El general veneciano Giulio Savorgnan analizaba en 1572 las razones por las que los hombres decidían hacerse soldados: «…para evitar ser artesanos o trabajar en un taller; para huir de una sentencia judicial; para ver cosas nuevas; para ganar honra (aunque de éstos hay muy pocos)… todo con la esperanza de tener lo suficiente para […]
El general veneciano Giulio Savorgnan analizaba en 1572 las razones por las que los hombres decidían hacerse soldados: «…para evitar ser artesanos o trabajar en un taller; para huir de una sentencia judicial; para ver cosas nuevas; para ganar honra (aunque de éstos hay muy pocos)… todo con la esperanza de tener lo suficiente para poder vivir…». El historiador militar británico Geoffrey Parker (en La revolución militar) apostilla que, aunque eso puede parecer una simplificación excesiva, ya que había otras razones para alistarse en los ejércitos a finales del siglo XVI, hay que reconocer que «la dureza de la vida y la escasez eran las más prominentes». Coincide en esto con Cervantes quien, consciente de este asunto por haberlo vivido, narra el encuentro de Don Quijote con un soldado voluntario de camino hacia Italia, que iba cantando: «A la guerra me lleva / mi necesidad; / si tuviera dineros / no fuera en verdad».
Por necesidad o no, ir a la guerra y correr el riesgo de morir en ella es algo que ha preocupado siempre a los que se han visto en esa tesitura. Sin embargo, nunca han faltado los modos de allanar tan innata repulsa. En el siglo XVIII, los jueces británicos daban a los condenados la opción de eludir la prisión si se alistaban en la marina de guerra de Su Majestad. Donde, por añadidura, las presas hechas en combate contribuían a aumentar el magro sueldo de los enrolados, lo que robustecía mucho su espíritu naval. Hay también constancia de que en 1647 los reclutadores militares españoles recibieron esta autorización del Gobierno: «Si en las cárceles del Reino hubiere presos hombres de buena edad para servir, como no estén por delitos atroces, [ordeno] que se les entreguen, conmutándoles la pena a que sirvan en las dichas compañías un tiempo limitado».
Los soldados del Ejército español en Flandes, la primera gran fuerza militar permanente en Europa, eran atraídos bajo las banderas con el señuelo de sustanciosos botines de guerra y de una participación en los rescates que era habitual cobrar a los prisioneros distinguidos. Pero había ocasiones en que ni las más atractivas ofertas lograban el número necesario de soldados, lo que obligaba a rebajar los requisitos exigidos. Luis XIV de Francia accedió en 1685 a no tallar a los soldados – excepto a los de su guardia personal – porque si se les exigía la altura mínima establecida el número de reclutas disminuía peligrosamente.
Vistos estos antecedentes, no debería sorprender a los dirigentes del Pentágono que los reclutadores de las Fuerzas Armadas de EEUU se encuentren ahora en serios apuros para cumplir con el mínimo que se pide a cada uno: alistar dos nuevos soldados al mes. (En EEUU hay unos 7500 alistadores repartidos en 1700 centros de reclutamiento).
Desde que en 1973 se suprimió en EEUU el servicio militar obligatorio, nunca ha sido menor la afluencia de voluntarios a tomar las armas bajo la bandera de las barras y las estrellas. Lo que sucede es que más de un millón de personas han servido en Afganistán y en Iraq; una tercera parte de ellos lo han hecho ya dos veces y algunos empiezan a ser enviados allí por tercera vez. Si a esto se suma la elevada cifra de muertos y heridos en ambos teatros de operaciones, no es extraño que disminuya el número de aspirantes a vestir el uniforme militar.
Un reclutador estadounidense declaró a la prensa: «Los únicos que desean alistarse en el Ejército son gente con dificultades; están preocupados por la salud (sic) o tienen problemas con la Policía o con las drogas». (No se sorprenda el lector: en EEUU la cobertura sanitaria de los pobres es tan deficiente que algunos se alistan por ese motivo, así como otros lo hacen para aspirar a un título universitario).
El Pentágono ha tenido que copiar al Rey Sol y reducir también los requisitos para ser soldado, rozando límites que algunos mandos militares estiman peligrosos. Y lo que es peor: el escándalo ha saltado a los medios de comunicación cuando se ha sabido que algunos agentes reclutadores, en su afán por alistar a jóvenes adolescentes – a los que se considera más asequibles -, les sugerían el modo de engañar a sus padres, la forma de evitar los controles antidroga e, incluso, cómo falsificar los documentos requeridos. En un caso, se acusó a un reclutador de amenazar a un muchacho con la cárcel si rompía su compromiso.
No obstante, en EEUU actúan unos sistemas ocultos de reclutamiento que compensan algo la tendencia a la escasez, como recordaba Frida Berrigan en «AlterNet»: el «reclutamiento de la pobreza», para los que no tienen otro modo de prosperar en la vida; el «de la puerta trasera», la legislación que exige a los soldados que sigan dos años más en servicio tras expirar su contrato; el «de los mayores», que llama a filas a los reservistas (hoy son el 40% de los que combaten en Iraq); y el «reclutamiento secreto», el de los mercenarios de las empresas privadas de seguridad. Son los que contribuyen a mantener un mínimo de fuerza militar en armas.
Pero hay una lección que también enseña la historia de las guerras, que parece no haber sido aprendida por los que dirigen el Pentágono. Es la que muestra que las dificultades para alistar soldados prestos a morir por su patria pueden ser enormes cuando se trata de una guerra de invasión de un país extranjero. Por el contrario, a la hora de defender a su familia, a su pueblo o a su nación frente a un ejército agresor, siempre han brotado con generosidad, en todos los rincones del planeta, las personas que voluntariamente han contribuido al esfuerzo militar. Sin primas de enganche, ni esperanzas de botín ni engaños o trampas para inducirles al alistamiento. Simplemente por dignidad.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)