Impresiona mucho pensar que hace sólo 5 millones de años, separado del Atlántico, el mar Mediterráneo se desecó y que, de haber existido entonces seres humanos y grandes ciudades, se habría podido cruzar a pie enjuto, caminando a 1.500 metros por debajo de los bordes costeros, de Orán a Valencia, de Túnez a Palermo, de […]
Impresiona mucho pensar que hace sólo 5 millones de años, separado del Atlántico, el mar Mediterráneo se desecó y que, de haber existido entonces seres humanos y grandes ciudades, se habría podido cruzar a pie enjuto, caminando a 1.500 metros por debajo de los bordes costeros, de Orán a Valencia, de Túnez a Palermo, de Estambul al Pireo. Impresiona mucho pensar que, dentro de 5 millones de años, volverá a ocurrir; bloqueado el estrecho de Gibraltar y tras una rápida evaporación de un par de siglos, el Mediterráneo se convertirá una vez más en un lecho de sal costrosa y algas muertas. Si se reabriese a continuación el acceso -impresiona sin duda pensarlo-, el Atlántico tardaría tan solo dos años -a razón de 10 metros diarios- en llenar de nuevo el hueco.
Basta acelerar cinematográficamente el tiempo, por tanto, para que el Mediterráneo, con sus tres continentes, sus 200 islas, sus cuatro penínsulas, sus quince mares menores, aparezca ante nuestros ojos como una gigantesca piscina de aguas subsidiarias, provista de un pequeño desagüe. Uno puede imaginar, de pronto, a Polícrates, tirano de Samos, mandando vaciar su cavidad para encontrar el anillo perdido que causó su ruina; o a Jerjes, el déspota persa, ordenando sacar en cubos sus 340.000 millones de m3 de agua para poder llevar su ejército hasta Grecia; o al ángel africano de San Agustín, sentado en la playa con su concha en la mano, secando en pocos siglos, cucharada a cucharada, la esencia divina. El mediterráneo es pequeño, es uno, une sus tierras -clima e historia- en un destino compartido.
Si hoy vaciásemos el Mediterráneo, ¿qué encontraríamos en el fondo? El Mediterráneo no es sólo el mar más contaminado del mundo; es también el más culto. Si la contaminación se suele medir sobre todo en residuos de hidrocarburos (o en restos de metales, como el plomo o el zinc, que ya vertieron los romanos hace 2300 años), la cultura tiene que ver básicamente con el número de muertos. El Mediterráneo, que contiene el 12% de las especies marinas del planeta, está atiborrado de cadáveres. En ningún otro mar se han librado tantas batallas -de Salamina a Lepanto, de Actium a Trafalgar, de la jornada de Túnez a Lemnos- y en ningún otro mar han naufragado y se han ahogado tantos hombres. Griegos, egipcios, cartagineses, romanos, vándalos, árabes, bizantinos, turcos, criaturas asentadas desde hacía siglos en sus costas, forjadas entre las montañas y las playas, pero ahora también, desde hace veinte años, gente venida de muy lejos -de Nigeria, de Pakistán, de Bangladesh- para poblar sus fondos marinos: en torno a 10.000 emigrantes, según un censo incompleto, hundidos entre Marruecos y España, entre Túnez y Sicilia, desde 1995. Tras siglos de refinamientos culturales, materializados en las más variadas gamas de espadas y armaduras, de cáligas y babuchas, de clámides y kaftanes, el poder de la globalización capitalista se revela en los miles de idénticas zapatillas de deportes, clones de Nike, que los pescadores recogen todos los años junto a las sardinas y los atunes y que un cartero de Túnez cosecha en las playas (¿quién dice que no se puede sembrar en la arena?) y reúne en su improvisado museo de Mahdia. Los Ulises de hoy, abandonados por los dioses, despreciados por los hombres, buscan su Itaca en la ribera norte del mar interior. El Mediterráneo, gigantesca piscina, es también, cada vez más, una gran fosa común: náufragos de todas las épocas y todos los países, ¡uníos!; náufragos de todas las naciones y todos los pueblos, acusadnos sin compasión.
Puente y frontera, pasaje y celada, ninguna fractura ha roto tanto este espacio común como la especulación capitalista. Ni el cisma cristiano que separó Bizancio de Roma, ni la expansión islámica, con la contra-ofensiva tozuda de las Cruzadas, hizo tanto daño a esta conciencia de comunidad climática e histórica como los últimos treinta años de neoliberalismo económico. Nunca el «mar del medio» -entre dos tierras que se reconocían en el nombre mismo como cosidas desde el Terciario- había sido tanto un muro como en nuestros días. Un juego histórico de pugnaces y fecundos rebotes entre una y otra ribera, de Persia a Grecia, de Cartago a Roma, de Egipto a Granada, de Fenicia a Venezia, parece haberse inclinado definitivamente por la vertiente norte, ese Sur de Europa que pretende dominar la escena mediterránea. ¿Pero es el sur de Europa quien domina el Mediterráneo? ¿O es el norte de Europa -el norte ideológico del mundo- el que está desmediterraneizando, al separarlas, las dos riberas?
Fijémonos en lo más profundamente superficial. Ese «mar del medio» que, según su más grande historiador, Fernand Braudel, señala, como ningún otro océano, a las tierras circundantes, gestó en su matriz tres vegetales y cinco animales en torno a los cuales tejió luego, durante milenios, una red tupida de intercambios, modos de vida, negociaciones, mitos y visiones. El trigo, la vid, el olivo. La vaca, la cabra, la oveja, el caballo, el cerdo. Ese pan cuyo nombre pronunciaron en frigio, sin haberlo aprendido, los dos niños del experimento cruel de Amenofis I. El vino de Dionisio y Noé. El aceite de Atenea y de Isis, de los reyes hebreos y del bautismo cristiano. ¿Y los animales? La vaca asociada al nacimiento mítico de Europa. La cabra Amaltea que amamantó a Zeus, la que alberga a Satán, la de Pan y Juno Sospita. Las ovejas gracias a las cuales logró Ulises huir de Polifemo en Creta. El cerdo alado de Clazómenas o los que vencieron en Megara a los elefantes de Antígono. El caballo, en fin, de Poseidón, el de Alejandro, el del Cid, el del Profeta (o el asno duro y fiel de Sancho Panza y de Yuha).
¿Qué ha pasado? Pensemos, por ejemplo, en España. En 1961, el sector primario, el propiamente mediterráneo (agricultura, ganadería y pesca) representaba el 23% del PIB y empleaba al 42% de la población activa; en 2010 las cifras se habían reducido al 2,5% y al 4,5% respectivamente. Pero mientras se importaba trigo y se arrancaban olivos, se daba de comer mantequilla a las vacas y desaparecía un millón de asnos (reales, no figurados), el número de viviendas pasaba de 10 millones a 25 millones de unidades en apenas treinta años, bajo el empuje de un sector especulativo en torno al cual, antes del estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, llegó a gravitar hasta el 40% del PIB del Estado. Ese modelo antimediterráneo de sustitución de huertas por autopistas, de naranjos por aeropuertos, de barcas de pesca por rascacielos; ese modelo de ciudades-mercancía vendidas a las empresas patrocinadoras de grandes carreras, de grandes comercios y grandes eventos, es precisamente el que, tras apoderarse de los bordes de nuestra gigantesca piscina común, se viene hoy abajo, dejando una estela trágica de destrucción ecológica, paro y corrupción. Quizás la ciudad española de Valencia, fundada en el año 138 a. de. C. por un cónsul romano, es el ejemplo más rotundo, veloz y radical que pueda imaginarse de desmediterraneización de un territorio.
El modelo impuesto por la UE al sur de Europa o, lo que es lo mismo, al norte del Mediterráneo, es el mismo que se ha querido imponer desde allí a la vertiente sur. Desde la Conferencia de Barcelona en 1995 hasta la reciente Unión por el Mediterráneo de 2010, toda una serie de iniciativas y negociaciones han tratado de extender la desmediterraneización a Africa y el Próximo Oriente; en nombre de la cooperación, acuerdos firmados con dictadores locales a espaldas de las poblaciones han tratado de garantizar a los inversores europeos el clima de seguridad y libre mercado propicio a las grandes ganancias. Eso requería de los gobiernos implicados básicamente dos cosas: ayuda en la represión de la «emigración ilegal» o, lo que es lo mismo, en la acumulación de cadáveres en la fosa común; y liberalización de la economía o, lo que es lo mismo, aumento de la pobreza y el paro y, por lo tanto, de los motivos para arrojarse al mar.
La sorpresa vino en 2011, con la sacudida sísmica que llamamos de manera inexacta y folklórica la «primavera árabe». De Túnez a Egipto a Libia a Siria (con focos también en Argelia, Marruecos y Jordania), el mediterráneo del sur, el mediterráneo árabe, alzó su voz contra (y a veces derribó a) esos dictadores que, más allá de sus posiciones diferentes en el tablero geo-estratégico mundial, habían cedido por igual, a instancia de la UE, apoyados por nuestros gobiernos presuntamente democráticos, a la ofensiva neoliberal. Esa sacudida tuvo como efecto reconvertir el «mar del medio» en puente y revelar una falla tectónica común; el 15-M en el Estado español, las protestas en Grecia, Italia y Portugal, al hilo de una crisis que no remite, han iluminado de nuevo un espacio de miserias y resistencias compartidas, un recinto colectivo en el que la conciencia de los problemas estructurales y de las tradiciones de lucha saltan de una ribera a otra realimentando sin parar una nueva promiscuidad simbólica euromediterránea. Nadie puede negar que, como hace mil años, como hace dos mil, Orán y Valencia, Túnez y Palermo, Estambul y Atenas, Marsella y Alejandría, están de nuevo mucho más emparentadas entre sí que con Londres, Frankfurt o Estocolmo. Frente a la desmediterraneización capitalista de la región, surge ahora la posibilidad de una re-mediterraneización de los pueblos en lucha contra el paro, los desahucios, las privatizaciones, las falsas democracias y la corrupción. De la extensión y profundización de esa nueva conciencia común dependerá en buena parte la victoria sobre un modelo que lleva años alimentando la doble fractura -una ribera y otra- del racismo y la islamización.