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Reflexiones en torno a un libro de Ramón Chao

Fuentes: La Jiribilla

Las revoluciones pueden agruparse en dos grandes categorías: las simpáticas y las aborrecibles. Las rebeliones simpáticas son las que alcanzan el poder gracias a enormes sacrificios para después, civilizadamente, dejarse vencer y desaparecer sin dejar huellas. Las clases que participaron como artífices y beneficiarias de la rebelión -ahora declarada simpática en virtud de su derrota- […]

Las revoluciones pueden agruparse en dos grandes categorías: las simpáticas y las aborrecibles. Las rebeliones simpáticas son las que alcanzan el poder gracias a enormes sacrificios para después, civilizadamente, dejarse vencer y desaparecer sin dejar huellas. Las clases que participaron como artífices y beneficiarias de la rebelión -ahora declarada simpática en virtud de su derrota- regresan entonces a una humillación y una miseria peores a la situación que una vez alimentara su desesperada necesidad de liberación. Recuerdo el asco que inspiraban las clases miserables de Nicaragua cuando ostentaban el poder revolucionario. Incluso las buenas almas que desde los Ministerios europeos hablaban en tono altisonante de cooperación crítica,  en el fondo los despreciaban por su indigencia y su inoportuno desvelo por los legítimos intereses de su propio pueblo. Su nunca suficiente conciencia democrática inspiraba un rencor disfrazado de cooperación internacional. Pero lo peor era el odio larvado que suscitaban ya que constituían un obstáculo oneroso para la marcha de los negocios.

Era algo muy similar a lo que ocurre hoy con Venezuela y con la Bolivia de Evo Morales. Es casi inconcebible que en nuestro mundo ultraliberal, tan homogéneo y adoctrinado, alguien tenga el mal gusto y la osadía de tomar medidas en favor de sus compatriotas más necesitados, nada menos que en menoscabo de las ganancias de los patronos y del capital foráneo, que inmediatamente se proclama discriminado, ofendido y expoliado. La revolución bolivariana, por ejemplo, es antipática por definición ya que no se ha dejado aplastar. Tanto Chávez, como Evo Morales y sus seguidores serán civilizados y simpáticos única y exclusivamente a partir del instante en que sean vencidos. Fue lo que sucedió en Nicaragua. En cuanto el poder pasó a las manos políticamente correctas, sobrevino una admiración europea casi  celestial: qué espectáculo de urbanidad histórica, al fin los harapientos volvieron a sus harapos y cada quien volvió a ser cada cual, como en aquella canción de Juan Manuel Serrat.

Entonces no hay nada más antipático que una revolución indestructible, y yo creo que para un intelectual como Ramón Chao ese tipo de tozudez histórica constituye una motivación muy poderosa para viajar, meter los ojos dentro de la realidad y luego escribir con toda libertad. Estados Unidos, que suele ser el encargado histórico de liquidar a las revoluciones con vocación de simpáticas, ya no sabe qué hacer con Cuba. Han intensificado el bloqueo, ya de por sí ilegal y genocida, hasta extremos inconcebibles. Han comprado a medio mundo para eliminar la imagen de que Cuba es «un lugar de destino turístico por excelencia, un centro de innovación en biotecnología y un estado socialista con buenos resultados, que ha logrado mejorar el nivel de vida de su gente y que es un modelo en educación, servicios médicos y relaciones raciales para el resto del mundo», según el texto de la llamada «Comisión de Ayuda a una Cuba Libre» del Departamento de Estado (ver: http://usinfo.state.gov/espanol).

La Unión Europea ha aceptado infamemente la versión americana del conflicto: Cuba es la criada bocona que no acaba de arrodillarse ante sus señorías norteñas, ni entiende que su papel tiene que ser el de criada sumisa para que cada quien sea por siempre cada cual. En medio de ese forcejeo, cuyo desenlace podría cambiar radicalmente la historia de América Latina, Ramón Chao se monta en un avión y aterriza en el calor soporífero de la Isla, para meterse por sus propios pies dentro de la era imaginaria cubana y encontrar aunque sea algunos elementos que le permitan elaborar una contraimagen capaz de desafiar el adoctrinamiento que le imponen.

En la «Comisión de Ayuda a una Cuba Libre» el Departamento de Estado ha nombrado a un interventor norteamericano para Cuba, una especie de procónsul que, cuando se muera Fidel Castro, dice que dirigirá y fiscalizará el traspaso de poder de los revolucionarios aborrecibles a los exiliados americanizados que ya hacen cola en Miami, México y Madrid para hacerse cargo, como Sancho Panza, de una ínsula Barataria cuyos señores tienen su corte en Washington y de los cuales se han habituado a recibir dineros. También hay algunos pretendientes baratarios en París, pero a pesar de su desaforado anticastrismo declamatorio esos Sanchos siempre serán sospechosos para el «monstruo» americano, ya que no forman parte orgánica de sus entrañas. Como por lo pronto todos los aspirantes al poder en La Habana tienen que conformarse con despreciar la destartalada pero tenaz victoria de la Revolución cubana, la han decretado inoportuna, pasada de moda y cochambrosa. El que se atreva a desafiar esa imagen única; el que se atreva a disentir del consenso de Washington será combatido, silenciado y, en la medida de lo posible, exterminado al menos mediáticamente.

Para un hombre del coraje y la integridad de Ramón Chao ese desafío es lo suficientemente hermoso como para obligarlo a rechazar la cantaleta de una Cuba solamente habitada por Fidel Castro y unos cuantos disidentes. En esa imagen imperante, el resto de la población cubana carece de entidad humana. Once millones de personas son hoy más que nunca rehenes de un grupo de cubanos fratricidas, aliados de una potencia extranjera y carentes de un proyecto de futuro independiente para el país. La única posibilidad de existir políticamente de ese grupo fratricida, que apoya tácita o explícitamente -y en todos los casos de modo sumiso- la agresión comercial, mediática, diplomática y financiera contra Cuba, es servir a los intereses de la política exterior norteamericana. No tienen absolutamente ninguna otra opción. En España, donde se da el caso más extremo de desinformación y de distorsión de la realidad cubana, la imagen de Cuba está reducida a un presente representado por un exilio derrotado, antidemocrático y parásito de la política anticubana de EE.UU. En Francia, Reporteros sin fronteras se ha convertido en una especie de cuerpo ideológico de bomberos al servicio de la necesidad estadounidense de condenar a Cuba en la mayor cantidad posible de foros. Dondequiera que se analiza el frente mediático montado y financiado por EE.UU. y el papel que juega en la legitimación e implementación la Ley Helms Burton,  Reporteros sin fronteras acude con largas mangueras de tinta financiada por la National Endowment for Democracy (ver http://www.sourcewatch.org/index.php?title=Reporters_Without_Borders) para defender el derecho norteamericano de comprar conciencias y asfixiar a un pueblo inocente.

En ese contexto, en cuanto surge el tema de Cuba los ánimos se enardecen, las pasiones se imponen al análisis y una curiosa ceguera se apodera hasta de los más moderados. Ir a Cuba y comprobar que la nación existe; que los cubanos aman y odian y que se debaten entre dificultades, errores y problemas de todo tipo pero que a pesar de todo defienden lo que han conseguido con tantos sacrificios; ir a Cuba y contar que los isleños sueñan y se enferman y se curan, y que intentan sobreponerse a los durísimos golpes de la Historia, es un crimen imperdonable. Resulta antipático que alguien compruebe in situ que en la Isla crecen las palmas. Es inadmisible que, al hablar de las jineteras, Chao haga una certera comparación con los cientos de miles de mujeres prostituidas que, en la Madre Patria y la inmensa mayoría en condiciones de semiesclavitud, todos los días venden su sexo a millones de respetables caballeros españoles.

Yo veo a Ramón Chao como un solitario de las letras que no excluye de su mundo las grandes realidades colectivas. En todo lo que escribe se ve que tiene una visión humanista y global de los problemas mundiales, y me gusta porque escribe lo que le da la gana en contra de lo que desearían los propietarios de la opinión pública internacional. Desde luego que no hay que estar de acuerdo con él en todo. Yo, personalmente, vivo en eterno desacuerdo con aspectos esenciales del Gobierno de Cuba. En eso no me diferencio del 90 % de mis compatriotas, y en ese porcentaje incluyo a quienes darían su vida mañana mismo por defender a esa Revolución a la que critican. Ni Ramón Chao ni yo sabemos si en un futuro, que por ahora se nos presenta indescifrable, Cuba regresará al capitalismo o si la Revolución nacionalista y socialista de Fidel Castro sobrevivirá y se desarrollará con otros dirigentes. Pero al igual que Chao, yo preconizo el respeto irrestricto de mis compatriotas a decidir su propio destino, sin injerencias imperiales ni neocoloniales de ningún tipo. Si el oficio del escritor puede compararse a una insurrección solitaria, Ramón Chao pertenece a la categoría de intelectuales con la que yo me solidarizo: él es un insurrecto armado de palabras que no se deja meter en cintura. Mientras existan hombres de letras como él, valdrá la pena pagar cualquier precio por demostrar que los escritores podemos ser un factor de desorden en la uniformidad repleta de oportunistas y de miedosos que han vendido sus palabras al pensamiento único.

Este libro es el fruto de la relación intelectual, sentimental, política e incluso familiar de Ramón Chao con todo lo que tiene que ver con Cuba. Si saber envejecer es escribir como si uno no hubiese envejecido, este libro es la demostración de que Ramón Chao es un joven inconformista. Y que nadie me venga a decir que este es el libro de un turista; turistas son los que, siendo cubanos o no, escriben desde Madrid, Miami, México y París sobre una Cuba que no han palpado desde hace décadas y cuya esencia desprecian. No han restañado ni una sola de las heridas de su pueblo ni acariciado una sola de sus cicatrices. Para solo poner dos ejemplos: en lo tocante a los temas cubanos, tanto el Miami Herald (periódico oficial del «exilio histórico» pese a ser norteamericano, o quizá por eso mismo) como la revista Encuentro, son publicaciones políticamente turísticas, editadas por turistas del anticastrismo clienteril.

En este texto lleno de sorpresas y de confesiones personales, Ramón Chao se revela como un observador lúcido de una isla dura y difícil, plagada de problemas casi insolubles pero también sabrosa, batalladora e infinitamente seductora, a la que él ama y ese amor lo ayuda a comunicarnos sus profundos conocimientos sobre el tema sin que el libro deje de ser ameno ni un instante. Con él viajaron el pintor polaco Wozniak y la fotógrafa Majorie, así como Antoine, «el tesorero» del grupo. Fotos, dibujos y texto ofrecen un contrapunto de imágenes que se van fundiendo en una totalidad disfrutable, que provoca en el lector el deseo de compartir los percances, los placeres y las experiencias de los cuatro viajeros. Chao anota y compara, lanzando miradas penetrantes a lo que tiene delante y a los libros que ha leído y encontrando siempre la cita exacta que le ayuda a responder sus propias preguntas. Mientras se adentra en las calles y las guardarrayas de nuestra historia, Chao da palique con cualquiera, lo mismo con médicos, cantantes y babalaos que con curtidos vegueros de la Cuba profunda, intentando comprender lo que ni los mismos cubanos entendemos: el sufrimiento, las delicias y las contradicciones de lo real y la belleza de los descomunales sueños, condicionados por el influjo de nuestra literatura. En fin, los disparates y los logros innegables de una isla que, para calificarla de extraordinaria, basta con recordar que en ella existe, en contra del derecho internacional y de la voluntad de su pueblo, un campo de concentración y de tortura regentado por la misma potencia extranjera que la bloquea y la amenaza de muerte en nombre de la libertad.