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Réquiem por la política y la democracia liberal

Fuentes: ladignavoz

Los enormes cambios sociales que vivimos resultan difíciles de comprender con los conceptos y argumentos tradicionales, que han perdido su fuerza explicativa y sobre todo su capacidad para inspirar las acciones de los individuos. Más parece que las teorías tradicionales están para justificar la parálisis, la negligencia, la cobardía y mientras no nos atrevamos a […]

Los enormes cambios sociales que vivimos resultan difíciles de comprender con los conceptos y argumentos tradicionales, que han perdido su fuerza explicativa y sobre todo su capacidad para inspirar las acciones de los individuos. Más parece que las teorías tradicionales están para justificar la parálisis, la negligencia, la cobardía y mientras no nos atrevamos a poner todo de cabeza y empezar a repensar el mundo de hoy la debacle continuará sin remedio. Uno de los conceptos centrales que define la crisis de pensamiento es el de la política. Y hoy por hoy se mueve en un mar de contradicciones que contribuyen directamente a la confusión y la manipulación que nos rodea.

En el mundo de los antiguos griegos Platón definió a la política como el espacio del pensamiento virtuoso por excelencia, en donde el filósofo rey se hacía obedecer gracias a sus amplios conocimientos sobre la vida buena, virtuosa. El perfil del gobernante debería descansar en el conocimiento, en la práctica de la virtud, por lo que sólo los sabios estaban preparados para gobernar. Aristóteles, continuando la obra de su maestro, afirmó que el arte supremo era la política y que su razón de ser se basaba en el interés público. Llegó incluso a definir al idiota como el individuo que ponía su interés particular por encima del interés público. Si Aristóteles viviera no le quedaría más remedio que constatar que el mundo de hoy es un mundo de idiotas famosos, reconocidos, alabados y por supuesto, votados.

Con la caída del mundo griego y el fortalecimiento de Roma las cosas dieron un vuelco espectacular en lo que a la definición de la política se refiere. Séneca, el famoso filósofo estoico y asesor del emperador Nerón, negaba que la política fuera el espacio de la virtud y no se cansaba de decir que el ejercicio de la política envilecía al gobernante y al ser humano en general. Para Séneca, el ser humano debería poner más atención a los asuntos divinos, a su relación con dios, dejando de lado los asuntos terrenales. Testigo privilegiado de su tiempo y de la decadencia romana, difícilmente podía concebir a la política como el espacio virtuoso por antonomasia; pero al mismo tiempo fue de los primeros pensadores que concibió la igualdad humana universal. Decía que el ser humano tiene dos identidades: una referida a su espacio territorial cotidiano, a su lugar de nacimiento; la otra caracterizada por la universalidad de la especie, por su relación con humanidad.

Hoy por hoy, si usted pregunta a cualquier persona acerca de la política muy probablemente se encontrará con que su percepción se mueve entre estas dos definiciones. Por un lado le responderá diciendo que la política corrompe, pervierte a cualquier ser humano. En el argot popular mexicano el equivalente sería la frase: se subió a un ladrillo y se mareó. Pero también es probable que la respuesta sea que el problema actual es que la política está en manos de ignorantes, de idiotas que no comprenden la superioridad del bien público sobre el privado. Si fueran educados y con amplios conocimientos otro gallo nos cantaría. Como vemos, el concepto de la política no sirve más que para confundir y para manipular las opiniones pero para resolver problemas nada. ¿De dónde debemos partir entonces para dar un nuevo sentido a la política?

La idea de que la política se mueve entre la necesidad de que el gobernante sea un sabio que practica la virtud y, por el otro lado, la inevitable degradación humana que acarrea el poder, fue superada por Maquiavelo cuando definió a la política como el mantenimiento del poder cueste lo que cueste. La misión de la política es conservar y acrecentar el poder, dejando de lado la necesidad de practicar una vida virtuosa o las consecuencias morales de su práctica. El medio se convierte simplemente en el fin: la política sirve para que el poder se concentre, sea eficaz. La racionalidad instrumental en pleno renacimiento.

Sobra decir que la definición de la política de Maquiavelo es la dominante hasta la fecha. A los políticos de hoy se les alaba sobre todo por su capacidad para utilizar el poder en su provecho, para usufructuar la representación en beneficio de su carrera política. Nunca está demás agregar que al mismo tiempo puede lograr algunos beneficios para el interés privado de otros, pero nada más. Este hecho se expresa claramente en la frase: roba pero salpica. O sea, hay gobernantes de dos tipos: los que usan el poder para promover exclusivamente sus intereses -que suelen confundir con los intereses de los dueños del dinero- y los que se enriquecen pero de vez en cuando gestionan los de otros, pasando a la historia como estadistas con amplios márgenes de popularidad. Sería el caso de Lula da Silva que ha sido elevado a la categoría de mito por los banqueros internacionales, sobre todo, pero que también goza del afecto de una parte significativa de los trabajadores brasileños. En todo caso, Brasil sigue siendo un país pobrísimo, con grandes desigualdades e injusticias; sigue siendo un país donde la concentración de la tierra es escandalosa y el saqueo de sus recursos naturales sistemático para beneficio de las corporaciones internacionales.

Así las cosas, toda la teoría política gira alrededor del poder, de cómo lograrlo, de cómo usarlo, de sus fines, de los medios, pero al final siempre es el poder como fin y nunca como un medio. El poder para someter al otro y no para desarrollar las posibilidades de todos los seres humanos. En nuestros días, la degradación de la política y sus actores privilegiados, los políticos, es cada vez más evidente y no parece haber solución al problema. Algunos se desgañitan diciendo que la política se ha pervertido, que la política debe ser purificada; otros que creen que el problema radica en cuestiones de transparencia, de mejores leyes, de educación y un largo etcétera. Sin embargo pocos plantean la idea de que la política liberal y sus correspondientes instituciones republicanas y democráticas están en un coma profundo o que es la propia democracia liberal la que legitima las prácticas corruptas y autoritarias de los gobernantes. Las recientes elecciones en México son una muestra palpable de ello y en el remoto caso de que en un proceso elector gane un candidato non grato a los poderosos siempre estará el recurso del golpe de Estado, sea por medio de las armas o por medio de las leyes. El caso hondureño y más recientemente el de Paraguay son sólo un botón de muestra de los límites de la democracia liberal.

En este sentido no hay más remedio que aceptar que la política como concepto debe pensarse fuera del orden republicano liberal y del capitalismo que lo sostiene, que la redefinición de la política debe partir precisamente de trasladar su ejercicio fuera del Estado y los gobiernos. Y es entonces cuando podemos empezar a dar un nuevo sentido al concepto, afirmando en la práctica que la política no es el ejercicio del poder para someter al otro. Esta negación de la definición liberal de la política nos permite dejar de relacionarla con los que detentan el poder, con su práctica en los gobiernos, en los partidos políticos, en los poderes del Estado. Nos obliga a trasladar la política a la práctica cotidiana de las personas, que por ese sólo hecho se convierten en sujetos políticos para dejar de ser simples objetos para las ambiciones de los políticos y el enriquecimiento de sus patronos. Por más que nos digan que los gobernantes están para obedecer a los gobernados los hechos nos dicen lo contrario todos los días.

Creo que ha quedado claro que la redefinición de la política pasa por derribar sin miramientos las concepciones que se han venido sucediendo a lo largo de más de veinte siglos; acabar de una vez por todas con las esperanzas de que el Estado y sus funcionarios son la solución al problema y verlos mejor como parte del problema; y sobre todo dejar de pensar que sólo es una cuestión de ajustes técnicos en el ejercicio de gobierno.

En este sentido salta la pregunta: ¿qué impacto tendría en nuestra vida cotidiana dejar de tener esperanzas en los «beneficios» de la política institucional? Al menos podría señalar dos elementos que habría que considerar. Uno sería utilizar un concepto diferente para apartarnos de la política entendida como el uso y fortalecimiento del poder. El otro consistiría en asumir que, para empezar a cambiar las cosas, habrá que dejar de seguir esperando a que alguien lo haga por nosotros, nos guíe y nos indique el camino hacia el paraíso perdido.

La propuesta de un concepto diferente resulta obligada porque, dadas las circunstancias y el enorme poder mediático de los poderosos y sus empleados dentro del Estado, sería prácticamente imposible anular de un plumazo la larga tradición del significado de la política como sinónimo de poder, dominación y sometimiento. Así que para empezar se podría hablar entonces de contrapolítica, más para denotar una oposición al concepto liberal que para construir una definición alternativa. Después de todo las definiciones son un vano intento de concentrar la realidad en una palabra. Empero, tiene la ventaja de utilizar la inercia de la visión tradicional de la política y de su crítica directa, pues no se trata de negar las desigualdades sociales aceptándolas como una calamidad eterna e insoluble, o peor aún, caer en los brazos del escepticismo condescendiente con pretensiones filosóficas. La contrapolítica se erige entonces como el antídoto para protegernos de las falsas esperanzas excretadas por los políticos todos los días sin renunciar a concebir un mundo diferente, un mundo nuevo.

El segundo elemento que hay que incorporar a nuestra cotidianeidad es la confianza en nosotros mismos para interpretar el mundo, la emancipación de todas las interpretaciones externas al propio ser humano. Habrá que partir de la confianza en uno mismo, de concebir la igualdad de las inteligencias para atrevernos a construir un visión propia del mundo, como recomendó hace mucho tiempo el gigante Baruch Spinoza: sapere aude. Esto no quiere decir que descalifiquemos las interpretaciones de los demás sino que las pongamos en comunicación con las nuestras. Después de todo, lo que se me ocurre está en un contexto determinado y sin duda alguna influenciado pero no necesariamente determinado por él. La clave reside en escucharnos primero a nosotros mismos, en tener confianza en nosotros en lugar de esperar que alguien se apiade y simule resolver el problema para luego pasarnos la factura.

La represión de los poderosos está sistemáticamente dirigida a aquéllos que se atreven a disentir, a pensar por sí mismos, a explicarse el mundo por sí mismos. Primero los ignora, luego los ridiculiza, los difama o los compra; si nada de eso funciona entonces simplemente los elimina. Son una amenaza inadmisible a su poder. La historia está plagada de ejemplos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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