Esta es la versión íntegra de una entrevista publicada en el número de julio-agosto de la revista Calle20 en el marco de un reportaje sobre la obra de Naomi Klein «La doctrina del shock»
–Al igual que Naomi Klein, aunque desde un punto de vista diferente y con un enfoque totalmente distinto, tú también has escrito bastante sobre las relaciones entre capitalismo y violencia. Según ella, sólo el capitalismo más fundamentalista, el neo-liberalismo de Milton Friedman, ha necesitado imponerse por la fuerza. Mi primera pregunta es sí estás de acuerdo con eso o si consideras que la violencia es inherente a toda clase de capitalismo. Si es así, ¿qué hace del capitalismo algo esencialmente violento?
Lo primero que hay que decir es que el libro de Naomí Klein, «La doctrina del shock», es excelente; es una extraordinaria lección de historia concreta que debería utilizarse en todos los colegios. Riguroso, pedagógico, estremecedor, documenta las intervenciones minuciosamente destructivas del neoliberalismo en los últimos 30 años. Ahora bien, Naomí Klein es una humanista neo-keynesiana no marxista y comete el error a mi juicio de interpretar el capitalismo como un conjunto de medidas económico-políticas y no como una relación estructural que impone límites muy precisos a lo que se puede y no se puede hacer dentro de él. Lo que se puede hacer dentro de él es -más o menos- seleccionar las víctimas, con arreglo al «cálculo de vidas» de Hayek. Lo que no se puede hacer dentro de él -por mucho que se pretendan controlar las fuerzas telúricas del mercado «libre»- es generalizar la democracia y el bienestar entre todas las naciones y todos los habitantes del planeta. Klein, creo, olvida dos datos importantes. El primero es el papel que jugó la Unión Soviética -su existencia misma- en el establecimiento de un Estado del Bienestar en los países capitalistas desarrollados tras la segunda guerra mundial; si el capitalismo impuso a la Unión Soviética la necesidad de copiar sus ritmos productivos, la Unión Soviética impuso al capitalismo europeo -y, en menor medida, estadounidense- la necesidad de cumplir limitadamente los sueños del socialismo. Pero eso sólo pudo hacerse en Europa, y sólo durante unos pocos años, a costa de los otros pueblos de la tierra. Porque el segundo dato que olvida Naomí Klein es que la violencia capitalista desatada sobre el mundo -con su lógica destrucción/reconstrucción permanente- no empieza con la escuela de Chicago y Milton Friedman ni con el golpe de estado en Chile en 1973. Por no remontarnos 500 años atrás, basta pensar en el larguísimo, sangriento e incompleto proceso de descolonización, abortado y revertido precisamente a través de monstruosas violencias a un tiempo militares y económicas.
Por lo demás, no creo que el capitalismo sea «especialmente» violento. Sí es intrínsecamente violento, pero no «especialmente» violento. Lo es lo justo, lo necesario, lo imprescindible. ¿Lo imprescindible para qué? Para seguir convirtiendo todo lo existente -seres humanos y recursos naturales- en más altas tasas de beneficio. El capitalismo produce pobreza y muerte, pero no es ese su objetivo. El capitalismo produce riqueza, placeres y remedios, pero no es ese tampoco su objetivo. Es precisamente esta indiferencia la que lo convierte, no en más cruel o más salvaje, pero sí en más peligroso y más potencialmente destructivo. Es de un misticismo aterrador: no reconoce límites -ni en la moral ni en la Naturaleza- y por lo tanto desprecia materialmente -minuto a minuto- tanto las resistencias antropológicas como las ecológicas. No porque sea especialmente violento sino porque ésa es la condición misma de su reproducción. No puede distinguir entre un niño y una máquina de coser, entre un río y un vertedero de basura, entre la construcción de un nuevo Madrid bajo el boom inmobiliario y la destrucción de Bagdad bajo las bombas estadounidenses. Pero esto añade una particular injusticia al capitalismo. Como no puede hacer diferencias y ha desarrollado de una manera sin precedentes las fuerzas productivas -incluidas las tecnologías médicas- ha puesto a disposición del ser humano potencialidades que al mismo tiempo no le permite usar. Las muertes por malaria, por sarampión, por dengue, por cólera, por disentería, ¿son muertes naturales? ¿No son particularmente acusatorias en un mundo que puede curar esas enfermedades? La violencia del capitalismo tiene que ver también con sus instrumentos de emancipación; es decir, con su necesidad intrínseca de -al mismo tiempo- multiplicar la riqueza y reprimir su uso, de aumentar los medios de salvación y prohibir su utilización. Lo que se traduce en la naturalización de la muerte y la destrucción: «Los pobres», nos decían los periódicos hace unos meses, «viven 30 años menos que los ricos». ¿A quién, a qué fuerza silenciosa imputar esa diferencia?
-¿Cuáles son las causas profundas de esta crisis?
No soy economista, pero creo que todos los analistas serios -Beinstein, Brenner, Martins, Wallerstein- la explican como una crisis de sobreproducción capitalista que se remonta a los años 70 y contra la cual se recurre a la financiarización de la economía como un alivio y al mismo tiempo una prolongación de la agonía. Como han explicado Nacho Alvarez y Bibiana Medialdea, lo que ha entrado en crisis no es el capitalismo (que lo estaba ya) sino las medidas que se tomaron para superarla. Esas medidas tienen que ver con el objeto del libro de Klein: lo que Atilio Borón ha llamado muy justamente -evocando además su fanática inspiración religiosa- «contrarreformas» neoliberales, que han ido desmantelando poco a poco, durante 30 años, mediante golpes de Estado, guerras o programas de ajuste estructural del FMI, las pequeñas conquistas arrancadas al capitalismo en dos siglos. Es eso que hemos llamado «globalización»; es decir la huida hacia adelante de un sistema que acelera el proceso-siempre-destituyente en el que consiste y del que depende para sobrevivir. Esa violencia -esa fuga- la describe magistralmente «La doctrina del shock».
-¿Era inevitable esta crisis?
Creo que después de lo que acabo de decir no podría responder que no. Si hubiese podido evitarse, se hubiese evitado, pues se viene anunciando desde hace muchos años, y no sólo por parte de los economistas marxistas. Dentro del capitalismo se han tomado precisamente las medidas que había que tomar, pero dentro del capitalismo esas medidas no podían ni podrán hacer otra cosa que empeorar la situación -aunque quizás durante décadas.
-¿Crees que esta es una crisis coyuntural o que el capitalismo mismo está en peligro tal y como lo conocemos?
El capitalismo sólo conoce crisis «coyunturales», de las que se ha recuperado en ciclos más o menos largos. Las crisis permanentes -que se llaman normalidad o incluso buena salud- son las que caracterizan las vidas de las víctimas del capitalismo, cuya situación es siempre aceptable si genera suficientes beneficios. En cuanto a si esta crisis anticipa el fin del capitalismo, no lo sé. A menudo recuerdo una pintada muy optimista escrita en una pared de no sé qué país latinoamericano: «Capitalismo, tienes lo milenios contados». Lo que en estos momentos está en claro peligro es la supervivencia a medio plazo de la humanidad misma. A fuerza de ignorar los límites, el capitalismo ha acabado por chocar con dos límites absolutos: el sufrimiento humano y la finitud de los recursos naturales.
-¿Es posible «refundar el capitalismo»?
¿Es posible refundar el canibalismo? ¿Un canibalismo de rostro humano? ¿Un canibalismo sin dientes? Lo que se propone el G-20 no es «refundar» el capitalismo sino sencillamente prolongar su existencia por todos los medios, incluso al precio de agravar la crisis energética, ecológica y alimentaria. Hay que salvar las inmobiliarias, los bancos, la industria automovilística, de las que -dentro del capitalismo- dependemos los seres humanos. Pero eso no se puede hacer -paradójicamente- sin amenazar aún más las fuentes de las que -fuera del capitalismo- dependemos también los seres humanos para sobrevivir. Creo que basta esta reducción al absurdo para excluir la refundación del capitalismo: su existencia misma -con su necesidad de crecimiento ilimitado- determina que los seres humanos dependan para sobrevivir de los medios de destrucción de sus propias condiciones de supervivencia. Individualmente nos hemos convertido en activísimos «deseos de muerte». Incluso CCOO pide a sus afiliados un aumento militante del consumo para superar la crisis.
-Más allá del ámbito económico ¿Crees que esta crisis ha cambiado las relaciones humanas o podría cambiarlas en el futuro?
El modelo tecnoconsumista, con su «hedonismo de masas» -por citar una vieja expresión de Pasolini-, se ha impuesto del tal manera que toda disminución en los niveles habituales de consumo será vivido también como una catástrofe subjetiva, como una pérdida cataclística para la que habrá que buscar algún culpable. Nunca ha habido más condiciones objetivas, y menos subjetivas, para una transformación radical. Las sociedades occidentales son sociedades de «hambruna generalizada» y las hambrunas disuelven los lazos de solidaridad. No es un problema ideológico, sino material: la subjetividad capitalista está materialmente construida al margen de todos los valores y principios que permiten sencillamente una negociación. En Europa y EEUU veo más probable la barbarie o el neofascismo que la recuperación de una mínima sensatez antropológica.
-¿Cuál es el mayor peligro de esta crisis? ¿Quién puede beneficiarse más de ella?
El mayor peligro es la combinación de insensatez antropológica y armas de destrucción masiva: el retorno a la barbarie con medios de destrucción del siglo XXI. Los que más pueden beneficiarse, como siempre, son las «minorías organizadas», ya se trate de multinacionales, mafias o sectas.
-Muchos hablan de esta crisis como de una oportunidad de cambio ahora que el capitalismo parece vivir su peor momento en muchos años. ¿En qué consistiría entonces la supuesta «oportunidad» de esta crisis? ¿Existe realmente algún movimiento social que pueda ser agente de ese cambio?
La esperanza es América Latina. Europa es hoy por hoy un continente muerto; exhausto en todos los sentidos, también culturalmente. Y no tenemos una izquierda organizada, poderosa, unida, capaz de convertir la catástrofe objetiva en conciencia subjetiva. Quizás es demasiado tarde, pero debemos de luchar por crear una izquierda así.
-¿Qué se debería cambiar en los ámbitos económico, político y cultural?
Esa izquierda, lo he dicho algunas veces, debería operar un triple cambio: revolucionario en lo económico, reformista en lo político y conservador en lo antropológico. Después de lo que he dicho hasta ahora, creo que el contenido de la propuesta es claro. El capitalismo no admite reformas y debe ser por tanto sustituido (revolución) por un régimen de producción y distribución de bienes y servicios capaz de proporcionar una vida digna a todos los habitantes del planeta. Los pueblos en lucha han conquistado a lo largo de los últimos siglos toda una serie de libertades (sufragio universal, división de poderes, Estado de Derecho, etc.) que no pueden ser confundidos con el capitalismo y que deben ser mejorados (reforma), pero defendidos. Y el daño causado a la naturaleza y a la cultura por el productivismo capitalista, y sus ritmos de crecimiento y de consumo, es hasta tal punto dramático que -como decía Gunther Anders- la misión de la izquierda deber ser, no ya la de cambiar el mundo, sino la de sencillamente conservarlo.
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