¿Sabías que fueron refugiados? ¿Qué tienen en común la gimnasta Nadia Comaneci, el psicoanalista Sigmund Freud y el futbolista George Weah? Todos ellos fueron refugiados obligados a abandonar sus hogares en medio del conflicto y la incertidumbre. ¿Y el bailarín Rudolph Nureyev, el director George Solti, el físico Albert Einstein y el estadista Henry Kissinger? Todos fueron exilados que realizaron notables contribuciones a sus lugares de adopción. Contémplalos antes de convertirse en refugiados mientras la actriz Marlene Dietrich canta el himno de la paz, «Where Have All the Flowers Gone?» UNHCR, Agencia de Refugiados de la ONU.
Uno de los videos publicitarios de la UNHCR (http://www.unhcr.ch/video/flowers.wmv), la agencia de refugiados de la ONU, muestra a niños de diversas nacionalidades. Cuando la cámara enfoca un primer plano de cada uno de ellos, un nombre de personalidad famosa aparece en pantalla: Freud, Einstein, Kissinger, Dietrich. El mensaje es claro, aparentemente. Algunos refugiados llegaron a ser importantes, alcanzaron metas grandes y aportaron notablemente a los países que les adoptaron. Como suele suceder con este tipo de mensajes, su verdadera cara se desvela al analizarlos a la inversa. Dadas esas premisas, también se puede deducir que la mayoría de los refugiados son personas normales que, en comparación con las grandes figuras, no aportan prácticamente nada. Su aceptación en el país de acogida sólo se justifica porque algunos de ellos, muy pocos, han llegado a diferenciarse de la gran masa mediocre e irrelevante. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría mostrar en las televisiones a los pocos que consiguieron salir de la condición miserable y postrada del refugiado?
En este mundo los pobres se ven obligados a huir del horror de su pobreza y tratan de penetrar en los países más ricos, donde existen sectores acomodados que, generalmente, no guardan simpatía alguna por ellos y se encuentran condicionados por medios de comunicación e instituciones que culpabilizan a la víctima. Aseguran que el refugiado es pobre y desahuciado porque se lo merece. Seguramente fue un holgazán en su país de origen, permitió la existencia de gobernantes corruptos o pertenece a culturas inferiores e incapaces de salir adelante por sí mismas. ¿Por qué debemos ayudarles en vez de dejarles que mueran como perros, como se ha hecho siempre? ¿Qué ganamos con mantenerlos? En este punto los astutos comunicadores de Naciones Unidas aportan una brillante respuesta. En la medida en que las apelaciones a la virtud son de una efectividad nula, utilicemos argumentaciones más prosaicas. Es habitual todavía señalar el trabajo duro y mal pagado que los inmigrantes realizan, como gigantescas castas globales, en los países con mayor renta. Pero incluso esta justificación ha perdido ya su efecto. Ver a ciudadanos de naciones desafortunadas limpiar la suciedad de los estratos privilegiados de naciones afortunadas se ha convertido en algo tan normal, tan natural, que difícilmente atrae más atención que el girar del tambor de la lavadora.
Es preciso envilecer todavía más el razonamiento, argumentarlo con los mismos valores que se quieren contrarrestar, aunque sean repugnantes para muchos de los que verdaderamente trabajan en contacto con refugiados. Lo mejor es recurrir al hecho probado de la existencia de diamantes en bruto entre la vasta chusma. Si permitimos que los inmigrantes limpien botas en nuestras calles, en vez de dejarlos agonizar en los campos de refugiados, con toda seguridad algún limpiabotas descubrirá una nueva teoría física, batirá un record mundial de atletismo o se sentará en el gobierno. Eso, naturalmente, contribuirá a que unos cuantos sean más ricos, lo único que verdaderamente importa y puede justificar la tolerancia ante las molestias que ocasiona la presencia de la multitud miserable y despreciable. Y una vez agotada esta línea de argumentación ¿cuál será la siguiente? Mejor no especular con ello.