Parlamentarismo: En su «Teoría de la Constitución» Carl Schmitt describe la evolución del parlamentarismo desde una situación de partida en la que «El Parlamento representa a toda la nación como tal y emite por ello, en discusión y acuerdo públicos, leyes, es decir, normas generales». Para esta situación de partida, «la publicidad de las deliberaciones […]
Parlamentarismo: En su «Teoría de la Constitución» Carl Schmitt describe la evolución del parlamentarismo desde una situación de partida en la que «El Parlamento representa a toda la nación como tal y emite por ello, en discusión y acuerdo públicos, leyes, es decir, normas generales». Para esta situación de partida, «la publicidad de las deliberaciones es el nervio de todo el sistema», y «se garantiza mediante prescripciones de la ley constitucional». Así lo sancionaba la Constitución alemana de la República de Weimar, en su artículo 29: «El Reichstag delibera públicamente». Pero el fundamento racionalista del parlamentarismo, según el cual de la discusión, o como dicen ridículamente, del «contraste de pareceres», surgiría la verdad, ha quedado por completo desacreditado por la práctica moderna de las partidocracias, que no escapaba, ya en 1928, a la aguda mirada del jurista alemán: «El Parlamento, en la mayor parte de los Estados, no es ya hoy un lugar de controversia racional donde existe la posibilidad de que una parte de los diputados convenza a la otra y el acuerdo de la Asamblea pública en pleno sea el resultado del debate (…) La posición del diputado se encuentra fijada por el partido (…) Las fracciones se enfrentan unas a otras con una fuerza rigurosamente calculada por el número de mandatos (…) Las negociaciones en el seno del Parlamento, o fuera del Parlamento, en las llamadas conferencias interfraccionales, no son discusiones sino negociaciones; la discusión oral sirve aquí a la finalidad de un cálculo recíproco de la agrupación de fuerzas e intereses. El privilegio de la libertad de discurso (inviolabilidad) perdió con esto sus supuestos. (…) El Parlamento se convierte en una especie de autoridad que decide en deliberación secreta y que anuncia el resultado del acuerdo en forma de votación en una sesión pública».
Si el carácter público de las deliberaciones asamblearias se entiende como componente sustancial de la democracia, -por muchas definiciones que admita un término tan propenso a confusiones y manipulaciones, no parece que en ese aspecto pueda haber dudas-, entonces la práctica moderna del parlamentarismo, que permite vulnerar la exigencia de publicidad, mediante las oscuras transacciones del consenso a puerta cerrada entre los jefes de las respectivas facciones enfrentadas, queda, por vía negativa, perfectamente asimilada a un procedimiento dictatorial, reforzado, en el mejor de los casos, por la aclamación de las masas: clamor siempre necesario para una dictadura.
Régimen de listas: Es necesario, sin embargo, unir al apunte de Schmitt una cuestión sustancial como la del sistema electoral, muy directamente relacionada con la tara que aquí se aborda. La discusión sobre la conveniencia de adoptar un sistema u otro parece moverse dentro de las diferencias cuantitativas entre sistemas de listas, cerradas o abiertas, es decir, sistemas proporcionales: los partidos políticos han logrado centrar el foco de la opinión pública en la cuestión de la mayor o menor proporcionalidad del sistema electoral, renunciando a poner en entredicho la idea misma de proporcionalidad como el verdadero núcleo del problema. Ya Max Weber señaló que «el sistema de representación proporcional tendrá como efecto la creación de un parlamento apolítico sin espacio para el liderazgo». Dicho sistema convierte indefectiblemente a los diputados en delegados de los partidos políticos a sueldo del Estado, dispuestos a obedecer las instrucciones cursadas por los respectivos jefes de filas, es decir, dispuestos a sujetarse a la tan encarecida «disciplina de partido», que en las democracias anglosajonas, es decir, aquellas que desconocen el sistema proporcional y se han decantado por el sistema mayoritario uninominal de distritos electorales, sería una completa aberración. Sería ocioso, a este respecto, comparar lo acontecido en Reino Unido y España en la gestión de la última guerra de los Estados Unidos contra Irak: el abandono al que un grupo de diputados del Partido Laborista sometió a Tony Blair aquí sería impensable. En lugar de ello, los diputados del Partido Popular se plegaron con absoluta fidelidad a las instrucciones del presidente José María Aznar mientras decenas de miles de manifestantes invadían las calles: los parlamentarios sabían a quien debían obediencia. Disciplina de voto que, dicho sea de paso, solo puede reforzar el descontrol del poder y la inseparación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, tal y como, por lo demás, es característica definitoria del parlamentarismo.
Elecciones autonómicas: En la «fiesta democrática» que acaba de transcurrir con total «normalidad», y en la que, conforme a la propaganda oficial, vascos y gallegos han vuelto a dar un notable ejemplo de «madurez» y «participación ciudadana», los electores han ido a depositar su «confianza» en la opción que han estimado oportuna. Confianza que, a su vez, será sesudamente utilizada por los partidos políticos con representación en las cámaras. Nadie lo explicaba mejor que el Presidente del Gobierno español en su última entrevista en Antena 3, en referencia a la situación en el Pais Vasco: «El Partido Socialista decidirá su política de pactos una vez que se conozca el resultado electoral». Lo cual no significa otra cosa más que el Partido Socialista, y por supuesto, todos los demás partidos, han reclamado la confianza previa de los electores para acudir bien pertrechados de munición al proceso de negociaciones que se avecina. No se trata de limitar las opciones de antemano, pues eso exigiría un compromiso firme ante los votantes con los principios defendidos en la campaña electoral: estos principios son ya bastante elásticos como para preparar el terreno del consenso que está por venir. Tal grado de transparencia sería radicalmente incompatible con el «normal funcionamiento de las instituciones democráticas» por el cual, según el presidente, hay que esperar a conocer la composición de la cámara para que los electores sepan como los partidos van a administrar la confianza otorgada. Sería, sin embargo, mucho más preciso, que donde dijo «instituciones democráticas» hubiera dicho «parlamentarismo partidocrático»: sólo en un régimen en el cual los diputados electos del Poder Legislativo nombran al Poder Ejecutivo siguiendo las instrucciones cursadas por los jefes de filas cabe este atropello por el cual los partidos se arrogan y usurpan a la ciudadanía la facultad de elegir y deponer gobiernos de forma directa, sin sujetarse a la aprobación parlamentaria, como exigiría el más elemental principio de la separación de poderes. Cuando algunos dirigentes se quejan del al parecer desmesurado poder alcanzado en el extinto «gobierno bipartito» gallego por la tercera fuerza política del país, cuando sostienen incongruencias tales como que «lo democrático sería que gobernase la lista más votada», están haciendo un discurso presidencialista dentro de un régimen que no lo es; están apelando a una separación entre Ejecutivo y Legislativo inexistente. Los ciudadanos no votan para elegir gobierno alguno, sino para otorgar a los partidos políticos cuotas de poder en la cámara legislativa, que es la que, a su vez, designa al jefe de gobierno. Que, huelga decirlo, no tiene porque ser el candidato de la lista más votada. Y una vez designado el Ejecutivo, el sujeto de tal designación, o sea el Legislativo, queda subsumido y fagocitado por aquel. «Si no hubiera monarca y se confiara el poder ejecutivo a cierto número de personas del cuerpo legislativo, la libertad no existiría, pues los dos poderes estarían unidos, ya que las mismas personas participarían en uno y otro», sostiene Montesquieu. El cierre apresurado de la comisión de investigación sobre el caso de los espías en la Asamblea de Madrid, por decisión del propio gobierno investigado, ilustra bien el alcance y significado de las palabras de Montesquieu. Y si a ello se añade el hecho de que los pactos de gobierno no son competencia de los parlamentarios sino de sus jefes de filas, en negociaciones a puerta cerrada, -y de lo cual sería un ejemplo paradigmático las reuniones entre socialistas y populares para el pacto de gobierno vasco-, a la ya aludida vulneración de la separación de poderes consustancial al parlamentarismo se une entonces el atropello que con tanta precisión describe Carl Schmitt: «Tan pronto como se produce el convencimiento de que en el marco de la actividad parlamentaria lo que se desenvuelve a la luz del día es sólo una formalidad vacía y las decisiones recaen a espaldas de lo público (…) el Parlamento ha dejado de ser representativo de la unidad política del pueblo». En efecto, definiciones de democracia hay muchas. Pero allí donde no hay representación sino tan solo confianza, refrendo o aclamación, empieza a ser terriblemente difícil distinguir la democracia de un régimen caudillista comandado por los jefes de los partidos.