Podemos decir que en el mundo árabe, tras la segunda guerra mundial y los largos procesos de descolonización, sólo ha habido regímenes monárquicos: monarquías religiosas, como en los países del Golfo, y monarquías laicas, como en Siria, Egipto, Iraq o Túnez. A las monarquías laicas, inspiradas en el «nacionalismo árabe», se las llamó «repúblicas», generando […]
Podemos decir que en el mundo árabe, tras la segunda guerra mundial y los largos procesos de descolonización, sólo ha habido regímenes monárquicos: monarquías religiosas, como en los países del Golfo, y monarquías laicas, como en Siria, Egipto, Iraq o Túnez. A las monarquías laicas, inspiradas en el «nacionalismo árabe», se las llamó «repúblicas», generando así un malentendido que, disfrazando el carácter arbitrario y dinástico de estos regímenes, ha contribuido a desacreditar -en favor sobre todo de los islamistas- la idea misma de «republicanismo».
Esta idea no es oriental ni occidental; no tiene identidad y ninguna identidad es incompatible con ella. Es una buena idea, como la rueda o los semáforos, y puede ser explicada fácilmente a través de la famosa divisa de la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad.
«Libertad» es lo contrario de «esclavitud» y su principio se puede enunciar muy deprisa de esta manera: «ningún ser humano debe estar sometido a la voluntad de otro ser humano». La libertad de someter a otro ser humano, como hacen las élites económicas y políticas desde hace siglos, no es libertad. La libertad política consiste en que cada ser humano se someta libremente no a otro ser humano sino a la ley decidida entre todos. Es esta «ausencia de ley común» la que en el mundo árabe ha dado ventaja a los islamistas, que invocaban e invocan, frente a la arbitrariedad «laica» de las dictaduras nacionalistas, la Ley religiosa como liberación del yugo entre los humanos. Pero la idea de «republicanismo» implica la de soberanía humana y, por tanto, la de democracia. Son los ciudadanos libres, reunidos en asamblea, los que deciden las leyes en el marco de un Estado de Derecho. El laicismo, frente al ateísmo y la fe religiosa, que deben quedar fuera por igual de todo ordenamiento republicano, es la garantía de que las decisiones no las toma ninguna creencia particular ni los intereses privados de un determinado grupo de presión. El laicismo es una cuestión de Derecho, no una cuestión social, e implica por tanto el reconocimiento social del ateísmo, el islam, el cristianismo, etc. y la prohibición de utilizar las leyes para imponer estas creencias.
¿Qué quiere decir Estado de Derecho? Quiere decir que toda asamblea ha tenido que decidir previamente, en un proceso constituyente, los límites, éticos y políticos, de cada decisión colectiva. La democracia no es sólo decidir en elecciones; es haber decidido ya los principios de nuestras decisiones. Eso se llama Constitución. Cuando promulgamos o cambiamos una ley lo hacemos a partir de un marco previamente establecido que no permite tomar «cualquier» decisión. Por ejemplo: ningún Parlamento o Asamblea puede decidir, por muchos votos que reúna, la esclavitud o muerte de otro ser humano, la tortura, la violación o el saqueo, el canibalismo, el abuso de menores o la invasión de otro país. Cuando decidimos democráticamente hemos decidido ya, en un acto constituyente colectivo (por eso hace falta a menudo una revolución), qué preguntas se pueden y qué preguntas no se pueden plantear. Una Constitución, por ejemplo, que reglamenta el racismo, como lo era la de la Sudáfrica del apartheid, no es una verdadera Constitución; y una ley, como la israelí, que legaliza una ocupación militar y considera ciudadanos de segunda a un sector de la población, no es una verdadera ley. Frente a las falsas Constituciones y las leyes injustas, el derecho a la rebelión es precisamente un imperativo republicano. Ninguna dictadura, ni laica ni religiosa, es ni puede ser «republicana» y frente a ellas, no importa cuanto apoyo reciban de las poblaciones, las minorías combativas y resistentes se constituyen como futuras, pero reales, mayorías democráticas.
Para asegurar las ideas republicanas de ley y democracia es necesario introducir, sin embargo, el principio de la igualdad, sin el cual la libertad sería siempre y sólo la libertad de los más fuertes, los más ricos o los más malos; libertad, es decir, para someter y esclavizar a otro ser humano. Para que todos los seres humanos sean libres tienen que serlo por igual y deben poder afirmar su libertad en condiciones de igualdad. Si las condiciones políticas, sociales y económicas de la libertad son confiscadas o monopolizadas por unos pocos, no hay libertad. Si un hombre, una familia o una empresa son dueños de la mayor parte de los periódicos o los canales de televisión, no hay libertad de expresión. Si un hombre, una familia o una empresa son dueños de todos los recursos de una nación -agua, petroleo, tierras, pero también salud, cultura, educación- no hay libertad de acción ni, aún más, derecho a la libre existencia. Por eso, si una Constitución religiosa o racista o belicista no es una verdadera Constitución, tampoco es una verdadera Constitución la que consagra el neoliberalismo y el «libre mercado» como principios rectores del ordenamiento político y social. Ninguna dictadura, lo hemos dicho, es «republicana», tampoco la del «libre mercado». El libre mercado, en efecto, es radicalmente contradictorio con las libertades de la República.
Finalmente hay que hablar de la «fraternidad», el principio que cierra una triada muy bien concebida. Sigo aquí el razonamiento de uno de los grandes analistas del «pensamiento republicano», el español Toni Domenech, quien recuerda que lo contrario de «civilización» es «domesticación». Lo contrario de la República, como hemos dicho, es la dictadura y la dictadura consiste en domesticar el espacio público; es decir, en extender el ámbito de la casa, donde manda el padre, al de la ciudad. Frente a esa domesticación de lo público, la República debe civilizar lo doméstico. Y ello implica que la relación padre/hijos, que es el modelo de todas las dictaduras (pensemos en el paternalismo autoritario de los regímenes nacionalistas árabes), debe ser sustituida por la relación entre hermanos y hermanas. En términos sociales y políticos, no hay padres que saben lo que es bueno para todos e hijos menores de edad; sólo hay hermanos y hermanas, maduros y falibles, que tienen que cuidar los unos de los otros. Fraternidad quiere decir civilización -o politización- del ámbito privado, donde nadie podrá imponer ninguna medida contraria a la libertad y la igualdad; y quiere decir también dependencia recíproca. En este sentido, si las Constituciones religiosas, racistas o capitalistas no son verdaderas Constituciones, tampoco lo es una Constitución machista. El orden republicano presupone el reconocimiento de una mutua dependencia entre hermanos que se necesitan los unos a los otros para alcanzar la dignidad común.
Las revoluciones árabes, con independencia de su resultado, fueron profundamente republicanas en su impulso y su objetivo: la palabra «dignidad» sintetizaba las reivindicaciones de libertad, justicia social, imperio de la ley, democracia, fraternidad entre géneros y pueblos. La contrarrevolución en curso, fruto de la combinación de una multilateral intervención extranjera y de la recomposición de las viejas y nuevas élites locales, amenaza con restablecer los viejos ciclos de dictadura y represión, de desigualdad y domesticación, que acaban dando siempre ventaja a los islamistas antirrepublicanos y a sus siameses laicos. Para luchar contra las monarquías dominantes, las del Golfo, sí, pero también la de Siria o la de Egipto, es necesario recuperar la idea republicana, tan sensata y universal como la rueda o los semáforos, y más necesaria que nunca, también en Europa, donde los pocos pasos que hemos dado en los últimos dos siglos se están revirtiendo a toda prisa.
Fuente original: http://goo.gl/HyNQSA