La reforma legal y la revolución no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer podemos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la sociedad de clases, los cuales mutuamente se condicionan o complementan, pero al mismo tiempo se excluyen. (Rosa Luxemburgo) Evolución e involución histórica del […]
La reforma legal y la revolución no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer podemos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la sociedad de clases, los cuales mutuamente se condicionan o complementan, pero al mismo tiempo se excluyen. (Rosa Luxemburgo)
Evolución e involución histórica del contexto internacional
A partir de la década de mil ochocientos sesenta, momento en que la lucha política legal adquiere centralidad como arma del proletariado en los países más desarrollados de Europa, comienza a producirse la división, por una parte, entre quienes la practican y quienes la rechazan (en este último caso, los anarquistas) y, por otra parte, entre quienes abogan por utilizarla a favor de la reforma social progresista del capitalismo o la revolución socialista.
La reforma social progresista es una estrategia que procura transformar ciertos aspectos del orden existente, o a ese orden en su totalidad, sin destruir o revolucionar sus fundamentos, en particular, sin destruir las relaciones de poder existentes.[1] Esta estrategia avanzó en la medida en que el desarrollo económico, político y social, junto con las luchas de los movimientos obrero, socialista y feminista, impulsaron a las burguesías de algunas potencias imperialistas a sustituir el uso de la coerción y la violencia como instrumentos de la dominación, por la hegemonía burguesa.
El establecimiento de la hegemonía burguesa consiste en lograr que toda la sociedad haga suyos la moral, los valores, las costumbres, las leyes y el respeto a las instituciones burguesas, por medio de la cultura de masas, la educación, los medios de comunicación y otras vías. Este proceso incluye la participación y la representación de las clases dominadas en el sistema político democrático burgués. Si bien esa participación y representación son formales en lo que a la esencia clasista se refiere, Antonio Gramsci la definió como un espacio de confrontación social y lucha política, en el cual las clases dominadas pueden conquistar ciertas «posiciones».
La estructuración de las corrientes reformistas del movimiento obrero y socialista comienza en 1881 con la aparición del posibilismo francés, continúa en 1884 con el surgimiento del fabianismo inglés, adquiere mayor connotación a finales de esa década cuando brota una tendencia reformista en el Partido Socialdemócrata Alemán -que era entonces el abanderado del marxismo en el mundo- y se complementa, pocos años más tarde, cuando en las filas socialdemócratas alemanas también aparece el revisionismo. La ruptura definitiva entre las corrientes reformistas y las corrientes revolucionarias del movimiento socialista se inicia con la Primera Guerra Mundial (1914‑1918) -cuando los revolucionarios se oponen a esa conflagración, mientras los reformistas apoyan la participación en ella de sus respectivos gobiernos, lo que provoca la crisis terminal de la II Internacional-, y culmina a raíz del triunfo de la Revolución Rusa de Octubre de 1917, en contra de la cual los partidos socialdemócratas se suman a las fuerzas políticas de la burguesía.
El reformismo alcanza su mayor intensidad durante la segunda posguerra (1945‑1969) en un grupo de países del norte europeo, como consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas del capital estimulado por la reconstrucción de Europa Occidental y la carrera armamentista, combinado con la necesidad de presentar una imagen «democrática» y «redistributiva» del capitalismo como soporte de la Guerra Fría. Sin embargo, las condiciones económicas que impulsaban a la reforma progresista del capitalismo desaparecen con la crisis integral de ese sistema iniciada en la década de mil novecientos setenta, que desencadena la reestructuración neoliberal. Por su parte, las condiciones políticas del reformismo desaparecen a principios de la década de mil novecientos noventa, cuando el derrumbe de la URSS elimina la necesidad de dotar al capitalismo de un «rostro humano» en función de la competencia política e ideológica con el socialismo.
La estrategia de la revolución social parte de que las contradicciones de clase son inconciliables, por lo que es preciso derrocar al Estado burgués y construir, en su lugar, un Estado de obreros, campesinos y demás sectores sociales dominados y explotados por la burguesía. A partir del análisis de la situación europea de mediados del siglo XIX, Marx y Engels estimaron que la revolución comunista sería protagonizada por el proletariado de las naciones más industrializadas de Europa. Si bien este es el concepto original, el propio marxismo nos ofrece las herramientas teóricas para comprender las razones por las cuales esa tesis no se verificó en la práctica. En sus estudios sobre Inglaterra, Marx y Engels identifican a la aristocracia obrera, «contenta con forjar ella misma las cadenas de oro con las que le arrastra a remolque la burguesía»,[2] como un producto social del desarrollo capitalista sustentado en los avances de la industria y la explotación del mundo colonial, semicolonial y neocolonial, que conspira contra la unidad y combatividad de la clase obrera.
La era de la revolución socialista se abre en Rusia, en Octubre de 1917, cuando Lenin y el Partido Bolchevique rompen «el eslabón más débil de la cadena», convencidos de que ese acontecimiento sería el anticipo de una revolución mundial que tendría su centro en Alemania, pero la república soviética debió aferrarse por más de un cuarto de siglo a la construcción del «socialismo en un solo país». En la posguerra era lógico que el eslabón más débil de la cadena se desplazara hacia el mundo subdesarrollado. En China, Corea y Vietnam, la revolución anticolonialista era también de carácter socialista. Por su parte, en Cuba, poco después de la victoria, la revolución asumía públicamente identidad y objetivos socialistas. Aunque, en la mayoría de los casos, los eslabones más débiles de la cadena que se quiebran durante la posguerra en el mundo colonial no adoptan una definición socialista, puede afirmarse que, en sentido general, las luchas de liberación nacional se inscriben en la historia de la revolución social como rupturas del sistema de dominación imperialista.
Las luchas de liberación nacional en Asia, África y América Latina llegan al clímax en los años setenta y principios de los ochenta. En Asia, en los setenta se produce la derrota del imperialismo norteamericano en Vietnam, hecho que repercute en todo el sudeste asiático. En África, resalta la independencia de las colonias portuguesas, en particular, el rechazo -con ayuda de Cuba- a la invasión sudafricana contra la naciente República Popular de Angola,[3] lo cual crea una correlación de fuerzas en el Cono Sur Africano a favor de la liberación de Zimbabwe y Namibia, unidas al desmantelamiento del régimen del apartheid en la propia África del Sur. En América Latina y el Caribe, se produce la conquista del gobierno por parte del Movimiento de la Nueva Joya en Granada y el triunfo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, ambos en 1979. A partir de ese momento, se intensifica la lucha insurgente en El Salvador y Guatemala.
Para revertir la erosión de su poderío político y económico mundial, durante la presidencia de Ronald Reagan (1981‑1989), el imperialismo norteamericano emprende una estrategia de desgaste sistemático contra la URSS basada en la intensificación de la carrera armamentista, el estimulo a las contradicciones entre ese país y China, y la aplicación de una política destinada a desgajar a los países de Europa Oriental del Bloque Socialista. El desgaste de la URSS fue complementado por la labor de zapa realizada por la primera ministra británica Margaret Thatcher, a partir de la elección de Mijail Gorbachov como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), quien inició el «desmontaje» del socialismo por medio de un proceso denominado perestroika. Además de esa estrategia antisoviética, Reagan endureció la política hacia sus aliados de Europa Occidental y Japón, e incrementó la amenaza y el uso de la fuerza en todas las regiones del Sur.
La estrategia de Reagan surtió efecto poco después de concluido su mandato. Durante la presidencia de su sucesor, George H. Bush, en diciembre de 1989, se produjo la caída del Muro de Berlín -que abrió paso a la restauración capitalista en Europa Oriental- y, en diciembre de 1991, se consumó el derrumbe de la propia Unión Soviética. Concluía así la llamada bipolaridad mundial, inaugurada en octubre de 1917 con el triunfo de la Revolución Bolchevique en Rusia y consolidada a partir de 1945 con el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, que favoreció el surgimiento del Campo Socialista. Con el fin de la bipolaridad, desde finales de la década de mil novecientos ochenta desaparecían, a corto y mediano plazo, los elementos de característicos de una situación revolucionaria que se habían manifestado en la posguerra en una gran parte del Sur.
La reforma y la revolución en América Latina durante las primeras ocho décadas del siglo XX
En virtud de la difusión de las ideas provenientes de Europa -entre otras vías mediante la migración de obreros con trayectoria de lucha sindical y política-, a finales del siglo XIX comienzan a arraigarse en América Latina y el Caribe las corrientes anarquistas, reformistas y revolucionarias. A diferencia del «Viejo Continente» -donde en ciertos países y períodos existieron condiciones favorables a la reforma social progresista del capitalismo-, en Latinoamérica y el Caribe esta estrategia fue mucho más débil y desnaturalizada. Es cierto que en algunas de las naciones latinoamericanas donde más avanzó la acumulación desarrollista de capitales -cuyo auge se registra entre 1929 y 1955- se aplicaron ciertas políticas de reforma social favorables al proletariado organizado y la clase media urbana -como las del cardenismo en México (1934‑1940) y el peronismo en Argentina (1946‑1955)-,[4] pero, a mediano y largo plazo, lo que predominó fue el clientelismo, es decir, la promoción por parte de las burguesías nacionales de sindicatos y otras organizaciones sociales «amarillas», que recibían privilegios a cambio de dividir a la clase obrera y otros sectores populares. En cualquier caso, vale apuntar que en ningún país latinoamericano o caribeño existía un desarrollo económico y social que permitiera la conformación de un movimiento comparable con la socialdemocracia europea.
En las páginas de la revolución social latinoamericana y caribeña del siglo XX, resaltan la Revolución Mexicana (1910‑1917), la sublevación campesina salvadoreña dirigida por Farabundo Martí (1932), la República Socialista implantada en Chile por el coronel Marmaduke Grove, la revolución de los estudiantes y sargentos ocurrida en Cuba tras la caída del dictador Gerardo Machado (1933), la gesta en Nicaragua del «Pequeño Ejército Loco» que concluyó con el asesinato del general Augusto C. Sandino (1934), la lucha independentista en Puerto Rico liderada por Pedro Albizu Campos, y el pronunciamiento armado de la Alianza Nacional Libertadora de Brasil, organizado por Luiz Carlos Prestes (1945).[5]
El triunfo de la Revolución Cubana el 1ro de enero de 1959 marca el inicio del período más reciente de la historia de América Latina. A partir de ese acontecimiento, la política del imperialismo norteamericano se caracteriza por los intentos de destruir al primer Estado socialista del continente y el empleo de las dictaduras militares de «seguridad nacional» con el fin de contener la lucha popular en el resto de la región.[6] La represión desatada por las dictaduras de «seguridad nacional» no se limitó a aniquilar a las organizaciones revolucionarias que desarrollaban la lucha armada, sino se extendió a la destrucción de los partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones sociales de izquierda y, en muchos casos, también destruyó a fuerzas políticas y sociales de centro y de derecha. Esto es comprensible porque su función no era solo derrotar la «amenaza del comunismo», sino también de servirse de ella para arrasar los remanentes de las alianzas políticas y sociales de la etapa nacional‑desarrollista. Es conocido que no todos los países de América Latina y el Caribe fueron gobernados por dictaduras militares en ese período, pero a estas alturas resulta innecesario fundamentar que ellas sentaron las pautas de la reestructuración neoliberal aplicada a partir de finales de la década de los setenta en todo el subcontinente.
El período de las dictaduras militares de «seguridad nacional» se inicia con el golpe de Estado de 1964 en Brasil contra el presidente Joao Goulart, y concluye en 1990 con el restablecimiento de la democracia burguesa en Chile. Durante tres décadas (1959‑1989) se mantuvo viva en América Latina y el Caribe la lucha entre las fuerzas nacionalistas, progresistas y revolucionarias, y las fuerzas proimperialistas y contrarrevolucionarias. Entre otros acontecimientos, vale destacar que durante ese período se produjeron: la gesta heroica del Comandante Ernesto Che Guevara en Bolivia (1967); los golpes de Estado de Juan Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos en Panamá (1968); el golpe de Estado en Bolivia de Juan José Torres (1970); el triunfo del gobierno de la Unidad Popular en Chile encabezado por Salvador Allende (1970); el triunfo del Movimiento de la Nueva Joya en Granada (1979), y el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua (1979).[7]
En virtud de la acción represiva del imperialismo y sus aliados en la región, y de las debilidades y errores de sus protagonistas, fueron destruidos todos los procesos políticos de orientación popular iniciados en América Latina y el Caribe con posterioridad al triunfo de la Revolución Cubana, tanto de carácter revolucionario como reformista. Merecen destacarse el golpe de Estado que en 1973 derrocó al gobierno constitucional chileno de Salvador Allende; la invasión, militar estadounidense que sesgó la vida en 1984 a la Revolución Granadina, y la llamada Guerra de Baja Intensidad que provocó la derrota de la Revolución Popular Sandinista en las elecciones de febrero de 1990. Con este último acontecimiento, se inició la reestructuración del sistema de dominación continental del imperialismo norteamericano.
El sistema de dominación del imperialismo norteamericano en América Latina y el Caribe
Desde su independencia en 1776, los Estados Unidos se dedicaron a expandirse por medio el despojo de los pueblos indígenas y la anexión de los territorios de América del Norte colonizados por potencias europeas, en particular por España y Francia. Si bien la conformación de la masa territorial estadounidense concluyó con la compra de Alaska (1867) y la incorporación de Hawai (1900), tras cumplir el «destino manifiesto» de extenderse hasta el Océano Pacífico -legitimado por el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1948- y de imponerle en 1853 a México una última cesión de territorios mediante la llamada compra de Gadsen, en ese último año se detuvo la política de «frontera móvil» que practicó durante casi ocho décadas. A partir de entonces, la resistencia de México y Centroamérica, unida a la oposición británica, le impidieron anexarse nuevos territorios, por lo que la ampliación de su dominación prosiguió mediante el neocolonialismo, modalidad en la cual la independencia de la neocolonia esconde su subordinación política y dependencia económica respecto a la metrópoli.
Entre 1853 y 1929, el imperialismo norteamericano expande su control sobre México, Centroamérica, la franja norte de Sudamérica y las naciones independientes del Caribe, mientras Gran Bretaña ejerce la suya en las colonias caribeñas que aún conservaba y la mayor parte de América del Sur. Esa división de esferas de influencia se mantiene hasta que la Gran Depresión (1929‑1933) provoca la quiebra del sistema neocolonial británico y abre el camino a los Estados Unidos hacia el resto de Sudamérica. No obstante, el afianzamiento de la hegemonía estadounidense en el continente solo se completa con el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, a partir del cual ese país emerge como la primera potencia imperialista del planeta y emplea la Guerra Fría como pretexto para imponer gobiernos dóciles a sus dictados en toda la región.
Aunque la fuerza siempre fue el principal recurso utilizado por los Estados Unidos para dominar a América Latina y el Caribe, desde finales del siglo XIX empezó a construir el denominado Sistema Interamericano, con el fin de complementar sus acciones de fuerza con la aceptación por parte de los gobiernos latinoamericanos y caribeños de un conjunto de valores, normas y compromisos que los hacen copartícipes de la dominación ejercida sobre ellos. Ese fue el principal objetivo de la Primera Conferencia Internacional Americana de 1889‑1890. La también llamada Conferencia de Washington creó la Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas, poco después transformada en la Unión Panamericana. Sin embargo, solo fue a raíz del desenlace de la Segunda Guerra Mundial (1939‑1945) y el despliegue de la Guerra Fría (1946) cuando logró crear un verdadero sistema de dominación continental, con la suscripción, en 1947, del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la fundación, en 1948, de la Organización de Estados Americanos (OEA). Esos mecanismos regionales se sumaron a la Junta Interamericana de Defensa (JID), que había sido constituida en 1942. La JID, el TIAR y la OEA fueron complementados, en la década de mil novecientos sesenta, por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
El imperialismo norteamericano utilizó su propia invasión a Guatemala en 1954 -que derrocó al gobierno de Jacobo Arbenz- con el propósito de sustituir el principio de no intervención por el derecho de intervención en el Sistema Interamericano. Lo mismo hizo a raíz del triunfo de la Revolución Cubana, a la cual excluyó de dicho sistema en la reunión de Punta del Este (1962). En sentido análogo, el gobierno de los Estados Unidos utilizó a la OEA en 1965 para encubrir su intervención militar en República Dominicana como una acción «colectiva». Sin embargo, desde ese momento, la OEA quedó relegada a planos secundarios y las dictaduras militares de «seguridad nacional» se convirtieron en el principal instrumento de la dominación imperialista en la región, mientras. En particular, durante la presidencia de Ronald Reagan, su apoyo a Gran Bretaña en la Guerra de las Malvinas, su proclividad a la intervención en Centroamérica y su política draconiana frente al estallido de la crisis de la deuda externa, colocaron al Sistema Interamericano en el punto más bajo de su historia. No es casual que en ese período surgiesen mecanismos alternativos de concertación política entre naciones latinoamericanas, como el Grupo de Contadora y el Grupo de Apoyo a Contadora.
Después de ejercer la vicepresidencia de los Estados Unidos durante los dos mandatos de Ronald Reagan, al asumir el gobierno, en enero de 1989, George Herbert Bush se coloca en posición de cosechar los frutos de la política de fuerza de su predecesor. Reagan concluyó la «pacificación» de América Latina iniciada en 1964, pero lo hizo al precio de una agudización sin precedentes de las contradicciones con las élites de la región. Tan grave fue el deterioro de las relaciones con los gobiernos latinoamericanos, que le impidió pasar a la fase de negociación/imposición de una cobertura institucional para legitimar los cambios impuestos por la fuerza en el sistema de dominación. Esa fue la misión que le correspondió a Bush.
A la llamada reforma del Sistema Interamericano le antecedieron tres décadas durante las cuales, por medio de las dictaduras militares de «seguridad nacional» o de gobiernos civiles autoritarios, fue destruida una gran parte del movimiento popular y de izquierda, desarticulado el sistema de alianzas sociales y políticas establecido durante el período nacional‑desarrollista, y transformado el Estado latinoamericano -hasta entonces dedicado a la protección y el fomento del mercado interno- en el principal agente de la desnacionalización. Con esos propósitos, en 1964 el presidente Lyndon Johnson abandonó la «prédica» estadounidense sobre la «democracia representativa» y proclamó que prefería contar con «aliados seguros» en América Latina y el Caribe (Doctrina Johnson). Veinticinco años después, a expensas de un costo humano de más de cien mil muertos, además de decenas de miles de torturados, presos y exiliados, George H. Bush era el encargado de retomar el culto a la «democracia» y los «derechos humanos», con vistas a institucionalizarlo como pilar político e ideológico de un grado superior de subordinación de América Latina y el Caribe a los dictados del imperialismo.
A raíz del cambio en la configuración estratégica del mundo, durante la presidencia de George H. Bush (1989‑1993), el gobierno estadounidense inició una reestructuración del sistema de dominación continental dirigida a recrudecer el bloqueo contra Cuba y profundizar su control sobre el resto de América Latina y el Caribe. Esa reestructuración comenzó tras la invasión a Panamá (diciembre de 1989), la derrota electoral del Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua (febrero de 1990) y el restablecimiento de la democracia burguesa en Chile (marzo de 1990). Con la destrucción de los restos del proceso nacionalista panameño, la derrota de la Revolución Popular Sandinista y la consumación de los objetivos de la dictadura de Pinochet -la única dictadura militar de «seguridad nacional» que aún subsistía-, el imperialismo completó la acumulación de premisas para construir una red de mecanismos de dominación política, económica y militar concebida complemento del esquema de «democracia neoliberal» que ya venía imponiendo en la región.
Una vez concluida la «pacificación» de América Latina, el imperialismo reemprendió el perfeccionamiento del Sistema Interamericano que había interrumpido en 1965. Los pilares fundamentales de esa reestructuración son: la afirmación de la «democracia representativa» como «única forma de gobierno legítima en el continente americano» (pilar político); el inicio de un proceso de negociación/imposición de un Área de Libre Comercio de las Américas y de Tratados de Libre Comercio bilaterales y subregionales (pilar económico), y el aumento de la presencia militar estadounidense en América Latina y el Caribe, y de su control sobre las fuerzas armadas de la región (pilar militar).
Como parte de ese proceso, todos los foros, acuerdos y mecanismos regionales y subregionales latinoamericanos asumieron la llamada cláusula democrática, que prohíbe la pertenencia de países en los que no impere la «democracia representativa» (entiéndase en sistema político capitalista). Los objetivos de este andamiaje son: recrudecer la política de bloqueo y aislamiento contra la Revolución Cubana; establecer un pacto transnacional entre las élites de la región destinado a evitar el triunfo de nuevas revoluciones o procesos políticos populares, e implantar un mecanismo para reencauzar por vías constitucionales los conflictos interburgueses que pongan en riesgo al sistema de dominación.
A quince años de su inicio, ¿qué balance hacemos de la reestructuración del sistema de dominación continental del imperialismo norteamericano?
Los acontecimientos ocurridos entre 1989 y 2005 permiten identificar cuatros procesos relacionados entre sí: el primero es el perfeccionamiento del sistema continental de dominación imperialista; el segundo es que ese perfeccionamiento de la dominación agrava la crisis política, económica y social que azota a la región; el tercero es que el agravamiento de la crisis estimula el auge de las luchas populares reivindicativas, y el cuarto es que la nueva situación obliga a la búsqueda de alternativas políticas por parte de la izquierda latinoamericana y caribeña.
Lucha social y lucha política en América Latina a partir de la década de mil novecientos noventa
Existe una relación indisoluble entre la lucha social y la lucha política de la izquierda. Por supuesto, esa relación tiene características singulares en cada momento y lugar. En América Latina, los movimientos populares tuvieron un protagonismo indisputable en el período 1964‑1989. Eso obedece a que, después de la represión inicial desatada por las dictaduras militares de «seguridad nacional», fueron ellos los que lograron abrir ciertos espacios de lucha, mientras los partidos los movimientos políticos de izquierda todavía estaban sometidos a una represión que, en muchos casos, provocó su desarticulación.
A contracorriente de la avalancha neoliberal, entre los años ochenta y los noventa, los denominados nuevos movimientos populares actúan, por una parte, como refugio de dirigentes y activistas de izquierda desencantados con sus experiencias políticas, o frustrados por la imposibilidad de hacer cambios estructurales y, por otra, como medio de incorporación, formación y organización de las jóvenes generaciones de luchadores. En países como Brasil, México y Uruguay, esos movimientos fueron activos promotores de los partidos y movimientos políticos en ascenso, que trataban de adecuar a las nuevas condiciones la práctica histórica de combinar la protesta social con la lucha electoral. Con este antecedente, es lógico que el protagonismo de los movimientos populares se multiplique en años recientes, al menos, por cuatro razones: primera, porque adquirieron vida y razón propia de ser; segunda, porque la crisis socioeconómica se agudizó en extremo; tercera, porque la disgregación fomentada por el neoliberalismo debilita a los sindicatos y otras formas tradicionales de organización social, y cuarta, porque la democracia neoliberal impide a los partidos cumplir, incluso en la medida limitada en que antes lo hacían, la función de intermediar entre el Estado burgués y la sociedad.
Varios factores determinan la complejidad de la relación entre movimientos populares y partidos políticos de izquierda en América Latina, entre los que resaltan: la diversidad y la heterogeneidad de los movimientos populares, en su mayoría conformados en torno a un eje único o principal, que en ocasiones no acopla con la integración multitemática de los partidos; la reducida capacidad de los partidos y movimientos políticos de izquierda de arrancar concesiones al Estado neoliberal; el rechazo a «la política» y «los partidos» inducido por los centros de dominación imperialista; los traumas provocados por la manipulación del movimiento popular en función de objetivos de corto plazo de muchas organizaciones de izquierda, y el alejamiento de algunos partidos de izquierda de sus bases sociales, con la esperanza de alcanzar metas electorales en función de las cuales están dispuestos a respetar el statu quo neoliberal.
Como demuestra el derrocamiento de los presidentes Carlos Andrés Pérez en Venezuela (1993), Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005) en Ecuador; Fernando de la Rúa (2001) y sus sucesores inmediatos en Argentina, y Gonzalo Sánchez de Losada (2003) y Carlos Mesa (2005) en Bolivia, en ciertas circunstancias, los movimientos populares latinoamericanos son capaces de provocar la caída de gobiernos neoliberales. Sin embargo, en ninguno de esos casos la caída del gobierno neoliberal condujo a su sustitución por uno popular. Solo en Venezuela y Bolivia, los dos países de ese grupo donde surgieron liderazgos de izquierda capaces de acumular políticamente, la crisis creó las condiciones para el triunfo de candidatos presidenciales representativos de los sectores populares: Hugo Chávez triunfó en Venezuela un ciclo electoral (de cinco años) después de la defenestración de Pérez, y Evo Morales lo hizo en Bolivia en los comicios efectuados seis meses después de la renuncia de Mesa. En ambos casos, se trata de triunfos políticos, obtenidos por líderes políticos, que fueron capaces de unir y encauzar la fuerza de los movimientos populares cuyos intereses representan.
Las polémicas históricas sobre el concepto de poder político y las formas de lucha para acceder a él se replantean hoy en América Latina, en virtud de los cambios en la configuración estratégica mundial. En las condiciones del mundo unipolar, dos elementos saltan a la vista en la región: el primero es que se desdibujan los elementos de la situación revolucionaria cuyo flujo y reflujo caracterizó el período 1959‑1989; el segundo es que, por primera vez en la historia, el imperialismo y sus aliados latinoamericanos adoptan una actitud casuística frente a los espacios conquistados por partidos de izquierda en gobiernos locales y estaduales, en legislaturas nacionales, e incluso, en los gobiernos de varios países. ¿Significa esto que en América Latina se cerró el camino de la revolución social y se abrió el de la reforma progresista del capitalismo? La respuesta es no.
Con la intervención militar en Panamá en diciembre de 1989, la derrota electoral de la Revolución Popular Sandinista en febrero de 1990 y el retorno a la democracia burguesa en Chile (único país que se mantenía gobernado por una dictadura militar de «seguridad nacional») en marzo de 1990, el imperialismo completó en lo esencial la «pacificación» de América Latina, iniciada tras el triunfo de la Revolución Cubana. En virtud de la nueva situación mundial, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) sustituyó en 1992 la lucha insurgente por la lucha política legal. Lo mismo hizo la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en 1996. Un camino similar transitaron varias guerrillas colombianas, entre ellas el Movimiento 19 de Abril (M‑19). En los años noventa, casi se extinguieron los restos de la lucha armada en el continente, menos en Colombia, donde actúan las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC‑EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Sin embargo, es improbable que el conflicto colombiano tenga un desenlace militar, ni a favor del gobierno ni de la insurgencia.
En los entretelones del desmoronamiento del socialismo europeo, el reflujo de las fuerzas revolucionarias y el restablecimiento de la institucionalidad democrático burguesa en los países gobernados por dictaduras militares, y como consecuencia de la agudización de la crisis económica y social, cuya manifestación principal fue el Caracazo de 1989,[8] en la segunda mitad de los años ochenta se abrieron espacios nunca antes vistos para la lucha electoral de la izquierda latinoamericana. No es casual que el fin de la bipolaridad y el reflujo de ola revolucionaria coincidieran con el mal llamado proceso de democratización. En la medida en que emergía el Nuevo Orden Mundial, que las organizaciones insurgentes desaparecían o se convertían en partidos políticos, y que el sistema de dominación socavaba la independencia de la región, el imperialismo norteamericano decidió sustituir la oposición a todo triunfo electoral de izquierda, por un modelo, en apariencia más flexible, de gobernabilidad democrática,[9] que impone tantas restricciones a la capacidad de decisión y acción soberana de los Estados, que ya el problema no es tanto quién ejerce el gobierno, sino que respete las «reglas del juego».
La gobernabilidad democrática promueve lo que Zemelman define como «alternancia dentro del proyecto», con otras palabras, un esquema de alternancia «democrática» entre las personas y los partidos que ejercen el gobierno, pero todos ellos sometidos a un proyecto neoliberal único, que no pueden sustituir ni modificar más allá de muy estrechos márgenes.[10] Sin embargo, la «alternancia dentro del proyecto» marcha hacia el fracaso porque provoca un efecto en cadena de acción y reacción: el «proyecto» agrava la crisis, la crisis potencia la lucha social y la lucha social ya comienza a acoplar con la lucha política de la izquierda, incluida su expresión electoral. Esa cadena amenaza con romper la camisa de fuerza impuesta por el imperialismo para anular el efecto de los triunfos de la izquierda latinoamericana.
Vale la pena mencionar el balance de triunfos y reveses de los candidatos presidenciales de izquierda entre 1988 y 2005. De veintisiete elecciones efectuadas en ese período en las que presentaron candidatos presidenciales de izquierda, estos últimos sufrieron diecinueve derrotas y obtuvieron ocho victorias. Las derrotas fueron: México, 1988, 1994 y 2002 (Cuauhtémoc Cárdenas, PRD); Brasil, 1989, 1994 y 1998 (Luiz Inácio Lula da Silva, PT); Uruguay, 1989 (Líber Seregni, FA); 1994 y 1999 (Tabaré Vázquez, FA); Nicaragua, 1990, 1996 y 2002 (Daniel Ortega, FSLN); Perú, 1990 (Henry Pease, Izquierda Unida); Venezuela, 1993 (Andrés Velásquez, Causa R); Colombia, 1994 (Antonio Navarro, AD‑M19); El Salvador, 1994 (Rubén Zamora, Convergencia), 1998 (Facundo Guardado, FMLN) y 2004 (Schafik Handal, FMLN) y Bolivia, 2002 (Evo Morales, MAS). Los triunfos fueron: Panamá, 1995 (Ernesto Pérez, PRD) y 2004 (Martín Torrijos, PRD); Venezuela, 1998 y 2001 (Hugo Chávez, MVR); Chile, 2000 (Ricardo Lagos, Concertación); Brasil, 2002 (Luiz Inácio Lula da Silva, PT), Uruguay, 2004 (Tabaré Vásquez, FA) y Bolivia, 2005 (Evo Morales, MAS).[11] Si consideramos que las elecciones de Lagos, Pérez Balladares y Torrijos derivaron en gobiernos de centroderecha, quedan veinticuatro elecciones, en las que se produjeron diecinueve derrotas y cinco victorias. Estas son las dos victorias de Hugo Chávez, una de Lula, una de Tabaré Vázquez y una de Evo Morales.
A partir del análisis de la relación entre dominación imperialista y lucha popular en el período 1988‑2005, concluimos que el factor predominante en la situación de América Latina sigue siendo el sistema de dominación continental impuesto para evitar o destruir cualquier intento de revolución social o reforma progresista. En virtud de ese sistema de dominación, Cuba enfrenta hoy un endurecimiento sin precedentes de la política de bloqueo y aislamiento, y los gobiernos de izquierda de Venezuela, Brasil, Uruguay y Bolivia están sujetos a las condiciones del esquema de «gobernabilidad democrática», que el imperialismo modifica, casi a diario, para que los presidentes Chávez y Morales no quepan bajo su «sombrilla legitimadora». No obstante, a pesar de que la injerencia y la intervención imperialista pueden ser las fuerzas predominantes en la región durante un largo período, y de que en ese período habrá avances y retrocesos del movimiento popular y de izquierda, podemos aseverar que ese sistema de dominación perdió la fuerza avasalladora de sus primeros años, y que ya da señales de agotamiento, entre ellas, las derrotas sufridas por el ALCA -en particular, en la Cumbre de Mar del Plata-, el estancamiento de varios tratados bilaterales o subregionales de libre comercio, el fracaso del Plan Colombia y la Iniciativa Regional Andina, la negativa de aceptar la presencia militar estadounidense -o de concederle inmunidad a sus tropas- por parte de varios gobiernos de la región, y la incapacidad del gobierno de los Estados Unidos de imponer a su candidato favorito en la Secretaría General OEA.
Al análisis dialéctico de las fortalezas y debilidades relativas del sistema de dominación imperialista, es preciso incorporar el balance de las luchas electorales de la izquierda. Cuando los planificadores de la política estadounidense decidieron imponer en América Latina la gobernabilidad democrática, lo hicieron convencidos de que dentro de ese esquema no cabría ningún gobierno que desafiara sus intereses. Como esa premisa no se verificó en la práctica, el imperialismo se vio obligado a actuar, de manera diferenciada, en tres escenarios:
– En Centroamérica, la subregión más sometida a sus dictados, el temor a que triunfen los candidatos presidenciales del FSLN en Nicaragua y el FMLN en El Salvador, lo lleva a una intromisión abierta en los procesos electorales de esos países, incluida la amenaza de repatriación masiva de inmigrantes y de interrupción de las remesas.
– En la región andina, los triunfos de Hugo Chávez en Venezuela y de Evo Morales en Bolivia se produjeron, a pesar de todos sus esfuerzos para impedirlos, porque la crisis política y el apoyo popular a los candidatos de izquierda eran tan grandes que no pudo evitarlos.
– En el Cono Sur y México, donde el PT de Brasil, el FA de Uruguay y el PRD de México enfatizan el respeto al sistema político‑institucional, no se opuso a las victorias de Lula y Tabaré -como es probable que tampoco lo haga a una eventual victoria de Andrés Manuel López Obrador-, a partir del cálculo de que puede encasillarlos dentro del esquema de alternabilidad dentro del proyecto.
Palabras finales
Los argumentos expuestos en este ensayo demuestran que en América Latina no se produjo -ni se está produciendo- un proceso de democratización, ni una apertura de espacios a la reforma progresista del capitalismo, sino la imposición de un nuevo concepto de democracia, la democracia neoliberal, capaz de «tolerar» a gobiernos de izquierda, siempre que se comprometan a gobernar con políticas de derecha. Otra cosa es que el agravamiento de la crisis del capitalismo latinoamericano, y la acumulación social y política alcanzada en algunos países por la izquierda, le permita a esta última conquistar espacios institucionales no previstos por el imperialismo, y utilizarlos de maneras que violentan, en mayor o menor medida, las premisas de la «gobernabilidad democrática».
La historia enseña que la reforma progresista del capitalismo solo prosperó en aquellos lugares y momentos en que fue compatible con el proceso de reproducción del capital. Esa compatibilidad no existe hoy, ni en América Latina, ni en ninguna otra región del mundo. Puede argumentarse que, a raíz del agravamiento de las contradicciones del capitalismo, es imposible que esa compatibilidad vuelva a presentarse. De esta realidad se deriva que, tarde o temprano, el contenido popular y la «envoltura» capitalista de los procesos políticos desarrollados hoy por la izquierda latinoamericana entrarán en una contradicción insostenible: solo una transformación social revolucionaria, cualesquiera que sean las formas de realizarla en el siglo XXI, resolverá los problemas de América Latina.
* Roberto Regalado es dirigente del Partido Comunista de Cuba y uno de los principales nexos con la izquierda latinoamericana, participa activamente en los encuentros del Foro de Sao Paulo. El documento que se publica es la ponencia presentada el 4 de diciembre 2005 en la Conferencia de Estudios Americanos organizada por el Centro de Estudios sobre América, La Habana, Cuba, (actualizada en enero 2006 para incluir la elección de Evo Morales como presidente de Bolivia). La ponencia presenta las ideas centrales del libro de Regalado titulado «América Latina entre siglos: dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de izquierda», de próxima edición por Ocean Press. El documento también sera publicado en el próximo número de la revista «Cuadernos de Nuestra América», del Centro de Estudios sobre América (CEA) de Cuba.
Notas
[1] Rosa Luxemburgo precisa que «quien para transformar la sociedad se decide por el camino de la reforma legal, en lugar y en oposición a la conquista del Poder, no emprende, realmente, un camino más descansado, más seguro, aunque más largo, que conduce al mismo fin, sino que, al propio tiempo, elige distinta meta: es decir, quiere, en lugar de la creación de un nuevo orden social, simples cambios no esenciales, en la sociedad ya existente». Rosa Luxemburgo. Reforma Social o Revolución y otros escritos contra los revisionistas, Distribuciones Fontamara S. A., México, D. F., 1989, pp. 119‑120.
[2] Carlos Marx. «Trabajo asalariado y capital», O. E. (en tres tomos), t.1, Editorial Progreso, Moscú, 1973, pp. 169‑171.
[3] Ver: Piero Gleijeses. Misiones en conflicto: La Habana, Washington y África 1969‑1976, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2002.
[4] Los procesos de reforma social progresista del capitalismo latinoamericano que se produjeron en ese período, casi todos liderados por burguesías desarrollistas, fueron: en Colombia, los gobiernos de Enrique Olaya (1930‑1934) y Alfonso López Pumarejo (1934‑1938 y 1942‑1946); en México, el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934‑1940) y el de Miguel Ávila Camacho (1941‑1946); en Chile, el gobierno del Frente Popular encabezado por Pedro Aguirre (1938‑1942) y el de la Alianza Democrática presidido por Juan Antonio Ríos (1942‑1946) y, en Costa Rica, los gobiernos de Ángel Calderón (1940‑1944) y Teodoro Picado (1944‑1948). Por su parte, entre los proyectos populistas resaltan: en Brasil, el gobierno de Getulio Vargas (1930‑1945) y, en Argentina, el golpe de Estado de 1943 a partir del cual adquiere relevancia Juan Domingo Perón, electo a la presidencia en 1946. En 1944 es derrocada en Guatemala la dictadura de Juan José Ubico y, poco después, se abre la etapa de los gobiernos antimperialistas encabezados, respectivamente, por Juan José Arévalo (1945‑1950) y Jacobo Arbenz (1951‑1954). Ver: Luis Suárez. Madre América: un siglo de violencia y dolor [1898 – 1989], Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2004, pp. 148‑173.
[5] Ver: Ibíd., pp. 133‑148. Ver también: Sergio Guerra. Etapas y procesos en la historia de América Latina, Centro de Información para la Defensa, La Habana, s/f, p. 40, y Sergio Guerra. Historia Mínima de América Latina, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 2003, p. 253.
[6] A las dictaduras militares de «seguridad nacional» se les conoce también como dictaduras de «tercera generación», porque son un esquema diferente a las dictaduras caudillistas que brotan de la debilidad de las recién surgidas repúblicas latinoamericanas tras la independencia de España y Portugal, y también diferente a las dictaduras creadas por el imperialismo norteamericano en América Central y el Caribe en las primeras décadas del siglo XX. La dictadura militar de «nuevo tipo», que impera en América Latina entre las décadas de mil novecientos sesenta y ochenta, tiene un carácter institucional y está concebida para ejercer el poder de las armas como el único capaz de imponer en la región la reestructuración política, económica y social que el imperialismo norteamericano necesita para afianzar su sistema de dominación continental.
[7] Ver: Luis Suárez, ob. cit., p. 256.
[8] El caracazo fue un estallido popular ocurrido en la capital de Venezuela semanas después del inicio del segundo mandato presidencial de Carlos Andrés Pérez, a raíz de la aplicación de un «paquetazo» de medidas económicas que incluyó el alza de los precios de los combustibles.
[9] El concepto de gobernabilidad (governance) tiene su origen en el informe publicado en 1975 por la Comisión Trilateral, integrada por empresarios, políticos y científicos sociales de los Estados Unidos, Europa Occidental y Japón, preocupados por la erosión del poderío imperialista ocurrida desde finales de la década de mil novecientos sesenta. La gobernabilidad no fue concebida como una forma de democracia sino como un modelo de control social, destinado a revertir «los excesos democráticos» y el «igualitarismo» que entorpecían la concentración de la riqueza. El culto a la gobernabilidad, rebautizada como gobernabilidad democrática y convertida en engranaje del sistema de dominación continental, se generalizó en América Latina en los años noventa como panacea capaz de evitar la crisis política, sin atender a sus causas económicas y sociales.
[10] «Lo que estamos viendo en este momento en América Latina es que la democracia abierta a la alternancia de proyectos, de la cual Allende fue un ejemplo, se está cerrando. Por el contrario, existe un sistema democrático impulsado desde los mismos organismos transnacionales como el Banco Mundial, el mismo Fondo Monetario Internacional y ni qué hablar del Departamento de Estado, que están interesados en una alternancia, por lo tanto, en un juego de mayoría y minoría pero al interior de los parámetros de un proyecto único e innegociable, y que se identifica con la democracia; de manera que cualquier idea de alternancia de proyectos es calificada de antidemocrática por democrática que sea». Hugo Zemelman. «Enseñanzas del gobierno de la Unidad Popular en Chile». En: Gobiernos de izquierda en América Latina: el desafío del cambio (Beatriz Stolowicz, coordinadora), Plaza y Valdés Editores, México D. F., 1999. pp. 35‑36.
[11] Esos datos no incluyen al Caribe de habla inglesa donde en este período fueron electos gobiernos progresistas en Guyana, Dominica y Santa Lucía.