La verdad es que ignoro si es uno de los misterios de Fátima que quedaban por revelar y que, forzado por las circunstancias, me veo en la obligación de hacer público. Y si alguien tiene curiosidad por saber a partir de qué desvelo he llegado al conocimiento del enigma, tantos años oculto, le confieso que, […]
La verdad es que ignoro si es uno de los misterios de Fátima que quedaban por revelar y que, forzado por las circunstancias, me veo en la obligación de hacer público. Y si alguien tiene curiosidad por saber a partir de qué desvelo he llegado al conocimiento del enigma, tantos años oculto, le confieso que, a veces, hasta los más insondables misterios apelan a la lógica del razonamiento para mostrarnos sus secretos.
Que el Papa es evangélico es pues la única posible conclusión, tras su viaje y sus discursos por Brasil. Sólo así puede explicarse que el mayor responsable, como cardenal que fue y como sumo pontífice que ejerce, de haber excomulgado y maldecido la teología de la liberación, única herramienta en Latinoamérica de que disponía la Iglesia, capaz de preservar la institución aportando esos imprescindibles centenares de millones de creyentes y que tuvo, precisamente, en Brasil una de sus mejores y acabadas expresiones, también la más cristiana, visite ahora el escenario del crimen y se asombre del auge que han ganado los testigos de Jehová, los pentecostales, los del séptimo día, los mormones, las cientos de sectas patrocinadas, en muchos casos, por estados y multinacionales, que han arrinconado y reducido a esa única iglesia empeñada en que el verbo se haga carne y habite entre nosotros.
Tampoco Ratzinger se conformó con asombrarse. Aprovechando la visita, descargó sus culpas y reproches sobre la iglesia brasileña a la que responsabilizó de su fracaso.
Y por si todavía quedaban posibles feligreses dispuestos a escucharlo, a sopesar sus intenciones antes de decidirse por qué iglesia votar o a qué redil integrarse, Ratzinger que arremete contra «ciertos gobiernos autoritarios ideologizados que aún quedan en la región», que llama a movilizarse contra un «falso indigenismo que pretende resucitar religiones precolombinas», que niega cualquier posible imposición religiosa durante la conquista porque «en ningún momento fue una alienación de las culturas precolombinas ni imposición de una cultura extranjera», que rechaza el preservativo en ¡Brasil! y apela a la castidad como recurso frente al SIDA, que condena a homosexuales y lesbianas, que protege a pederastas, que excluye a las mujeres…
Y no sólo se asombra del fracaso sino que lo reitera.
Nadie como Ratzinger, al frente de la institución más autoritaria que haya existido nunca, ha hecho tanto por llenar las iglesias evangélicas de católicos decepcionados. Nadie como él, así fuera detrás o delante de Wotjila, ha conseguido vaciar tan rápidamente seminarios y conventos. Ni siquiera los «rojos», en sus mejores tiempos, fueron tan efectivos como el Vaticano. Y hasta en paliar esas carencias vocacionales del primer mundo venía contribuyendo América Latina.
Que el Papa es evangélico no ofrece por lo tanto duda alguna. Su pontificado, como el de su antecesor, guarda como propósito el auge en el mundo de la iglesia evangélica, o de la creacionista, o de cualquier iglesia que, en todo caso, no se proponga ni pretenda hacer de Dios algo más tangible que una cruz, y de su palabra algo más concreto que una parábola.
La cuestión sería determinar si él ya lo sabe o si lo ignora, y no va a ser fácil dar con la respuesta porque lo que sí es obvio es que padece Alzheimer.