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Reseña de La memoria ¿un remedio contra el mal? de Tzvetan Todorov

Fuentes: Rebelión

Reseña de libro Tzvetan Todorov La memoria ¿un remedio contra el mal?(traducción de Manuel Arranz) Ed. Arcadia, Barcelona, 2009, 39 páginas Luis Roca Jusmet. Aunque este texto sea muy breve (es la transcripción escrita de una conferencia del autor) me gustaría aprovechar esta reseña no sólo para recomendarlo sino para invitar al lector a conocer […]

Reseña de libro

Tzvetan Todorov

La memoria ¿un remedio contra el mal?

(traducción de Manuel Arranz)

Ed. Arcadia, Barcelona, 2009, 39 páginas

Luis Roca Jusmet. Aunque este texto sea muy breve (es la transcripción escrita de una conferencia del autor) me gustaría aprovechar esta reseña no sólo para recomendarlo sino para invitar al lector a conocer a su autor. Tzevan Todorov es un filósofo originario de Bulgaria ( Sofía, 1939) pero formado en el estructuralismo francés de la mano de Roland Barthes. Es un pensador interdisciplinar que se mueve al margen de los rígidos criterios de las especialidades y que combina de manera muy inteligente sus conocimientos de filosofía, ciencias sociales y lingüística.

No hace mucho tiempo tuve el placer de leer su ensayo de antropología general titulado La vida en común (Editorial Taurus, 2008, traducción de Héctor Subirats). En este libro criticaba las tendencias antisociales e individualistas de nuestra época y defendía la necesaria sociabilidad humana. Me interesó especialmente su planteamiento del reconocimiento como una de las exigencias básicas de la existencia humana. Pero sobre todo me conmovió su humanidad, en el sentido más pleno de la palabra. Como de la frialdad del estructuralismo podía emerger una perspectiva tan cálida respecto a lo humano. En este sentido me encantó este fragmento: «Entre el realismo resignado y el idealismo represivo permanece abierta la vía de las virtudes cotidianas, punto demasiado alejado de nuestras posibilidades, puesto que estas consisten, esencialmente, en preocupación por el otro y por los otros, de los cuales de todas tenemos la necesidad más grande; la moral no nos obliga a combatir nuestra naturaleza, contrariamente a lo que enseñan tanto Kant como el cristianismo. Preocuparse por los otros no significa en absoluto privarse de uno mismo, al contrario; ver esto con claridad puede favorecer tanto el bien común como la felicidad del individuo.»

Resulta un regalo encontrar a un pensador que sabe extraer lo mejor del sentido común discriminándolo tan bien de la ideología de los tópicos. En esta línea podemos apreciar el interés de esta pequeña reflexión sobre la memoria y su relación con el mal. Lo primero que hay que valorar en su planteamiento es su concepción ambivalente del hombre: el bien y el mal están en nosotros, en nuestro interior. Nunca seremos los buenos enfrentados a los malos porque cualquier maniqueísmo es nefasto tanto moral como políticamente. En este sentido Todorov critica lo que ocurre en Francia, donde se establece sobre la base de la diferencia entre héroes/víctimas por un lado y verdugos por otro. Pero las víctimas pueden convertirse en verdugos, como tan bien nos ha enseñado la historia en múltiples ocasiones (actualmente, con la masacre del pueblo palestino por parte de Israel). El mal debe ser combatido constantemente, fuera y dentro de nosotros, como personas y como grupo. Pero esto no quiere decir que debamos diluir las responsabilidades, porque estas deben asumirse si queremos luchar contra el mal. El mal no es una instancia metafísica sino una práctica humana que produce sistemáticamente dolor, sufrimiento e infelicidad en los otros. No podemos olvidarlo porque la memoria y la justicia son las armas que tenemos para combatirlo. Pero en Suráfrica hubo una experiencia de reconciliación totalmente original y que, como bien dice Todorov, ha sido muy elogiada pero en ningún caso repetida.

Me gustaría aquí complementar lo que nos dice Todorov con el artículo «La escritura de la historia» del gran sociólogo Immanuel Wallernstein (Las incertidumbres del saber, editorial Gedisa, 2005, traducción de Julieta Barba y Silvia Jawerbaum) que trata de de los niveles de verdad que aparecen en tipos diferentes de narración, desde el cuento hasta la historia, pasando por el propagandista y el periodista. Wallerstein cita a La Comisión de la Verdad y la Reconciliación de la que habla Todorov, creada en Sudáfrica en octubre de 1998. Ésta estableció cuatro tipos de verdad sobre la base de las cuatro categorías establecidas anteriormente por el juez Albie Sachs, de la Corte Constitucional de Suráfrica, que fue anteriormente una víctima del apartheid. Su división era entre la verdad objetiva (la que trata los hechos que se citan en la narración), la verdad lógica (la que deducimos o inducimos desde los hechos probados), la verdad de la experiencia ( en función de cómo ha vivido el narrador estos hechos) y la verdad dialógica ( la que surge en el debate entre los diversos narradores que relatan su experiencia). A partir de esta primera división la Comisión estableció cuatro categorías de verdad, inspiradas en las anteriores pero no exactamente iguales que ellas. A las dos primeras las incluye en una sola, a la que llaman la verdad objetiva. La segunda verdad de la que hablan es la de verdad narrada que marcaría la dimensión interna del hecho, es decir, cómo lo viví realmente. La tercera verdad es la verdad social, que sería una verdad polifónica que recoge las diferentes verdades narradas por los protagonistas. Y finalmente la verdad restaurada o terapéutica, que tiene relación con la memoria de lo que pasó a las víctimas y en su testimonio para restaurar la dignidad herida. Aquí entraría la verdad de la víctima, formulado por Alain Badiou y recogida por Zizek.

En los otros casos todo se ha polarizado entre el olvido y la justicia punitiva. Es la justicia reparadora, en la que los verdugos deben responder públicamente por lo que han hecho frente a sus víctimas y la sociedad de la que forman parte. No hay castigo ni ajuste de cuentas pero hay reconocimiento del mal y de sus responsables. Todorov insiste en que no hay que olvidar y hay que delimitar responsabilidades a pesar que son las circunstancias las que producen el mal. Porque si no fueran las circunstancias entonces tendríamos que referirnos a algo innnato, que desde un punto de vista materialista sólo podría ser el ADN de cada individuo. En este sentido es interesante la referencia a la experiencia del etnólogo francés François Binot, que sobrevivió al campo de tortura y ejecución S-21, en la Camboya de los jemeres rojos. Delante del director de este campo, veinte años más tarde, un tal Duch, Binot debe reconocer que no es monstruo, que se parece a todos los hombres, incluso a él mismo.

Es de valorar la capacidad de Todorov para recoger los matices sin diluir las cuestiones ni renunciar al juicio moral. Pero sabiendo siempre, y éste es quizás el mensaje más importante del libro, que lo que convierte en malo a una persona o a un pueblo son sus actos, no su naturaleza. Y los actos, aunque no tenga justificación sí tienen siempre una explicación. Es más fácil moverse en el maniqueísmo pero el problema es que los que se consideran buenos no entienden ni asumen sus contradicciones, el mal potencial que alberga en ellos. O caer en el relativismo, que consideraría que como todo tiene explicación nadie es responsable de nada ni puede ser enjuiciado moralmente. Lo difícil, y éste es el reto, es asumir esta paradoja de que a pesar de nuestros condicionamientos, que en cierta forma explican nuestros actos, somos capaces de decidir y esto nos hace responsables morales de nuestras acciones. La condición humana es siempre ambivalente y ningún sistema social nos liberará de ello.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.