Han tenido que transcurrir tres décadas para que una de las páginas más negras del final del franquismo/inicio de la Transición (dos tiempos que se confunden), concretamente la del asesinato legal de un muchacho idealista como tantos otros, Salvador Puig Antich (Barcelona, 1947-Ib.1974), haya podido ser abordada. En a lo largo de todo este tiempo, […]
Han tenido que transcurrir tres décadas para que una de las páginas más negras del final del franquismo/inicio de la Transición (dos tiempos que se confunden), concretamente la del asesinato legal de un muchacho idealista como tantos otros, Salvador Puig Antich (Barcelona, 1947-Ib.1974), haya podido ser abordada. En a lo largo de todo este tiempo, fueron muy pocas las aportaciones dignas de reseña, y este fue el caso del libro colectivo La torna de la torna (Empúries, Barcelona, 1985), firmado por el colectivo Carlota Tolosa detrás del cual se reunía un grupo de periodistas, entre ellos un «outsider» como Ramón Barnils. Fue un éxito considerable, pero su repercusión mediática fue muy limitada, además aquellos fueron unos años en los que todavía no nos habíamos recuperado de la derrota del Referéndum sobre la OTAN, y a la restauración conservadora le quedaban bastantes años de marcha triunfal.
Tuvieron que pasar más de quince años para ver un libro con bastante similitudes: Francesc Escribano, Compte enrera. La historia de Salvador Puig Antich (Edicions 62, Barcelona, 2001; en castellano, Cuenta atrás en Península). Escribano, que acababa de escribir la «biografía oficial» del obispo más emblemático de la Teología de Liberación, Pere Casaldáliga, también escribirá el guión de un intenso documental sobre Salvador que se incluía en la serie Dies de Transició, que, entre otros capítulos, abordaba la huelga de la Forsa o la detención de los 113 miembros de la Asamblea de Cataluña, episodio que de alguna manera conecta con el «caso de Salvador» con el que coinciden en la cárcel Modelo. Por más que resulte más que justificable una profunda desconfianza hacia un medio tan institucionalizado como la Televisión, no creo que se puedan meter todos los programas en el mismo saco como un todo reaccionario, y no distinguir algunos programas como La Noche Temática en la 2, o Documentos TV de Pedro Erquicia, programas cuyo discurso a veces refrendan la «demagogia de los hechos» que hablaba un antiguo, y que bien podrían servir de base a propuestas subversivas, algo que también suele suceder con muchos de los informes de la ONU o la OMS. Quizás lo puedan ser justamente porque (todavía) no existen fuerzas organizadas capaces de darles una traducción práctica. Algo similar se puede decir de TV3, en particular de muchos 30 y/o 60 Minuts, baste recordar trabajos tan valiosos como Operación Nikolai (un documental de investigación modélico), o testimonios tan impresionantes como Las fosas del silencio o Los niños del franquismo, por mencionar los ejemplos más conocidos. Trabajos que han significado una aportación de primera magnitud al fenómeno de lo que se ha convenido en llamar la «memoria histórica».
Un terreno en el que el «caso» de Puig Antich tiene su natural trascendencia, sobre todo para una generación, la misma que resulta exaltada en voz en off al inicio de la película, cuando se dice que en un país que vivía de rodilla surgió una juventud que plantó cara a un régimen detestable.
Ni el colectivo Carlota Tolosa ni Francesc Escribano pretendían ofrecer una versión «definitiva» sobre este episodio que, si bien se centra en la persona de Salvador Puig Antich, y por lo tanto concede una amplia atención a sus propias vivencias y a las de su entorno familiar más próximo, sin excluir sus relaciones más íntimas, todo queda envuelto bajo el mismo manto de la tragedia. Esto es lo que sucedió con el caso Saco y Vanzetti, que al tiempo que anarquistas (ideal que reafirmaron en espera de la muerte y a la que sirvieron con su actitud lúcida e intachable), y en el que se inscriben las notas sobre un padre tan derrotado que no puede reaccionar ni ante el cerco de muerte de su hijo, o el de las hermanas, convertidas evidentemente en protagonistas. Tanto Tolosa como Escribano tiran del hilo del activismo político, ofrecen un retrato de la fracción militante en la que estaba implicado Salvador en la que, ni que decir tiene, aparecen dudas y contradicciones. O páginas descabelladas como la tentativa de lectura de un manifiesto por parte de Oriol Solé Amigó en el primer atraco, o el caso de «el Legionario», un delincuente que se les enreda por medio. Tolosa ofrece algunos ejemplos de oposición en el propio seno del régimen (un procurador que protesta contra la pena de muerte, Camilo José Cela que se niega a aceptar la presidencia del Ateneo de Madrid por lo de Salvador), y Escribano reconstruye la evolución del carcelero Jesús Irruren, que acabará haciendo amistad con Salvador. El franquismo nunca fue, no pudo ser, tan monolítico, y mucho menos en su fase final. Cualquiera que haya estado en sus cárceles ha aprendido a distinguir entre guardianes que merecían ser de Fuerza Nueva, y los de otro tipo, sin duda menos, que les quitaron a los presos muchos golpes y malos tragos. Cosas así también sucedían en el Ejército.
Ni Tolosa ni Escribano dedican una atención permenorizada a la historia del MIL (Movimiento Ibérico de Liberación) y de hecho, se puede afirmar sin miedo al error que sin la muerte de Salvador, y sin la añadida del casi legendario Oriol Soler i Sugranyes, es más que posible que ningún historiador le hubiera dedicado su atención. Y esto por una razón muy sencilla, porque su incidencia real fue muy minoritaria (lo que no es obstáculo para que algunos de sus antiguos miembros hablen de una influencia que ya habría querido el Labour Party), de hecho ya se había disuelto cuando detuvieron a Salvador. En un libro y otro se percibe la dificultad de establecer con precisión su contenido ideológico. Escribano da la sensación de haberse agobiado pronto sobre este punto, de manera que se limita a efectuar cuatro trazos sin preocuparse mucho por su verificación. Pero en esta dificultad no está solo, y muestra de ello es que en buena parte de los medias, incluyendo los de raigambre libertaria, se da por buena la filiación anarquista de Salvador, cuando, en realidad, las inclinaciones del MIL eran de carácter comunista consejista, la variación izquierdista surgida de los dos primeros congresos de la Internacional Comunista. Una corriente en la que tomaron parte históricamente personalidades como Amadeo Bordhiga, Anton Pannekoeck y Hermann Gorter, el Lukács de Lenin e Historia y conciencia de clase. A este detalle quizás convendría añadirle otro más, a saber que el MIL expresaba el sentimiento de búsqueda del izquierdismo de la época, una época que -conviene no olvidarlo si se quiere entender algo-, se empezaba de nuevo, se recomponían los movimientos, y al calor de los mayos del 68 y del libro de bolsillo deudor de esta fiebre, se había abierto un debate en el que el sectarismo y los debates abiertos se daban la mano.
Afortunadamente existe un trabajo de campo, el de Sergi Rosés, El MIL: una historia política (Alikornio, Barcelona), que precisa bastante estas cosas. No obstante, a mi juicio se trata de una investigación ciertamente minuciosa, pero a «vaso cerrado» sobre los contenidos ideológicos del grupo sobre el que el autor proyecta y reitera una singular caracterización: no se trataba de un grupo antifranquista. Es la primera vez que me encuentro con semejante distinción. Hasta ahora la izquierda revolucionaria que yo he conocido (que no es poca desde mitad de los años sesenta), lo que sí hacía era insistir que ser antifranquista consecuente significaba ser al mismo tiempo anticapitalista y antimperialista. Rosés insiste en las fuentes consejistas del grupo, pero las restringe a su expresión última, concretamente a las relaciones de Solé Amigó con Jean Barrot, un autor ultraizquierdista que fue -juntos con muchos otros de la misma onda como el socialbárbaro Castoriadis- bastante editado por Zero-ZYX, una editorial proveniente de la Iglesia católica cuyo grupo militante se llamaría Liberación y se identificaba igualmente con esta corriente, y en ningún momento la sitúa en la historia de su procedencia. Por ejemplo, se refiere con admiración a la figura de Otto Rühle, pero en ningún momento precisa que éste fue el compañero de Karl Liebknecht en el «No» a los créditos de guerra en el Reistag el 4 de agosto de 1914, que fue uno de los líderes del Partido Comunista alemán, o que tomó parte en la Comisión Dewey que juzgó a León Trotsky por las imputaciones que le hacían en los «procesos de Moscú». Rühle preparó una edición abreviada de El Capital que prologó Trotsky, y de la cual hay una traducción castellana en Losada de principios de los años cuarenta, luego varias veces reeditada. Rosés (al igual que Tolosa) dedica especial atención al grupo Acción Comunista (AC) en el que se inició Solé Amigó, pero al entrar en su historia su extravío no es muy diferente al de Escribano. Dos detalles: Solé Amigo afirma que en AC se daba una corriente del trotskismo lambertista, cuando en realidad es que el grupo rector de AC se distanciaba del trotskismo justamente por sus componentes más «fundamentalistas», y el furor «bolchevique» de Lambert les producía tiricia; Escribano por su parte afirma que AC publicó un número sobre el mayo del 68 bastante anarquista y nihilista, conceptos que no cuadran con el texto Las lecciones de mayo del 68, obra de Ernest Mandel, con el que el grupo mantenía una relaciones bastante amistosas. La vindicación asamblearia, consejista, de la acción directa en el sentido de participación desde abajo, etc, no eran ninguna exclusiva ni del anarquismo ni del consejismo.
Como el lector puede comprobar, el programa y el libro de Escribano, más ahora la película de Jaume Roures-Manuel Huerga, han contribuido a crear un ambiente de debate que posiblemente se dispare con el estreno de ésta previsto para la segunda quincena de septiembre. La conexión viene de lejos ya que el productor Jaume Roures como «jefe» de Mediapro ya tenía puesto el ojo en el tema. Quizás no esté de más anotar que Mediapro ha asumido en el cine un perfil de «compromiso» que la liga con la trayectoria de Querejeta, y que, entre otras cosas, ha producido títulos como Los lunes al sol, las películas-entrevistas de Oliver Stone con Fidel Castro, así como los arriesgados y soberbios documentales de Javier Corcuera (La espalda del mundo, El maquis de la memoria), que, en el primer caso no tiene un pelo de comercial (es una de esas películas que verlas «hace daño»), y en el segundo entre de pleno en una apuesta de recuperación que solamente se casa con la verdad histórica.
El origen de la opción por una película como Salvador no es un secreto para lo que lo conocemos del año catapún como el camarada «Melan» de la LCR. En su momento, la Liga, al igual que otros grupos a la izquierda del PSUC se rompieron los cuernos para arrancar la misma línea de movilizaciones que había detenido la mano criminal del Caudillo cuando los juicios de Burgos. Esta actitud rabiosa se manifestaba básicamente de dos maneras, una fue realizando manifestaciones-relámpago que acababan con la destrucción de algunas cristaleras significadas, otra tomando parte en todas las plataformas posibles para denunciar la inhibición de la dirección del PSUC, cuya línea pasó por confiar en la presión de las «personalidades». Adolfo Castaño, un compañero libertario nos ha contado como un grupo solidario con Salvador pidió la palabra en una reunión de la Assemblea de Catalunya, en la que Antoni Gutiérrez Díaz se cubrió de gloria cuando cortó el embite por lo sano diciendo: «Esto no toca hoy. No está en el orden del día». Pero aparte de eso, Melan pasó también entonces por la Modelo, y por lo tanto, pudo sentir la misma indignación que todos nosotros, y además desde la proximidad.
La reconstrucción de la historia de Salvador a partir de su fase final, que ofrece la obra de Escribano facilitaba su adecuación a un guión cinematográfico que se divide en dos tiempos, una primera parte en la que Salvador explica el como y el porqué de la opción armada, y una segunda que se centra en la cuenta atrás. Entre sus novedades, la película retoma una diversidad lingüística que recuerda la utilizada en películas como Tierra y libertad. La lengua catalana está presente en un 25% del film, al decir de Roures «básicamente en las relaciones familiares y con los compañeros, porque era imposible hacer la película sin visualizar que había una represión de la dictadura contra la lengua catalana». Aunque el hilo conductor pasa por Salvador (que está interpretado por el actor germano-catalán Daniel Brühl, el celebredo protagonista de Good bye Lenin), pero otros pasan por su abogado Oriol Arau (Tristán Ulloa) que de alguna manera es el que establece la conexión entre Salvador con su propia aventura (contada en diversos flah back), y con otros personajes. También representa un antifranquista honesto que quiere entender los por qué de Salvador, y que trata (desesperadamente) de encontrar una base de apoyo, una base de la que carecía el MIL. Otro personaje es uno de sus carceleros, Jesús Irurren (Leonardo Srabaglia), y resulta más controvertido comenzando como un auténtico fascista que maltrata a los presos, pero que, finalmente, tras el trato cotidiano con Salvador, conoce una identificación con éste como persona.
Los adversarios de la película han encontrado en este personaje una de las «evidencias» de su voluntad edulcoradora. Más arriba ya he dejado constancia de las fisuras en el propio régimen, y de las diversas actitudes de los carceleros. Los datos que ofrecen Tolosa y Escribano confirman esta evolución, ahora bien, su reacción final ante la ejecución de Salvador parece una «licencia» del guión. Con todo, vale la pena precisar, primero, dicho final está explicado cinematográficamente, y no va en dirección edulcoradora sino que estalla como expresión de una descripción detallada del carácter fascista del régimen, y del equipo de policía, de los captores de Salvador, que aparecen como cuervos en el momento final, babeando venganza, molestando a la hermana mayor de Salvador… Estamos muy lejos de otras aproximaciones que el cine español ha realizado a otras páginas negras de la Transición como Siete días de enero o La noche más larga, en las que se manifiesta una voluntad de separar los «ultras» del franquismo más «razonable». En Salvador no se percibe la menor complacencia con los cuerpos de Estado, el caso de Jesús tiene el valor de la excepción que confirma la regla; tampoco se exonera a la Asamblea de Cataluña de su pusilanimidad.
Esta es una película ante todo de productor, y así queda indicado desde el principio. Su director es Manuel Huerga ha hecho una obra de encargo, y ha puesto todo su oficio de la misma manera que lo han hecho tantos otros directores en la historia, en el caso y dado que aquí no existe una industria del cine. Huerga había hecho para Mediapro un documental publicitario del Forum (money is money). De hecho, hasta Salvador sólo había dirigido Antártida (1995), una historia de autodestrucción de una pareja a través de las drogas cuyo toque esteticista y difuso no convenció demasiado. Sin embargo, ahora no se trataba de algo «neutro» sino de un proyecto que él mismo definió en una de sus declaraciones, con el que se trataba de reconocer «una deuda con la historia y con una generación, la última que luchó no sólo contra el franquismo sino por unos ideales, y que ha sido eclipsada por una transición incompleta y un poco chapucera». Y tan chapucera. No hay más que ver las declaraciones de Maragall y Zapatero repitiendo como papagayos aquello de para qué si tenemos la suerte de gozar de un rey que es «el primer republicano».
Salvador es un producto industrial y popular bastante ambicioso, no será pues una película «maldita» como, por citar un ejemplo, aquella Casas Viejas, realizada por la mitad de los años ochenta y que nadie parece haber podido ver (y no creo que fuese por el afán de pureza de sus autores). Cuenta con un reparto «de lujo» para ser una película de aquí, y aparte de los actores ya mencionados, hay que registrar la presencia de profesionales como Leonor Watling (Montse Plaza, compañera sentimental de Puig Antich) e Ingrid Rubio (Margalida, la última novia de Puig Antich). También participan actores como Celso Bugallo, Joaquín Climent, Joel Joan, Antonio Dechent, Biel Durán, Aida Folch o Carlota Olcina…La música corre a cargo de alguien tan adecuado como Lluís Llach con cuya canción dedicada a Puig Antich, se cierra dramáticamente la película. Es muy posible que a uno le pueda más la sentimentalidad que la razón, pero desde que sentí a Mahalia Jackson en la versión de Douglas Sirk de Imitación a la vida, no me había emocionado tanto. El emblemático cantante catalán -tan identificado con causas «incorrectas»- declaró que su participación en la película venía a ser «una especie de ofrecimiento de venganza histórica, aprovechando la oportunidad que me da la vida de poder participar con mi música en la reivindicación de una generación que entendió la lucha de una forma determinada, que hoy a veces es difícil de entender, en unos momentos en los que ante unas dictaduras tan cerradas la violencia era una de las salidas tan legítimas como cualquier otra».
Con todos estos elementos, resulta bastante extraña la obsesión de los que quieren ver en Salvador una mera maniobra integradora que convertiría en un «mero» antifranquista, en un buen chico asimilable…
Estas cosas no resultan tan sencillas. La política de la amnesia histórica ha pasado ante todo, por no tocar los hechos que ponían en evidencia la barbarie franquista. No había que hablar de las víctimas para no molestar los verdugos. Cuando estos persistían en quitar hierro al franquismo siguiendo las pautas del pensamiento del Ministerio de la Verdad made in USA que distingue entre «totalitarismo» (los que no comulgan con su política exterior), y «autoritarismo» (las dictaduras «amigas»), o canonizando beatos del bando franquista, la izquierda institucional otorgaba. Hasta Felipe realizó sus declaraciones en este sentido y no adoptó el «Azor» porque fue demasiado fuerte.
En este orden de cosas, ni tan siquiera se ha aceptado una revisión del caso de Julián Grimau al que -por cierto- algunos quieren ver exclusivamente en su vertiente de policía al servicio del estalinismo. Fueron tantos los olvidos y las claudicaciones que llegó un momento en que tuvo lugar una reacción. Por supuesto, en el momento en el que se impone un movimiento vindicativo, la izquierda institucional con el PSOE al frente, trata de sacar su tajada. Pero en este terreno su vuelo es tan corto como el que se trasluce en esas penosas declaraciones de Zapatero según la cual en la guerra todos fueron víctimas. Son tan penosas que sin quererlo revelan que el miedo a la derecha sigue siendo algo determinante en nuestra vida política nacional.
Si Salvador respondiera a este canon integrador, yo no sé que se podría pensar entonces de títulos como Mising, Saco y Vanzetti, Tierra y Libertad (tan maldecida por los historiadores oficialistas actuales) o Amén, todas ellas producidas por grandes empresas.
En realidad, Salvador se trata de una muestra apasionada y concentrada de cine de popular que nos permite y nos permitirá hablar de aquella tragedia que comenzó cuando el 25 de septiembre de 1973 Salvador Puig Antich fue detenido, y llevar el debate a un público muy amplio, lejos de los círculos cerrados en los que el «caso» ha estado encerrado hasta ahora. Acababa de tener un forcejeo con la policía a resultas del cual cayó muerto el agente Francisco Jesús Anguas Barragán, subinspector del Cuerpo General de Policía del régimen, que sería debidamente exaltado por la prensa adicta. El propio Puig Antich también resultó gravemente herido y, después de pasar por el hospital, ingresó en la cárcel Modelo de Barcelona a la espera de un consejo de guerra; durante su estancia en la prisión fue torturado en diversas ocasiones. Nunca se mostró ni se quiso ofrecer la prueba balística que evidenciara que el disparo proviniera del arma que llevaba Salvador como militante del MIL. La película presenta un Salvador que asume plenamente la razón de sus actos, y lo hace remitiéndose a un caso que parece extraído de la célebre obra de Dario Fo, la defenestración de Enrique Ruano. que motiva una violentísima manifestación estudiantil
Salvador había sido el tercero de seis hermanos en una familia de clase media, estudió en La Salle Bonanova donde tuvo un altercado con un religioso que maltrataba a un compañero más débil. Por su carácter generoso fue calificado como un amigo de «las causas perdidas». Comenzó a estudiar Económicas, carrera que abandonó para dedicarse a la militancia revolucionaria. Al concluir el servicio militar entró en relación con algunos militantes anarquistas con los que forma el (MIL), un grupo que quería conectar con los sectores más radicalizados del emergente movimiento obrero (las olvidadas «Plataformas»), pero que nunca sobrepasó la docena de militantes (lo que no impide a algunos de sus antiguos componentes hablar despectivamente de los «grupúsculos marxistas»). Con la intención de ayudar a los obreros en huelga el grupo cometió una serie de atracos a entidades bancarias hasta que Salvador extravió un bolso que atrajo la atención de la policía.
El MIL fue creado siguiendo las huellas del «maquis» urbano anarquista del tipo Sabaté y Facerías, verdaderas leyendas para el pueblo de izquierdas en Cataluña, aunque no tenía ni de lejos el bagaje de estos. También las circunstancias eran diferentes, al principio de los setenta ya existía un movimiento muy amplio. Los objetivos básicos del grupo pasaban por atracar bancos con la finalidad de conseguir dinero para apoyar a los sectores más combativos del movimiento obrero. Hijo genuino de aquel mayo del 68 que fue el horizonte de su generación, Salvador reunía en su ideario elementos muy diversos y referentes ideológicos tan amplios como «Dany» Cohn Bendit (el joven), Wilhem Reich de El combate sexual de la juventud y por supuesto el «Che» Guevara, todo ello desde una perspectiva «anarquista» muy apartada de lo que se había convertido la tradicional CNT, dominada entonces por su franja más «arqueo». Como era habitual, el régimen lo presentó como un mero bandido. Cuando ETA hizo saltar por los aires a Carrero Blanco, Salvador intuyó clarividentemente que el régimen se vengaría en él y así ocurrió, y de qué manera, algo que la película presenta como eso. En ningún momento se pretende «culpar» a ETA (y «disculpar» a Franco).
Se hablaba mucho de que corrían diversas peticiones de clemencia –desde la del Vaticano hasta la de Willy Brandt–, pero como también era habitual, a Franco no le tembló el pulso, es más, obligó en cierta manera a «mojarse» a otros personajes del régimen, luego consagrados «demócratas» como Pío Cabanillas, Martín Villa (quien todavía se atreve a justificar públicamente su actuación en aquellos tiempos como se ha podido ver en una reciente debate sobre la obra de Albert Boadella, La torna de la torna), y por supuesto Fraga Iribarne. Todos participaron en un montaje cruel y esperpéntico en el que los jueces militares parecen extraídos de la obra inmortal de Don Ramón Mª del Valle-Inclán, Los cuernos de don Friolera, y alguna influencia de esta obra se manifiesta en Salvador, sobre todo al presentar los sables que van a juzgar a Puig Antich.
Desdichadamente, no sería hasta que se cumplió la ejecución que se llegó a una respuesta tardía que esta vez englobó por igual a la extrema izquierda y a las Juventudes Comunistas así como a mucha gente independiente. Aquella fue una de las mayores manifestaciones celebradas en Barcelona mientras el Caudillo aún mataba. Fueron necesarios grandes refuerzos de «grises» de los llamados «especiales» que aporrearon a diestro y siniestro a cualquiera que se le puso a tiro. También se hizo notar un amplio despliegue de «secretas» que convenientemente disfrazados provocaron diversas encerronas que causaron numerosas detenciones. Tal como nos han contado los obreros de Miniwatt (cf. Miniwatt-Philips. La memoria obrera, Ed. El Viejo Topo), todavía un año más tarde uno de sus compañeros sindicalistas, Lamela, que fue torturado y trasladado por la noche al pie de la tumba de Puig Antich, donde le pusieron una pistola en la cabeza amenazándolo con matarlo allí mismo. Aquel lugar era identificado por la policía como un buen «ejemplo» de lo que era capaz de perpetrar en la más absoluta impunidad.
Cuando la ejecución se vio como inevitable, la conmoción fue extraordinaria. Un testigo del momento de su muerte dirá: «Muy pocas veces una ciudad como esta se ha identificado tanto con un hecho». Salvador Puig Antich aquel muchacho cuyo final tanto nos conmovió, fue el último que sufrió garrote vil en el Estado español junto con un presunto Heinz Chenz, también presunto polaco que había matado a un policía en una reyerta en un bar de Tarragona y que fue «la torna», algo así como el contrapeso con el que completó el asesinato político legal de Salvador; hecho que motivó la famosa obra de Els Joglars que se convirtió en uno de los «escándalos» políticos más apasionantes de la «transición» cuando desde el Ejército se provocó su prohibición y la cárcel para los autores. Esta obra nos llevaba a descubrir otra página complementaria, la del «añadido» de un don nadie para desfigurar el carácter político del crimen, una monstruosidad que ya ha dado lugar a un libro e investigación y a un documental apasionante titulado, La muerte de nadie…
Estoy convencido que el estreno de Salvador dará al traste con las críticas sectarias que se le han hecho por no ser «justa» con el MIL (sobre lo que no dice nada incierto, es verdad que ametrallaron a la desesperada el consulado español de Toulouse), o porque no refleja el mayo del 68. Lo que no evitará serán las críticas cinematográficas, tema sobre el que cada escuela podrá tener su propia opinión, aunque no está de más añadir que, salvo excepciones, muchos de nuestros críticos parecen situados más allá del bien y del mal y nos quieren justificar que la importancia del tema tratado no importa, que lo que importa es el tratamiento, con lo que vuelven a la premisa del arte por el arte. Salvador -como tampoco las películas arriba mencionadas-, no pasará a la historia del cine por sus valores fílmicos, ni lo pretende.
Lo suyo es un trabajo eficiente y bien hecho para contar una historia, hacerla asimilable, y hacer público lo que nadie se atrevía a contar. Y hacerlo en el cine, en salas para miles de personas, aquí y en Sudáfrica o Trieste, llevando la discusión a hogares, institutos, entidades, etc, a través del DVD, o sea ampliando el ámbito de conocimiento a quienes antes no lo tenían, con todo lo que esto tiene de bueno, pero también, obviamente de riesgos. Pero esto ocurre con todo producto, incluyendo los libros. El miedo de los apocalípticos a ser integrados es razonable; no lo es cuando lo que se trata en círculo no rebasa el círculo. No obstante, desde el momento en que se han lanzado para denunciar todas las presuntas traiciones de la obra de Escriba, y por extensión, de la película, no hacen otra cosa que dar codazos para formar parte del mismo espectáculo que pretenden denunciar.
No hay miedo de que Zapatero asista a su estreno como lo hizo (con mi aplauso) al de Mar adentro, tampoco que se utilice para demostrar que esta democracia ya permite estas cosas, porque el mismo hecho de que haya tenido que ser el cine el que saque a la calle un tema «tabú» es una evidencia de que muchas cosas no funcionan. Y para acabar: o mucho me equivoco o su impacto será entre las nuevas generaciones muy superior al que tuvo, por ejemplo, Tierra y Libertad, «una película» discutible que, con todos sus defectos, contribuyó poderosamente a la recuperación de la memoria popular (y desde abajo).
Pepe Gutiérrez-Álvarez fue militante de la Liga Comunista Revolucionaria y ha publicado muchos libros y artículos sobre la historia del movimiento obrero y sobre crítica de cine. Actualmente es uno de los principales animadores de la Fundació Andreu Nin.
www.sinpermiso.info, 23 julio 2006
Texto original:
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=667