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La izquierda se equivocó cuando se sumó al pensamiento post moderno

¿Regresa el sujeto histórico con los chalecos amarillos?

Fuentes: Krítika

Si alguien me preguntara el significado de la política, diría que se refiere a la disputa por el poder; es decir, la política es agonista, incluso antagonista. Y si esto es así, la política lo que debe cuestionar es el equilibrio de poder entre los diferentes intereses de clase. Como Marx reconoció, el propósito subyacente […]

Si alguien me preguntara el significado de la política, diría que se refiere a la disputa por el poder; es decir, la política es agonista, incluso antagonista. Y si esto es así, la política lo que debe cuestionar es el equilibrio de poder entre los diferentes intereses de clase. Como Marx reconoció, el propósito subyacente de las instituciones sociales, políticas, económicas e incluso legales de la sociedad capitalista es preservar el monopolio del poder que goza la clase propietaria del capital. Y, en consecuencia, cualquier intento de desafiar ese monopolio, en cualquier esfera, será contrarrestado, como lo están experimentando actualmente los chalecos amarillos en las calles de París.

Señalo esto porque la naturaleza de la política parece haber cambiado radicalmente en las últimas dos décadas. Me atrevo a decir que la política se ha vuelto más bien apolítica. Hoy se preocupa más por aliviar los excesos del capitalismo que desafiar al sistema en sí. Las protestas contra el capitalismo global que marcaron el fin del siglo se han convertido en una tregua no incómoda, a medida que han surgido nuevos actores «transnacionales» para llenar y «despolitizar» el espacio radical anteriormente ocupado por la clase obrera. Estos nuevos actores comprenden una serie de ‘Movimientos de Justicia Social Global’ (‘GSJM’) y ‘Organizaciones No Gubernamentales’ (‘ONG’) que imponen su agenda a una sociedad civil incipiente en todo el mundo.

Si bien el rango de sus intereses particularistas es vasto, en general están relacionados con el rechazo a una política independiente de la clase trabajadora. Estos movimientos tienden a ser manejados por personal de clase media occidental [1] y que muy a menudo son financiados, directa o indirectamente, por intereses corporativos occidentales [2], evitan las demandas de la política de clase, proponiendo, en cambio, un agenda «individualista» porque esta acción ejercería una autoridad moral superior. A los ojos de estos nuevos actores globales, la política «colectiva», con sus demandas de representación, constitución e incluso democracia, son artefactos desacreditados de un sistema, que debe ser reemplazado por una forma más moral de gobierno global.

La rápida multiplicación de estos actores globales, conocedores de los medios de comunicación, que actúan de manera muy parecida a los cabilderos, al negociar concesiones en las cumbres capitalistas, no es simplemente una manifestación cruda de un capitalismo global expandido. No es extraño, entonces, que el Banco Mundial involucre a las ONG en sus programas para promover el «desarrollo en el tercer mundo». También tienen una justificación filosófica para apuntalar el surgimiento de estos movimientos pospolíticos y la consiguiente sustitución del sujeto colectivo centrado en la política de clase por un socio «apolítico» más complaciente.

Mientras los neoconservadores se han empeñado en hacer retroceder al Estado (acogiendo la influyente obra del filósofo neoliberal John Rawls, que anunció la primacía del individuo autónomo [3]) lo que parece más sorprendente es que los nuevos socios del capitalismo global son, en gran medida, una creación de la izquierda.

Fue el abrazo de la izquierda del pensamiento posmoderno con su despreciación de las narraciones históricas lo que ha llevado al abandono de la clase obrera como sujeto histórico o, en términos marxistas, cuando la clase trabajadora se emancipa debe a la vez liberar al conjunto de la sociedad de la opresión de las clases dominantes.

Un corolario de esta supuesta evolución moral en la ‘política’ trans-global, es la depreciación de los objetivos políticos conquistados por el trabajo organizado y sus imperativos asociados de solidaridad y comunidad: términos que están notablemente ausentes de los nuevos movimientos ‘corporativos’ y su léxico moral.

De hecho, la difamación de la clase trabajadora, convertido en un meme cultural desde los años 80, ha demostrado ser una ayuda inestimable para el nacimiento de esta nueva élite apolítica. La otra anatema posmoderna es que la clase trabajadora es irresponsable. Deslegitimar las demandas de la clase trabajadora calificándola como codiciosa y egoísta, ha sido relativamente fácil para los medios capitalistas. Lo que ahora se promociona, por estos medios, es un pluralismo de intereses sociales y culturales, ninguno de los cuales tiene el poder político, ni la voluntad de desafiar el status quo.

El geógrafo urbano, Mike Davis, discute la revolución de las ONG bajo el título «Imperialismo suave», y considera que es responsable de «hegemonizar el espacio tradicionalmente ocupado por la izquierda» y «desradicalizar los movimientos sociales urbanos». El activista de la vivienda, PK Das sostiene que el objetivo de tales movimientos es «subvertir, desinformar y desidealizar a las personas para mantenerlas alejadas de la lucha de clases. Al mismo tiempo que alienta la gente a pedir «favores por motivos compasivos y humanos, en lugar de hacer que los oprimidos sean conscientes de sus derechos». [4] David Chandler describe a estos actores políticos como «antipolíticos y elitistas» [5]. Para Chandler «sus acciones replican a sus antepasados misioneros: aplacar a los nativos y despejar el terreno para la expansión de la explotación».

Sin embargo, una breve mirada a las políticas progresistas de los años 70 demuestra que el consumismo compensatorio lanzado por los gobiernos neoconservadores, en los desregulados años 80, que ha llevado a niveles de deuda privada sin precedentes, fue la antítesis a los proyectos socialistas surgidos una década antes, cuando los trabajadores habían tratado de fundar una sociedad alternativa más allá de un capitalismo destructivo y derrochador.

Un análisis más preciso de esos años de disputa no es que los programas de izquierda se agotaron, sino que sus políticas nunca se implementaron. Ciertamente, en el Reino Unido, los trabajadores en huelga fueron engañados por sus propios representantes, tanto dentro como fuera del gobierno, pero también por el propio sistema político, que utilizó medios antidemocráticos para bloquear la implementación de un cambio, necesario, irrevocable y fundamental del sistema económico. Lo que unió todas las fuerzas de la reacción contra los trabajadores fue la demanda de una democracia más directa y la participación en el proceso político y económico, porque este era un desafío inaceptable, tanto para el control capitalista como para el clientelismo burgués.

Lo que ahora parece ser la ética gobernante que determina la política «izquierdista» es un cambio cultural que ha pasado de luchar por el cambio del capitalismo a aceptarlo sin cambios reales. Por lo tanto, parece oportuno reflexionar sobre la era anterior, no hace mucho tiempo, cuando una política de contestación dominaba el espacio público y estar «a la izquierda» era una postura socialista, indiscutiblemente vinculada con las demandas de la clase trabajadora y la construcción de una nueva sociedad.

En el Reino Unido, en la década de 1970, las huelgas, las sentadas y las ocupaciones de fábricas eran eventos comunes. Hombres grises enojados, acurrucados alrededor de los braseros, eran las noticias de la noche y todos parecían estar atrapados en un debate sobre el futuro económico y político del país. Cuando Ted Heath, el primer ministro del gobierno Tory en el poder, convocó una elección en 1975, (después de declarar 5 estados de emergencia), preguntó a la gente «¿Quién gobierna Gran Bretaña?», el electorado respondió con decisión que no era él y le devolvió el gobierno al partido laborista.

Fue, de hecho, un momento de cambio. Y hubo un sentido real que un cambio fundamental era posible. Esto parece increíble ahora en una era que los reality shows son lo más destacado de la televisión del sábado por la noche. Que la silla usualmente ocupada hoy por los tipos Hollywood hubieran albergado al carismático dirigente comunista, Jimmy Reid, para promover los intereses de la gente común parece ahora bastante extraordinario. Pero así fue.

Lo que no es tan sorprendente, es que los medios de comunicación de ese tiempo hayan apodado «el invierno del descontento» una época en que el país estaba al borde del colapso económico. [6] Ansiosos por impulsar a Margaret Thatcher en la escena política como la gran gurú neoliberal, la prensa conservadora denigró a los trabajadores en huelga y presentó sus demandas como codiciosas y egoístas.

Sin embargo, lo que los trabajadores estaban pidiendo principalmente no era dinero, era poder y más participación en el proceso productivo. [7] Dado que muchas industrias manufactureras se están cerrando, debido a una combinación de mala gestión y falta de inversión, a pesar de los considerables subsidios del gobierno, los trabajadores podrían avizorar un camino a través de la producción de bienes socialmente útiles, tales como máquinas de diálisis y sistemas de calefacción eficientes para jubilados

En sus demandas de mayor participación, los trabajadores, a través de los Consejos de Trabajadores, presentaron estrategias industriales que reconocieron la importancia de la diversificación, los bienes sociales, la energía verde, las limitaciones ambientales, la cooperación y la responsabilidad de los trabajadores. En ‘Socialism and the Environment’, publicado en 1972 [8], varios años antes de la aparición de ‘Green Politics’, se reconoció la conexión entre la expropiación del medio ambiente y la del trabajador, así como la necesidad de poner fin al consumismo destructivo y derrochador que contaminaba el planeta y amenazaba con hacerlo inhabitable.

Para los jóvenes de hoy, la pasividad de los «apolíticos» en lugar de la contestación rebelde es la norma. Después de divisiones de clase, que promovió el poder en la década de 1970, el sistema las ha institucionalizado y empaquetado con trayectorias profesionales para «clases medias solidarias» o han pasado a ser exigencias del mercado, fuera del alcance del gobierno, ya que gran parte lo que la sociedad civil fue en ese momento, ha sido destruida o privatizado.

Margaret Thatcher es recordada por su papel en la desregulación del sector financiero y la venta de activos estatales y viviendas sociales, en un intento por crear una clase media expandida, pero su principal objetivo siempre fue la destrucción de la mano de obra organizada que reconoció como el principal desafío al monopolio capitalista.

Como víctimas del culto al individualismo que comenzó a estrangular a la sociedad en la década de los ochenta (y del «cuidado del consumidor») hoy es muy difícil para cualquier persona que crece en el capitalismo postindustrial apreciar que hace muy poco tiempo los trabajadores llamaban a la solidaridad, a la justicia, la cooperación y a una nueva visión de la capacidad productiva en torno a un debate por la democracia en la industria, razón por la cual hubo una organizada oposición por parte de los intereses corporativos, los medios de comunicación, la administración pública y de los servicios de seguridad.

Los temores que la mano de obra organizada fuera capaz de efectuar un cambio histórico eran reales. Y la única manera de terminar con ese desafío y asegurar su monopolio era destruir el poder colectivo de la clase trabajadora utilizando todos los medios posibles.

Estructuralmente, eso significaba domeñar a los sindicatos y erradicar aquellos elementos de la sociedad civil que inculcaban nociones de comunidad y solidaridad. Culturalmente, significaba efectuar un cambio radical en la percepción que la sociedad tenía de la clase trabajadora. Se impuso un visión tan negativa y dominante que pocos, independientemente de sus circunstancias económicas, desearon ser identificados con las ideas y valores de la clase trabajadora.

Caricaturizados por medios implacables y reaccionarios, ser integrante de la clase trabajadora pronto se convirtió en sinónimo de ser parte de una «casta de privilegiados» o un «scrounger». También se les imputó tener puntos de vista racistas y sexistas y, con la etiqueta «subclase salvaje» los jóvenes trabajadores fueron eliminados de toda influencia en la política.

Con el retiro del estado y la promoción del mantra neoconservador de «responsabilidad individual», se hizo fácil presentar la pobreza y el desempleo como fallas personales. De este modo, se aseguró que las etiquetas ‘irresponsable’ y «no aspiracional» se impusieran, logrando en la práctica hacer desaparecer a los trabajadores de la escena política.

En «La clase social en el siglo 21» de Mike Savage, publicado en 2015, se da a conocer los resultados de la mayor encuesta de clase jamás realizado en el Reino Unido. Un dato importante es que con 161.000 participantes, no respondió ni un solo limpiador o trabajador en los servicios elementales’. [9] De esta manera Savage reconoce que hay «patrones reveladores» en los resultados de la encuesta, particularmente porque hubo una «excesiva representación de hombres de negocios y profesionales de las finanzas», y que las respuestas recibidas de los CEOs son más de 20 veces del número esperado.

Desafortunadamente, él no explica cuál es «la proporción de encuestados que no creen pertenecer a una clase en una jerarquía de clases que desciende». Solo una cuarta parte del «precariado» reconocen su estado de clase baja. Mientras esto ocurre con el precariado, la mitad de la élite está orgullosa que pertenecen a su «clase».

Savage sugiere que esta es una «inversión fascinante de la tesis de Marx. A saber; la conciencia de clase crece entre los proletarios, porque no tienen nada que perder, sino sus cadenas. «Al contrario, dice Savage; «de hecho, los que están al final son los que menos piensan que pertenecen a la clase trabajadora». [10]

Aparte del hecho obvio que lo que la gente piensa y lo que dice es a menudo muy diferente, hay que decir que nadie quiere ser parte del equipo perdedor; por tanto no hay ninguna milagrosa inversión de la tesis de Marx con esta encuesta.

Una mejor explicación del porqué el proletariado no rompe sus cadenas es qué hay pocas posibilidades de perderlas en un momento en que su encarcelamiento se ha normalizado, es decir, despolitizado. En este momento, todo lo que se logra es recordarle su lamentable estado de olvido. La observación de Lenin sobre la «esclavitud cultural» de la clase trabajadora parece más cierta que nunca. [11]

El trabajo de Savage también es instructivo pues pone en evidencia la vulnerabilidad social de las clases medias y cómo la propia palabra clase ha adquirido un significado cultural: un significante de valor moral e intelectual. Sin embargo, la división de la encuesta en 7 divisiones de clase separadas oculta un panorama más amplio de ganadores y perdedores, dejando a la vista la actual incapacidad dramática de una respuesta social organizada.

Un análisis menos confuso de esa tendencia es quizás provisto por la simple distinción social hecha por Thorstein Veblen en «Los intereses adquiridos y el hombre común». En el estudio de Veblen, el grupo de «Interés adquirido» de la clase capitalista tiene «un margen relativamente estrecho de ganancia neta». Pero a cambio de ese beneficio moderado, afirma Veblen, se «manipulan los sentimientos y las aspiraciones» para aumentar las ganancias.

En todo caso, en un momento en que el capital social y cultural ha alcanzado nuevos niveles de valor de cambio (tras la colonización del capitalismo en la esfera cultural) el análisis de Veblen es esclarecedor. Porque, en la era del capitalismo transnacional y la expansión de los movimientos sociales y culturales apolíticos que la acompaña, hay muchos más márgenes de ganancia.

El abandono de la clase obrera como sujeto histórico generalmente se remonta al surgimiento del pensamiento posmarxiano / posmodernista en Francia en los años 70, con su negación de las narrativas históricas de carácter general. El trabajo que ha proporcionado autoridad moral y política para ese abandono del marxismo es «Hegemonía y estrategia socialista: hacia una política democrática radical», de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, publicado en 1985.

En ese texto post-marxista, Mouffe y Laclau argumentan que la clase trabajadora ya no es el sujeto histórico, esencialmente porque no existe un sujeto histórico y, por lo tanto, no se le atribuye ningún privilegio ontológico como una fuerza histórica efectiva contra el capitalismo. En cambio, sugieren que una gama de grupos de interés social (por ejemplo, feminismo, antirracismo, ambientalismo, etc.) pueden, a través de un liderazgo «moral e intelectual», (en oposición a un mero liderazgo «político») combinarse para lograr tal reto.

Los trabajadores siguen siendo importantes en esa amalgama de grupos de interés, pero solo a través de su experiencia concreta y vivida, y no debido a la historicidad de su posición. Es en esta nueva ‘unidad de un conjunto de sectores’ que una ‘relación estructuralmente nueva, diferente de las relaciones de clase, debe ser forjada. Y tal conjunto, afirman, se logrará con una «democracia radical». [12]

Esto es lo que Mouffe y Laclau llaman la «transición decisiva» del plano político al moral / intelectual y es donde tiene lugar un nuevo concepto de hegemonía «más allá de las alianzas de clase». La razón por la que se piensa que es necesario alejarse de lo político es porque ellos perciben la necesidad que un conjunto de ideas y valores deben ser compartidos por diversos de sectores: «que ciertas posiciones de los sujetos atraviesan una serie de sectores de clase.»

Para Mouffe y Laclau sólo abandonando una política de clase inadecuada y que tenga una «coincidencia coyuntural de intereses», se podrá establecer un nuevo movimiento singular. Parte del razonamiento es la suposición de que la clase trabajadora no puede pensar por el resto de la sociedad: que no puede ir más allá de la «defensa estrecha de sus intereses corporativos». [13] Sin embargo, la historia no lo confirma.

Como se vio anteriormente, en los años 70 en el Reino Unido: una época en que el poder de la clase trabajadora estaba creciendo, fue una época muy ilustrada. Se aprobaron resoluciones antirracistas y antisexistas y también hubo una legislación progresiva que protegía los derechos de los homosexuales, legalizaba el aborto y facilitaba el divorcio. Los trabajadores se declararon en huelga para exigir más dinero para los jubilados. De hecho, es difícil pensar en un área de la vida social que no se consideraba parte del plan socialista de transformación.

Reflexionando sobre el hecho de que estudiantes e inmigrantes, así como los trabajadores participaron en las huelgas masivas que se desataron en Francia en 1968, Mouffe sugiere que «una vez que se rechaza la concepción de la clase trabajadora como una clase universal, es posible reconocer la pluralidad de los antagonismos que tienen lugar en el campo de lo que se agrupa arbitrariamente bajo la etiqueta de «luchas de los trabajadores». [14] Sin embargo, ¿qué es exactamente «arbitrario» sobre esta etiqueta? y, ¿qué beneficio se deriva abandonarla en favor de una pluralidad de etiquetas diferentes que no tienen importancia política en el contexto de una lucha obrera? En realidad, la disolución de la solidez de la clase obrera en una multitud de antagonismos parece encaminada a destruir la solidaridad; También parece un suicidio político.

En la famosa huelga de Grunwick en 1976, iniciada por mujeres asiáticas no sindicalizadas que trabajaban por una miseria en condiciones extremadamente pobres, los trabajadores enviaron un poderoso mensaje de solidaridad acusando al gobierno laborista en el poder. Los problemas de etnicidad y género desaparecieron mientras se realizaba la mayor movilización de solidaridad obrera jamás vista en el Reino Unido y más de 20,000 trabajadores se presentaron en la línea de piquete para apoyar a los huelguistas. La huelga incluso fue internacional: participaron los trabajadores de los Puertos en Bélgica, Francia y los Países Bajos, boicoteando los productos de Grunwick.

Fue precisamente la solidaridad generalizada del movimiento lo que aterrorizó al gobierno, ya que lo que entonces se hizo evidente fue que la solidaridad de los trabajadores podía transformar la sociedad, por lo que el gobierno recurrió a la vigilancia policial para romper la huelga (la misma táctica que haría el gobierno de Thatcher un par de años más tarde contra los mineros.)

Por otra parte Mouffe afirma que el pluralismo solo puede ser radical si no existe un «principio de fundamento positivo y unitario». Pero es difícil actuar como una fuerza unificadora en las luchas anticapitalistas si la lucha común olvida la explotación. ¿A quienes podían haber llamado las huelguistas recién llegadas del este de África, si no a sus compañeros trabajadores explotados? ¿Y qué tan efectivas habrían sido sus acciones en ausencia de esa solidaridad?

En su intento por justificar este dramático cambio de la política de clase y de los intereses históricos de la clase trabajadora, Mouffe y Laclau se basan en la noción de Gramsci de la «voluntad colectiva». El consideraba que un movimiento nacional y popular debería ser capaz de expresar los intereses compartidos de las masas, y también debería reconocer la importancia de un liderazgo moral e intelectual.

Sin embargo, con respecto a estos dos aspectos de su estrategia política, el pensamiento de Gramsci se basa en la historicidad de la clase trabajadora. Porque si bien reconoce la necesidad de alianzas (no ve a la clase trabajadora resistiendo en solitario) sí la reconoce como la fuerza dirigente. El punto central de una voluntad colectiva es que se requiere una voluntad única, enfocada, y no una variedad dispar de tácticas y objetivos.

De hecho, Gramsci opinó que lo que había bloqueado la formación de tal voluntad en el pasado era una serie de grupos sociales específicos. «Toda la historia, desde 1815 en adelante, muestra los esfuerzos de las clases tradicionales para prevenir la formación de una voluntad colectiva de este tipo y para mantener el poder ‘económico-corporativo’ en un sistema internacional de equilibrio pasivo». [15]

El hecho de que Gramsci Identificara la necesidad de un liderazgo moral e intelectual en la formación de tal voluntad no significa que pierda su base política / económica. Por el contrario, es evidente que Gramsci proponía un movimiento liderado por un partido basado en la política. [16] También afirmaba que las políticas morales e intelectuales no son nada sin un cambio estructural: «La reforma intelectual y moral debe vincularse con un programa de reforma económica; de hecho, el programa de reforma económica es precisamente la forma concreta en que la reforma moral se presenta». [17]

Al elevar un liderazgo moral espureo por encima de la política de clase, se ha creado una plataforma para una pluralidad abierta de causas apolíticas. El efecto ha sido despolitizar radicalmente la democracia al eliminar las cuestiones definitorias de la contestación de la clase trabajadora. Si bien Mouffe sugiere que una identidad muy fragmentada y separada de estos «antagonismos» específicos produce una «profunda concepción pluralista de la democracia», la realidad ha sido todo lo contrario.

Como señala Ellen Meiksins Wood en «La democracia como ideología del imperio», es precisamente la desaparición de las relaciones de clase definidas políticamente lo que hace que esta versión de democracia «des-socializada» sea tan atractiva para el capitalismo global. Porque, al poner las preocupaciones sociales y políticas anteriores de la política de clase más allá del alcance de la responsabilidad democrática, la política se subordina fácilmente al mercado. [18]

Claus Offe también reconoce que el «proyecto neoconservador de aislar lo político de lo no político» se basa en una redefinición restrictiva de lo que puede y debe considerarse político, lo que permite a los gobiernos eliminar las demandas sociales problemáticas de sus agendas. Al mismo tiempo, observa que el surgimiento de nuevos movimientos sociales, que operan en esferas de acción no políticas, sirve para justificar esa despolitización.

La protesta de los chalecos amarillos es una respuesta a una versión de democracia cada vez más «desocializada» y al poder de las élites, que solo ha aumentado bajo Macron. Lo que comenzó como una protesta contra el aumento del impuesto sobre el combustible es ahora mucho más. Alentados por la solidaridad generalizada, los trabajadores exigen el fin del elitismo y la corrupción del gobierno y notifican que la clase trabajadora NO quiere migajas.

¿El derrocamiento de Macron, el fin de la corrupción política, una nueva república, el surgimiento de un nuevo partido político de la clase obrera? Es imposible pronosticar cómo terminará la protesta. El movimiento no habría durado tanto si no hubiera sido por la solidaridad generalizada que los trabajadores han demostrado. La solidaridad se basa en el amor a la justicia, que es la sangre vital de la política de la clase trabajadora y, por lo tanto, hasta que se termine la injusticia, la disputa debe continuar. Porque, como reconoció el padre de la filosofía política, «siempre son los más débiles quienes buscan la igualdad y la justicia, mientras que los más fuertes no les prestan atención». [19)

Notas

[1] Claus Offe, Nuevos movimientos sociales: desafiando los límites de la política institucional, investigación social 52: 4 (1985: invierno) 832
[2] James Heartfield, La Unión Europea y el fin de la política (Zero Books: Winchester 2013) 117
[3] John Rawls, Una teoría de la justicia (Oxford University Press: Oxford, 1972)
[4] PK Das, ‘ Manifiesto de un activista de la vivienda’ citado en Planet of Slums de Mike Davis, (Verso: Londres, 2006)
[5] David Chandler, Deconstruyendo la soberanía en la construcción de una sociedad civil global en Politics Without Sovereignty, (UCL Press: Londres 2007) 150
[6] John Medhurst, esa opción ya no existe – Gran Bretaña 1974-76, (Zero Books: Winchester, 2014)
[7] Intervención estatal en la industria: una investigación de los trabajadores (Russell Press Ltd .: Nottingham, 1980)
[8] Ken Coates, Socialismo y medio ambiente , (Portavoz: Nottingham, 1972)
[9] Mike Savage, clase social en la 21 st Century , (Pelican: Random House, 2012) 11
[10] Ibid., 367.
[11] VI Lenin Collected Works , vol. 27, (Moscú, 1965) 464
[12] Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista – Hacia una política democrática radical (Verso: Londres, 1985) 64
[13] Ibid., 66.
[14] Mouffe, ibid., 167.
[15] Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks , editado y traducido por Quintin Hoare y Geoffrey Nowell Smith, (Lawrence y Wishart: Londres, 2003) 132
[16] Gramsci, Ibid., 129.
[17] Ibid., 133.
[18] Ellen Meiksins Wood, La democracia como ideología del imperio en The New Imperialists (Publicaciones de Oneworld: Oxford, 2006) 9
[19] Aristóteles, Política, traducción, Joe Sachs (Focus Publishing: Newburyport, 2012) 1318b

Susan Roberts, historiadora británica.

Fuente original: https://kritica.info/regresa-el-sujeto-historico-con-los-chalecos-amarillos/