Para el lector actual, el primer tercio del siglo XX es un continente por explorar en la literatura española.
Nunca antes hubo tanto talento, tantas ganas de contar cosas y tantas novelas de mérito, de las que solo unas pocas son fáciles de encontrar a día de hoy: «Luces de bohemia» o «Tirano Banderas» de Valle-Inclán, «Imán» de Ramón J. Sénder, «Niebla» de Miguel de Unamuno… Otras sucumbieron ante la avalancha de obras de sus prolíficos autores, quedando sepultadas por otras más mediocres que su creador fue arrojando la imprenta en años posteriores. Es el caso de «El Intruso» de Vicente Blasco Ibáñez, o «Siete domingos rojos» del ya citado Sénder.
Pero muchas más, me atrevería a decir que la mayoría, se perdieron para siempre y con ella una generación entera de periodistas, narradores y cronistas, fulminada por la guerra civil y el franquismo y de la que nunca más se volvió a hablar. Unas pocas, realmente pocas, han llegado a nuestros días gracias al acierto de pequeñas editoriales, que han sabido leer entre miles de páginas del olvido, de otro tiempo, pero con la misma clave: la buena literatura es universal en el tiempo y en el espacio. Estoy pensando en «Tea rooms. Mujeres obreras» de Luisa Carnés, la obra completa de Manuel Chávez Nogales, o «Los vencedores» de Manuel Ciges Aparicio. Pero hay más, decenas de creadores, narradoras o ensayistas, asesinados o que acabaron sus días en el exilio, fueron eliminados de la memoria.
La Transición, como no se cansó de denunciar Rafael Chirbes, no solo fue un borrón y cuenta nueva en otras cuestiones sociales o políticas. También dejó «atado y bien atado» el canon literario de los años que vendrían después. Voy a citar solo tres de estos autores con quien, por diversas razones, me he cruzado en los últimos tiempos.
¿Quién recuerda a Ramón Acín? Al menos él cuenta con una fundación, cuyo objetivo principal es «el de recordar, preservar y difundir la obra artística y la memoria de Ramón Acín Aquilué». Pedagogo, artista plástico, escritor, emprendedor y anarquista, destacó tanto en su calidad artística como en el compromiso político que demostró en las diversas actividades que desarrolló. Como docente, ejerció una notable labor pedagógica relacionada con la Institución Libre de Enseñanza; como escritor, fundó algunos rotativos y colaboró con sus irónicas ilustraciones y críticos artículos en importantes diarios —El Sol de Madrid, Diario de Huesca—, incluso publicó el memorable ensayo: Las corridas de toros en 1970. Estudio para una película cómica, que he tenido el inmenso placer de editar y que dentro de unos días será presentado en la Fira Literal de Barcelona. Por último, como político y sindicalista afiliado a la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT), defendió el sistema democrático y los intereses altoaragoneses hasta el punto de ser fusilado el 6 de agosto de 1936.
Amigo desde la infancia y compañero de militancia anarcosindicalista fue Felipe Alaiz, al que el poeta y ensayista Francisco Carrasquer definió como «el primer escritor anarquista». Alaiz escribió centenares de crónicas periodísticas, novelas breves, folletos pedagógicos, decenas de ensayos divulgativos y una sola novela «Quinet». Una producción enorme, que abarcaba un sinnúmero de temas, y un texto único, original, con tintes vanguardistas, y que sin embargo no figura en los artículos sobre la vanguardia española de los años 20 del pasado siglo. Una novela escrita durante su estancia en la cárcel por delitos de opinión en 1924, y publicada ese año en Barcelona. «Quinet» es una de las mejores novelas de su época, y pese a ello absolutamente desconocida en la actualidad. Con la victoria de las tropas franquistas, Alaiz pudo abandonar España en un tortuoso periplo que le llevó a un campo de concentración del sur francés, junto a decenas de miles de republicanos, y pasó los últimos 20 años de su vida en Francia. Murió el 18 de abril de 1959, solo y pobre, en el Hospital Broussais de París.
Hace una semanas familiares de Antonio Otero Seco realizaron en París la presentación de «Vie entre parenthèses» (Vida entre paréntesis), un libro inédito de memorias que recuerda desde la victoria franquista, su encarcelamiento y su condena a muerte, hasta su salida finalmente de prisión en octubre de 1941. Durante los siguientes años Otero consigue sobrevivir con sucesivos empleos y vuelve a escribir bajo seudónimo textos históricos y tres obras teatrales en verso, además de artículos en un periódico clandestino (Democracia). Controlado y detenido repetidas veces por la policía del régimen por su militancia en una red clandestina de resistencia antifranquista se ve obligado a huir y, el 10 de marzo de 1947, cruza la frontera francesa para no volver nunca más a España.
En uno de sus poemas, de titulo Exilio, Otero dice:
Moriremos dos veces, como muere la luna
que se levanta muerta y se acuesta menguante
[…]
Moriremos de ausencia, como mueren las madres
que un día nos despidieron clavadas en la tierra,
como árboles de acero, seguras de que nunca
podrán darnos un beso ni cerrarnos los ojos.
En un artículo, Miguel Ángel Lama se preguntaba cómo era posible que «la figura de un intelectual comprometido, de un inquieto periodista, de un crítico literario fino y atento a la actualidad editorial de un país que había tenido que abandonar casi treinta años atrás, fuese tan desconocida en España y en Extremadura», de donde era originario.
Otero Seco fue, en efecto, un intelectual íntegro, artífice de la última entrevista que concedió Federico García Lorca, el 3 de julio de 1936, y autor junto a Elías Palma de «Gavroche en el parapeto», la primera novela de la guerra publicada en la España republicana, y académico durante su exilio francés en la universidad de Rennes, donde formó a varios hispanistas y a filólogos en literatura española gracias también a numerosos artículos que escribió para la prensa de ese país.
Debieron pasar 51 años de su muerte, ocurrida en 1970, para que una editorial española publicara un libro con su poesía completa, «Poemas de ausencia y lejanía», y no será hasta 2023 cuando podamos leer su «Vida entre paréntesis», de acuerdo a los planes de la editorial sevillana Libros de La Herida.
La literatura no solo son novedades, aunque la continua avalancha de estas sea lo que dispara los beneficios de los grandes grupos editoriales. Muchos títulos, muchas ventas a un ritmo frenético, y más libros.
Lo importante de un libro, de un buen libro, es que permita encontrar al lector «en una escena leída un modelo ético, un modelo de conducta, la forma pura de la experiencia», al menos eso decía Ricardo Piglia. Nada nuevo, lo mismo que ofrecía la mitología griega o las fábulas medievales, referentes que a día de hoy continúan siendo válidos.
Las novelas no pueden dejar de estar inmersas en la sociedad de su momento y alumbrase de las luces y sombras que la definen. Pero por el hecho de ser universales establecen un diálogo con los lectores de cualquier época.
Antonio Cuesta es periodista y editor de Dyskolo
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