o desde «dentro» del juego. Decimos a veces que jugamos a un juego (el ajedrez, pongamos por caso) por el puro placer que nos proporciona jugar. Y cuando lo estimamos desde «fuera», podemos decir efectivamente sin falsedad que jugamos por «devoción», que no nos importa realmente ganar o perder, sino que lo que nos proporciona verdadera satisfacción es la actividad misma de jugar al ajedrez: la prueba es que, si de verdad nos gusta el ajedrez, y salvo grave psicopatía, preferiremos el reto de perder todas las partidas jugando contra un consumado campeón al mortal aburrimiento de ganárselas todas a un torpe principiante. Ahora bien; visto desde «dentro» del juego, la cosa cambia: porque en las reglas constitutivas del juego -las que lo definen como tal juego, y lo hacen distinto de cualquier otro- está la «obligación» de ganar. Una vez puestos a la tarea, si no jugáramos con el firme propósito de ganar incluso al campeón del mundo -o si descubriéramos que las reglas del juego están sutilmente manipuladas para que siempre caigamos derrotados-, jugar al ajedrez perdería todo sentido, y por consecuencia, todo atractivo (también visto desde «fuera»). No es contradictorio, pues, decir, por un lado, que la motivación para participar en un juego no viene sino de la «devoción» por el juego mismo; y sostener, por el otro, que, una vez metidos en harina, ya dentro del juego, no podemos sino jugar espoleados por un deseo firme de ganar, porque en las reglas mismas constitutivas del juego está la «obligación» de ganar. Aquí se invierte, pues, la prioridad del viejo refrán: primero es la devoción, y sólo luego viene la obligación. Con la cautela de que, sin cabal cumplimiento de la obligación, se esfuma la devoción.
La segunda distinción conceptual sobre la que quiero llamar la atención es ésta: una cosa son las consecuencias de una acción estrictamente individual, y otra muy distinta las consecuencias de una acción individual -el sufragio siempre lo es- más o menos sólidamente incrustada en el marco de una acción colectiva socialmente organizada. Por seguir con uno de nuestros ejemplos extremos anteriores: que un anarquista o un católico individualmente -por razones morales perfectamente contrapuestas- se abstuvieran militantemente de votar, no podía tener la menor consecuencia sobre la configuración de la vida política en la España republicana o en la Italia de postguerra del tambaleante Víctor Manuel III. Sin embargo, y eso es lo que aquí importa destacar, la acción colectiva electoral de 2 millones de trabajadores libertarios españoles fue decisiva para el destino de la democracia republicana española en abril de 1931 y en febrero de 1936, para bien, y, para mal, en noviembre de 1933 (que abrió el llamado «bienio negro» de la II República).
Una hipótesis sobre la participación en los procesos electorales
Munidos con ambas distinciones conceptuales, podemos ahora arriesgar una hipótesis algo informativa sobre la participación en un proceso electoral. La siguiente:
Ceteris paribus, las gentes tienden a participar -la abstención militante o el voto en blanco o nulo son formas de participar- en las elecciones cuando:
(1) Por motivos morales consideran que es su deber -su obligación, o su devoción, como «ciudadanos», como «católicos», como «trabajadores», como»socialistas», como «pacifistas», como «ecologistas», como «mujeres», etc.- hacerlo: la participación, lejos entonces de ser un coste, puede llegar incluso a ser una fuente de satisfacción personal (como el trabajo bien hecho, hecho amoris causa). Participan, pues, de forma no individualmente instrumental ni puramente consecuencialista, como quien juega al ajedrez porque le gusta o le divierte o se siente bien haciéndolo.
(2) Ven su participación individual más o menos sólidamente incrustada en un marco de acción colectiva: el «nosotros» («católicos», «trabajadores», «socialistas», «pacifistas», «ecologistas», «mujeres») no es un unicum sui generis, y su dimensión simbólica o expresiva no es una abstracción vana o una huera consigna, sino que se encarna socialmente en afiliaciones o contribuciones a partidos, sindicatos, asociaciones, clubes, o aun en la inclusión en variadas redes sociales, acaso más informales y laxas. Participan como parte de un «colectivo» (o de varios).
Y (3) creen que, en el juego de la política, la acción colectiva de la que su acto de sufragio es parte tiene posibilidades reales de influir, directa o indirectamente, en el resultado, es decir, en la configuración democrática de la vida social. Participan, esto es, sin perder la esperanza de incidir en el resultado, porque las reglas constitutivas del juego de la política democrática, como las reglas constitutivas del juego del ajedrez, impiden rendir esa esperanza, sin la cual el juego mismo carecería de todo sentido.
Los tres puntos se refuerzan mutuamente. La incrustación en un marco de acción colectiva más o menos organizada del punto (2) refuerza tanto las «obligaciones» y las «devociones» del punto (1), como la convicción del punto (3) de que es posible incidir en el resultado. A su vez, la esperanza política del punto (3) viene en apoyo de la voluntad de participar en el juego de la política expresada en el punto (1) (de la misma forma que la obligación constitutiva de ganar al ajedrez forma parte absolutamente esencial de su atractivo como juego, independientemente de que se gane o se pierda en él). Y se calla por sabido que, sin alguna capacidad de convicción moral individual como la expresada en el punto (1), nada de lo dicho en los puntos (2) y (3) sería factible: el homo oeconomicus en estado puro, si tal existiera, no votaría nunca, pasara lo que pasara.
Podemos aplicar este pequeño esquema conceptual a la explicación del indiscutible auge de la abstención electoral en el mundo entero en las últimas décadas.
Los politólogos y los sociólogos que han estudiado competentemente el asunto han insistido hasta ahora de forma convincente en lo que en nuestro esquema sería el punto (2). Es decir, han estudiado el debilitamiento, si se permite la palabra, catastrófico de la acción colectiva organizada popular en los últimos 30 años. Me ha parecido útil mencionar aquí, glosándolos brevemente, dos escritos recientes, verdaderamente importantes por la calidad y la meticulosidad de la investigación empírica que los sustenta.
Dos estudios empíricos del incremento de la abstención en las últimas décadas
Uno es el libro de Guy Michelat y Michel Simon, Les Ouvriers et la politique. Permanence, ruptures, réalignements (Presses de Sciences Po, París, 2004). Se trata de un importante estudio, resultado de cuatro décadas de investigación empírica sobre las actitudes políticas obreras en Francia.
Aunque la población trabajadora no ha constituido jamás un bloque ideológicamente homogéneo, sin embargo, sostienen Michelat y Simon, generó en Francia una peculiar organización simbólica, cuyos elementos centrales eran el sentimiento de pertenecer a la clase obrera y el de mantener una relación vital con los valores y las instituciones de la República. En los 60 y los 70, la cultura obrera «de clase» era robusta y arraigaba profundamente en los medios populares. Impregnaba las dinámicas sociales y las representaciones colectivas, nutriendo la relación de los dominados con la esfera de la política. El voto de clase era para la izquierda, y particularmente, para el partido comunista.
Esa politización de masa entró en crisis a fines de los 70, y culminó una década más tarde. La tasa de sindicalización se desplomó (como en todos los países de la OCDE, con las relativas excepciones de Alemania y las democracias escandinavas). El sentimiento de pertenencia a una clase disminuyó en ese grupo, mientras que se consolidaba, en cambio, entre el los empleados de grado medio y superior. La desbandada de los grupos primarios de trabajo y la dispersión de vidas antes en común (en la empresa, en el barrio o en familia), así como el incremento de las exigencias de individuación en un contexto más y más competitivo, tornaron lábiles y quebradizas las categoría populares recibidas. La crisis del empleo y la crisis urbana acumularon sus efectos destructivos. Además, la clase obrera no sólo vio sacudida su base de agregación social, sino también su mundo mental -su «imaginario», como se dice ahora-. Si antes se asumía con orgullo, la condición obrera se desvaloriza ahora superlativamente.
Desaparecieron las formas tradicionales de solidaridad de clase, dejando al individuo más y más sólo ante la precarización e insegurización de la vida social y económica. El destino del obrero, dicen Michelat y Simon, dejó de ser el de la forja del futuro, para pasar a ser el de sobreviviente de una terrible catástrofe histórica, social y política. La abstención electoral masiva (cuando no el voto xenófobo a la extrema derecha expresamente negadora de los valores republicanos), fue el resultado.
Es verdad que los jóvenes en general, y los trabajadores en particular, vuelven a ser receptivos a los » temas de la izquierda «, pero, concluyen nuestros autores, no han superado la ruptura de sus padres con la política instituida.
En un sentido parecido al de Michelat y Simon, pero en el marco de una investigación de alcance más limitado, los norteamericanos Benjamin Radcliff y Patricia Davis estudiaron la correlación entre crecimiento de la abstención electoral y tasas de afiliación sindical («Labor organization and electoral participation in industrial democracies», en American Journal of Political Science, 2000, vol. 44:nº 1, págs.132-41):
«Las tasas de sindicalización determinan de manera importante la dimensión del cuerpo electoral, y así, la medida en que el conjunto de la ciudadanía se compromete con decisiones colectivas (…) El declive organizativo del trabajo (…) significa que el electorado otorga cada vez más una papel exagerado a los individuos de alto estatus. El resultado, en el supuesto de que los cargos electos responden más a quienes votan que a quienes no, serán políticas públicas menos consistentes con los intereses de la clase trabajadora.»
El segundo trabajo que vale la pena mencionar es el de Theda Skocpol. En un conjunto de investigaciones empíricas de carácter más general, porque abarcan al conjunto de la ciudadanía, y no sólo a la población trabajadora, la politóloga norteamericana ha llegado a resultados interesantes, y como interesantes, sorprendentes también. Skocpol ha estudiado lo que ella llama «la transformación de la democracia cívica americana».
La República de EEUU posee una larga y sólida tradición histórica de asociacionismo civil a escala nacional, regional y local. Y Skocpol ha observado un cambio fundamental en esa tradición en los últimos 30 años.
El asociacionismo civil tradicional estuvo basado, hasta los años 60 del siglo pasado, en la construcción de densas redes organizativas de afiliados a escala nacional, con nutridas secciones locales y regionales aportadoras de recursos, motivación, y llegado el caso, movilización socio-política. Su funcionamiento de abajo arriba (la célebre grassroots democracy) hacía generalmente también las veces de escuela popular de virtud y de pericia cívicas.
El gran cambio que empezó a producirse en la segunda mitad de los años 60 fue, en cierta medida, un efecto perverso de las grandes luchas por los derechos civiles («Tha transformation of American Civic Democracy, en Perspectives on Politics, vol. 2, Nº 1, marzo 2004, pág. 5):
«En vez de los viejos modos mayoritarios y federales de hacer las cosas, los nuevos movimientos de derechos dependieron inicialmente de cuadros activistas, y luego, de profesionales especialistas: tipos de líderes que podían tirar adelante aun con mayorías rezagadas (…) Sin embargo esas (…) organizaciones de derechos civiles empezaron como organizaciones ‘fundadas en el liderazgo, no en la afiliación’. Los activistas dedicados a organizar protestas y a cabildear ante el gobierno federal fueron los verdaderos fundadores y los arquitectos de esas asociaciones.
«Muchos efectos no pretendidos surgieron en Norteamérica de la administración indirecta de programas federales y estatales en el último tercio del siglo XX. Las secciones locales de antiguas federaciones basadas en la afiliación fueron perdiendo compromiso con la provisión de servicios a través de la ayuda mutua y del esfuerzo comunitario voluntario. Al propio tiempo, las multiplicadas organizaciones sin ánimo de lucro, profesionalmente dirigidas, incrementaban su plantilla y trataban de reclutar a políticos cívicamente activos, hombres de negocios y estrellas públicas para sus comités honoríficos.»
Entre las varias consecuencia interesantes de ese cambio estudiadas por Skocpol hay una que puede tener particular interés para la discusión en esta mesa:
«En el período entre 1965 y 1980, cuando el modelo de litigio profesionalmente dirigido cobraba cada vez más prestigio como modelo de asociación, los conservadores solían sentirse excluidos del ‘establishment’ de Washington. Aunque luego eso habría de cambiar, los conservadores no veían tantas oportunidades como la izquierda liberal para organizar pleitos jurídicos o para cabildear en el Congreso y en las agencias gubernamentales. Por eso los organizadores de la derecha cristiana, del movimiento anticontrol de armas y del movimiento antiabortista pro-vida, apoyados en las aristas populistas del partido republicano, experimentaron con mezclas de litigio y captación de fondos profesionalmente dirigidos, de un lado, y federaciones de afiliados organizadas en red a través de muchos distritos electorales, del otro.»
Si quisiéramos rendir un pequeño homenaje a Gramsci, ahora que se han cumplido 70 años de su muerte -me parece que esta Universitat Progresista d’Estiu de Catalunya no debe ser el peor sitio para hacerlo-, podríamos decir que, en el proceso, los «intelectuales» de las causas populares han perdido «organicidad» con sus bases, mientras que, al contrario, los «intelectuales» de la derecha social no han hecho sino ganarla. El resultado de eso ha sido una desorganización de las bases sociales de las causas democráticas y populares, y al revés, una reorganización sin precedentes de las filas sociales del conservadurismo. El espectacular crecimiento de la abstención electoral -que es nuestro tema aquí- entre los sectores populares y democráticos es una de las consecuencias.
Como recuerda la propia Skocpol, el sociólogo John McCarthy, ha explicado en esos términos los éxitos recientes del movimiento antiaborista pro-vida en EEUU. Porque lo cierto es que el sentimiento popular ampliamente mayoritario era favorable a las tesis «pro-choice» de mantener con cierta cautelas la despenalización del aborto. Pero una bien organizada movilización conservadora multiplicó el impacto sobre la agenda política pública y sobre los legisladores, logrando más audiencia y capacidad de presión que los esfuerzos y los cabildeos de los litigantes a favor de las tesis pro-choice. McCarthy ha insistido en la enorme ventaja adquirida por unos movimientos sociales que, aunque minoritarios, pueden trabajar sobre instituciones sociales y redes sociales ya existentes -como el movimiento pro-vida y otros movimientos de la nueva derecha-, sobre los movimientos con «lábil infraestructura» puestos en marcha por organizaciones dirigidas por profesionales con técnicas como las de correo directo.( John D. McCarthy, . 1987. «Pro-life and pro-choice mobilization: Infrastructure deficits and new technologies», en Social Movements in an Organizational Society: Collected Essays, eds. Mayer N. Zald and John D. McCarthy, New Brunswick, N.J.: Transaction Books, 1987, 49-66.)
Y la misma Skocpol ha estudiado en otro sitio el análogo fracaso del programa de Hillary Clinton en la primera mitad de los 90 para impulsar en EEUU la cobertura sanitaria pública -una necesidad ampliamente sentida por el grueso de la población-.(Boomerang: Clinton’s Health Security Effort and the Turn against Government in U.S. Politics. New York: W. W. Norton, 1996).
Todo eso por lo que hace a nuestro punto (2), es decir, a la participación política como acción individual incrustada en un marco de acción colectiva organizada.
La abstención como resultado de la percepción de la impotencia de la política democrática en el mundo actual
Pero hay otro elemento muy importante que explica el incremento de la abstención, y que tiene que ver con nuestro punto (3), es decir, con las esperanzas de influir en el resultado del proceso electoral.
En las últimas décadas, entre los electores en general, y entre los electores europeos muy en particular, se ha perdido la esperanza en la capacidad no sólo de influir en los procesos políticos mediante la participación electoral, sino -más grave aún- se ha desplomado la esperanza de que los procesos políticos democráticos puedan influir en la configuración de la vida social y económica. Porque la gente sencilla se percata muchas veces de las cosas de la política -de las cosas importantes, quiero decir- con mayor acuidad y perspicacia que la que suelen atribuirle los comentaristas y los analistas políticos, y a menudo, con mejor sentido de realidad que éstos. ¿Quién no se acuerda aquí de aquella encuesta de la que resultaba que los españolitos de a pie consideraban que los bancos y las grandes empresas tenían mucho más poder que el Parlamento y el Gobierno de España, lo que dio pie, ya que no a otra cosa, a alguna que otra broma chocarrera y escurril de tertulianos radiofónicos?
Todos los estudios empíricos coinciden: la sensación dominante, desde luego en Europa, es que la política es impotente ante unos procesos de alcance mundial (la «globalización») dirigidos básicamente por grandes imperios privados que no tienen que rendir cuentas a nadie (las empresas transnacionales) y por unos mercados financieros re-mundializados y re-desregulados, como antes de 1914.
El caso Lafontaine en el primer gobierno «roji-verde» de Schröder en Alemania (1998) es paradigmático. Un ministro de finanzas, presidente además del partido de gobierno de uno de los países más importantes económicamente del mundo, fue obligado a dimitir a los pocos meses de constituido el gobierno por presiones abiertas y nada recatadas del gran empresariado alemán (Daimler Benz) y de la City financiera de Londres.
Como sostuvo poco después Hermann Scheer, el antiguo diputado socialdemócrata alemán y gran experto en energías alternativas, en un libro espléndido e iluminador que fue un bestseller en su país, Die Politiker (Munich, Editorial Antje Kunstmann, 2003), los políticos no francamente dispuestos a romper con la lógica del capitalismo contrarreformado de nuestros días están inermes, y los Parlamentos apenas tienen margen de acción a medida que se extiende la «globalización», que vacía de todo contenido a la participación política.
Antoni Domènech es catedrático de Filosofía de las Ciencias Sociales y Morales en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Su último libro es El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004. Es el editor general de SINPERMISO.
Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench y Ramona Sedeño