Al parecer, se acabaron los tiempos en que proliferaban las predicciones con tufillo de absolutas en las ciencias sociales, en cuyo objeto de estudio las regularidades discurren en son de tendencias, de probabilidades, y no férrea, ciegamente. Un factor emergente puede cambiar el panorama con la rapidez del rayo… o del terremoto. Hablando de sismos, […]
Al parecer, se acabaron los tiempos en que proliferaban las predicciones con tufillo de absolutas en las ciencias sociales, en cuyo objeto de estudio las regularidades discurren en son de tendencias, de probabilidades, y no férrea, ciegamente. Un factor emergente puede cambiar el panorama con la rapidez del rayo… o del terremoto. Hablando de sismos, el que acaba de convoyarse con un tsunami para desolar el territorio nipón ha hecho que ciertos profetas de la recuperación pronta se las vean con la confirmación de un futuro lúgubre para la economía mundial, de por sí enfrentada a elementos desestabilizadores como las rebeliones árabes, con el consiguiente bamboleo en las cotizaciones petroleras, y la crisis de deuda en la Eurozona. «Con la devastación en Japón -señala el diario mexicano La Jornada-, es posible que las afectaciones […] se extiendan más allá de los mercados especulativos, y que incidan en las actividades productivas e industriales, ante la reducción o el encarecimiento de las exportaciones japonesas en rubros como el automotor, la electrónica y la industria del acero».
Sí, concluyeron los «felices» tiempos de las convicciones dogmáticas, algunas de ellas impregnadas de un optimismo de raíz en la Ilustración, con su representación de un progreso lineal, cuasi automático, en el cual las fuerzas productivas crecerían y crecerían, sin reparar en barreras como la finitud del planeta, y por tanto en lo imprescindible de cambiar el paradigma de desarrollo, tornándolo más sostenible para la especie.
Una revisitación de la tradición marxista que rechace una lectura economicista nos revela incluso cosas como que en el seno del capitalismo se configura, no la inevitabilidad, sino la posibilidad de su negación. O sea, que pecaría de iluso quien se sentara a esperar que el sistema colapse por sí solo, porque, no obstante inherentes contradicciones como las que se dan entre las necesidades de autodesarrollo de los trabajadores asalariados y la maximización de las ganancias individuales, patronales, está preparado para autorregularse, sobrevivir con disímiles recursos. Entre ellos, la constante reproducción de la división de los productores, que influye en la inclinación de estos a bregar por mayores sueldos, por trocar en relativa la explotación de que resultan víctimas, cuando se trata de que adquieran un entendimiento cabal de su lugar en la sociedad, convirtiéndose en clase para sí, mediante la praxis revolucionaria.
Asimismo, como apunta el investigador Sergio Barrios en Adital, cada vez mayor número de personas coincide en juzgar irracionales las conjeturas posmodernas sobre el fin de la historia. En mera retórica el aserto de que la sociedad humana ha perdido su carácter historicista («su esencia mutable y transformativa»), y el de que más allá de un mundo unipolar y supracapitalista, hegemonizado por Estados Unidos, ya no alienta ningún metarrelato, ninguna teoría que se asiente en la totalidad, la organicidad de las relaciones sociales, y que mucho menos comprenda la civilización como fruto de la lucha permanente de opresores y oprimidos.
Claro que todo cambia. Recordemos que, si bien durante un lapso dilatado el propio Marx estuvo convencido de que la única fuerza dotada con capacidad social y política para derruir el viejo orden era el proletariado industrial de las metrópolis desarrolladas, Lenin se percató de que el nuevo podría advenir en las regiones más atrasadas del «cinturón mundial» del imperialismo.
Tesis, la de Vladimir Ilich, que perdió seguidores a lo largo del siglo XX, por la susodicha facultad de acomodo del llamado sistema-mundo, transido de múltiples crisis y desafíos (superación de la Gran Depresión de los años 30, keynesianismo hasta los años 60, neoliberalismo como «balsa salvavidas» desde inicios de los 80 hasta el 2008), y merced a «la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS y el bloque socialista».
Ahora, evidentemente ese triunfalismo está llegando a su terminación, al punto de que, con el economista Max-Neef, traído a colación por Barrios, muchos se preguntan si las próximas rebeliones no se suscitarán en el interior de EE.UU., en lo que constituiría una espectacular reconsideración de primigenias tesis marxistas. No en balde un conocido analista, Jeffrey Sachs, tal vez previendo las manifestaciones sindicales que empezaron en Wisconsin y se regaron como fuego sobre paja seca, exclamó, literalmente: «Con la espalda contra la pared, los estadounidenses pobres y de clase trabajadora comenzarán a manifestarse por justicia social».
Ah, la justicia social… Ya no sería el pedido de una abstracta democracia. Ya aquí estarían sonando con ímpetu las trompetas de un Manifiesto «obcecado» en llamar a los proletarios, a todos los marginados según el marxismo revisitado, a encresparse contra el capital, esa relación de producción que, ocasionando una enajenación multidimensional, precisamente induce las negaciones o las afirmaciones absolutas, que en paz descansen.
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