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Resistencia o sumisión en la distopía bélica

Fuentes: Viento Sur

Cuando se pensaba que el mundo globalizado podría entrar en una nueva fase en la que, tras afrontar la crisis pandémica, se concentrarían esfuerzos en acometer las actuaciones necesarias para poner freno al cambio climático, la guerra desencadenada en Ucrania ha cambiado por completo el orden del día.

Al modo de la inmisericorde advertencia que en su Divina Comedia nos hizo leer Dante en las puertas por donde hace pasar al infierno, cuando nos adentramos en la tercera década de este siglo XXI podemos tomarnos en serio la leyenda que bien puede presidirla: “abandonad toda fe en el progreso”. No es menos impactante para nuestra mentalidad heredera de la modernidad que aquel “abandonad toda esperanza” para renacentistas italianos imbuidos de optimismo antropológico. No hay que forzar la paráfrasis, pues fluye sola, en tanto que esperanza utópica y confianza en el progreso quedaron entrelazadas en los últimos siglos, permaneciendo así hasta que en el siglo XX ambas se vieron radicalmente cuestionadas.

A pesar de guerras mundiales, sistemas totalitarios y Holocausto, los humanos –al menos los humanos occidentales- hemos seguido apegados a mitificaciones nuestras especialmente caras, como es aquella con la que se revistió la idea de “un avance indefectible hacia lo mejor”, según expresión kantiana que hizo época. Lo propio de nuestro tiempo, al poco de etapas que volvieron a ser optimistas –el despliegue tecnológico ha tenido en ello su papel, junto con la expansión del capitalismo financiero bajo paradigma neoliberal-, es que la esperanza se disipa y la fe en el progreso está por los suelos. Incluso cabe decir que no necesitamos ficciones antiutópicas en el esfuerzo por imaginar mundos futuros que no debieran ser; nuestro mundo es ya suficientemente distópico para verlo como el lugar de lo negativo que ya es.

Nuestro mundo como lugar de lo negativo: la distopía acrecentada y revelada por la guerra en Ucrania

El siglo que empezó con el atentado yihadista de las Torres Gemelas –nueva variante de terrorismo global-, pasando por la guerra de Irak, la invasión de Afganistán y otros conflictos enquistados sin visos de solución, se ha ido encontrando con sucesivas crisis que, a modo de azotes apocalípticos, han sembrado de zozobra y desconfigurado el mundo globalizado en el que nos veníamos moviendo.

Si a la crisis financiera, con sus consecuencias sociales desde 2008, a la crisis climática, con los alarmantes datos que nos hablan de los efectos sobre la Tierra de esta civilización del antropoceno, y a la crisis sanitaria provocada por la pandemia de covid-19, se añade la crisis mundial causada por la invasión rusa de Ucrania, con la destrucción de este país, más los efectos de carencias energéticas, hambrunas en otros muchos países, procesos inflacionarios en las economías del mundo  y desestructuración de un precario orden global, puesto bajo amenaza de guerra mundial con armamento nuclear por medio, tenemos un cuadro de pavorosos jinetes cabalgando sobre nuestras realidades de modo tal que sólo hay que describir las huellas que dejan para concluir que nuestro distópico mundo vive, ciertamente, un momento apocalíptico.

Así es no sólo por las catástrofes hacia las que pueden derivar, aún con mayores desastres, los acontecimientos en curso, sino por lo que de apocalipsis tiene todo lo que está ocurriendo en tanto que revelación –destacamos ese significado del término a tenor de su uso en el griego bíblico- de las fuerzas que determinan los procesos en los que estamos inmersos, con predominio entre ellas de fuerzas negativas que amenazan la vida y la libertad.

Si las crisis mencionadas han tenido todas impacto en nuestro mundo, no cabe duda de que ese cuarto jinete del apocalipsis que es la guerra se emplea a fondo desde el 24 del pasado mes de febrero, cuando Putin decidió acometer la invasión de Ucrania, en sembrar destrucción y muerte de manera tal que el sacrificio de la víctima ucraniana en el altar del neoimperialismo ruso repercute a su vez en poner en jaque todo el orden mundial desde el momento en que es invasión contra el derecho internacional, conllevando la amenaza, cada vez formulada de manera más explícita, de hacer uso de armas nucleares contra aquel país tercero que se involucre en la guerra a favor de Ucrania.

Ciertamente, y ya que hemos echado mano de imágenes de la tradición apocalíptica para referirnos a la crisis que supone la guerra en Ucrania, en ésta es la Bestia cuya barbarie se ha alimentado en las décadas pasadas la que ha desatado toda su furia contra el pueblo ucraniano, volcando sobre él la falsa acusación de considerarlo todo él nazi, como coartada por justificar la agresión contra él en términos de desnazificación, así como contra la misma realidad del Estado de Ucrania, a la que se le niega toda legitimidad en alarde de práctica totalitaria para acabar con su misma existencia.

Quienes se retraen en la crítica a la invasión subrayando que a la Federación Rusa se le dio motivo para ello y que, además, la misma decisión al respecto no es cuestión que quepa personalizar en Putin, olvidan lo que significa una estructura totalitaria de poder en torno a un dictador que ha eliminado toda oposición interna, que tiene reprimido a su propio pueblo y que concentra sobre sí todos los resortes del poder para hacer valer irrestrictamente su autocrática voluntad.

El mismo Marx que, recogiendo los influjos de la apocalíptica bíblica, llamaba al capital la Bestia por su capacidad de destrucción de relaciones sociales y vidas humanas, no tendría empacho a aplicar tal epíteto a esa condensación de una férrea estructura de poder, por otra parte ramificada en todo el aparato del Estado, así como a través de las relaciones urdidas en la trama tejida desde el colapso de la URSS por la oligarquía plutócrata del salvaje capitalismo ruso.

Con expresión que podemos tomar prestada de Stefan Zweig, “el mundo de ayer” previo a la invasión de Ucrania queda lejos del mundo en el que ya estamos, tan marcadamente distópico a causa de esa guerra que sólo falta que la misma propaganda de Putin, que rotuló la invasión como “operación militar especial”, recoja el dicho de Orwell en 1984 en que el pensamiento doble propio del sistema totalitario imaginado tiene una de sus fórmulas lapidarias en la conocida frase “la guerra es la paz”.

Como operación de pacificación se presenta la guerra en la campaña de desinformación llevada a cabo por Rusia como si el mundo no fuera testigo de crímenes de guerra, de destrucción de ciudades, de bombardeo de instalaciones civiles y de masacres sobre la población. Basta tomar como excusa la liberación del Donbás, para apoyar a las autoproclamadas repúblicas de Donestk y Lugansk, alentadas en su secesionismo por Rusia como anteriormente hizo con Abjasia y Osetia del Sur, por ejemplo, para escindirlas de Georgia, y de esa forma consumar una anexión territorial que continúa la ya realizada con Crimea en 2014.

La regresión del real anacronismo de una guerra interestatal

Cuando se pensaba que el mundo globalizado podría entrar en una nueva fase en la que, tras afrontar la crisis pandémica, se concentrarían esfuerzos en acometer las actuaciones necesarias para poner freno al cambio climático, la guerra desencadenada en Ucrania ha cambiado por completo el orden del día.

La situación es tan marcadamente regresiva que, en vez de avanzar hacia un multilateralismo dialógico en el momento en que en el mismo mundo occidental se imponía como evidencia palmaria –especialmente tras la desastrosa salida de Afganistán, consumando lo que fue nefasta ocupación- su pérdida de hegemonía y la necesidad de articular nuevas relaciones con China y de tener en cuenta el nuevo papel de Rusia, resulta que se impone por los hechos un marco de relaciones internacionales que se estructura como remedo de la Guerra Fría entre bloques del pasado siglo, pero sin los equilibrios de poderes que en ella pudieron funcionar. Si estos, y no sin riesgos, llegaron a fraguar en la doctrina de la “destrucción mutua asegurada” como factor de consciencia común para poner coto a veleidades de conflicto nuclear, ahora, en todo caso, y dadas las amenazas proferidas desde Rusia, lo que se consolida es aquello que hace unos años enunciaba el sociólogo Zygmunt Bauman como “mutua vulnerabilidad asegurada”.

Ocurre, llegados a este punto, que esa “mutua vulnerabilidad asegurada” es elemento diferenciador que hace de esta guerra algo distinto de tantas otras que, por desgracia, se dan en nuestro mundo. Conflictos bélicos por múltiples causas y con diferentes protagonistas se han dado y se dan en muchas latitudes y no hace falta entrar en comparativas despiadadas sobre número de víctimas, decenas de miles de refugiados, destrucción de países e intereses geopolíticos en juego para lamentar lo que todos ellos suponen, desde Irak a Yemen, pasando por Siria o por el interminable conflicto entre Israel y Palestina.

Por otra parte, además de ese factor nuclear, con lo que implica de salto cualitativo en cuanto a lo que puede suceder en la guerra desatada en Ucrania –que, por cierto, transfirió todo su arsenal nuclear a Rusia en los acuerdos de Budapest de 1994, con la contrapartida de ver respetada su independencia y soberanía-, no es asunto menor que ella presente un destacado carácter anacrónico –acentúa su efecto regresivo- por cuanto se trata de una guerra entre Estados que no hace mucho se descartaba como algo de lo más improbable, entre otras cosas, como subrayaba hace años el sociólogo Ulrich Beck, porque en todo caso se presentarían nuevas guerras que los mismos Estados habrían de afrontar según criterios cosmopolitas, con sus ingredientes de ejércitos privados, narcopoderes, grupos terroristas, “guerras climáticas”, etc. –las nuevas guerras analizadas por autores de referencia como Mary Kaldor, Herfried Münkler o Harald Welzer-.

Sin embargo, a ese anacronismo de una guerra interestatal mediante invasión con fuerzas en el territorio, con ocupación de ciudades, con complejo despliegue logístico…, no le acompaña declaración formal de guerra por parte de Rusia, que por lo demás actúa como un Estado canalla con el mayor de los desprecios al derecho internacional. La tremenda paradoja de todo ello es que tal anacronismo implica una tremenda regresión, pues si quiebra el juego de la política que ya se veía desbordado en un contexto de globalización, lo hace ahora no en función de aquella metapolítica que el mismo Ulrich Beck quería ver abriéndose paso como capaz de trascender limitaciones de los Estados nacionales, sino recayendo en el fuerte nacionalismo identitario que a su vez suministra las más atávicas mitificaciones como sostén de las pretensiones neoimperialistas para la “Gran Rusia” que Putin intenta restaurar.

De la irresponsablidad de la OTAN como factor contextual a la desproporcionada e injustificable respuesta de Rusia como Estado canalla. Legitimidad de la resistencia ucraniana

Al hilo de la guerra, los hechos se suceden de tal manera y las contradicciones se acumulan de tal forma que no hacen sino agravar los dilemas ante los cuales nos sitúa la invasión rusa de Ucrania y todo lo que gira en torno a ella. Desde muchos análisis ya se ha abordado críticamente todo un conjunto de factores que contribuyeron a generar un contexto político en el que la guerra dejó de ser hipótesis para ser cruda realidad.

Hay información más que suficiente para hacer un balance acerca de cómo actuaciones llevadas a cabo por la OTAN en relación a Ucrania alimentaron la inseguridad que ello podía provocar en Rusia. Con todo, como también se ha dicho hasta la saciedad, entre esos factores contextuales y el hecho de la invasión como reacción a una incorporación de Ucrania a la organización atlántica que no se ha producido –es más, el presidente Zelenski ha dado por recusada esa posibilidad- hay tal desproporción que redunda en lo injustificable de la decisión de Putin y en la legitimidad de la resistencia ucraniana a la agresión padecida.

El efecto inducido por la agresión rusa es, por otra parte, que la OTAN, viniendo de horas bajas, se haya visto reforzada, con nuevos socios como Suecia y Finlandia, llamando a sus puertas ante las incertidumbres que comporta un vecino agresivamente expansivo como es Rusia, y que la Unión Europea se haya visto convocada a mantener en común sanciones que incidan en la economía rusa menoscabando su ímpetu bélico.

Nadie va a negar los intereses geopolíticos y económicos que se están dilucidando con la guerra por medio: ni la OTAN es una ONG ni los EE UU que la lideran se dedican al altruismo político. Aun así, y aunque duela reconocerlo, hay que hacer dos consideraciones insoslayables: la primera tiene que ver con la distinta apreciación de lo que significa la OTAN por parte de los países del Este de Europa que en su día estuvieron en la órbita soviética y que en muchos casos padecieron la represión violenta de los mismos tanques del Pacto de Varsovia y eso permanece en la memoria por más que ahora se trate de la Rusia poscomunista y capitalista y no de la URSS; la segunda es relativa al obligado recuerdo de la implicación de EE UU en la lucha contra el nazismo dejando miles de soldados muertos en los campos de batalla europeos, dicho sea reconociendo a la vez el insustituible papel del Ejército Rojo en la derrota de la Alemania nazi.

Dicho eso, tengamos presente, por otra parte, que la Rusia actual no es adalid alguno de la emancipación democrática o de la solidaridad entre los pueblos, sino todo lo contrario. La Unión Europea, en posición subalterna, trata de articular su interna pluralidad de intereses, en especial en lo tocante a las distintas maneras de afrontar las sanciones económicas a Rusia, sobre todo en lo que tiene que ver con romper amarras respecto del petróleo y el gas rusos, algo tan lejos de conseguirse como que en más de cien días de duración de la guerra se le ha pagado a Rusia más de 93.000 millones de euros, cantidad más que notable para que la campaña invasora en Ucrania se vea financiada. Al lado de eso, palidece un tanto, por más que sea tan relevante como imprescindible, la ayuda de países occidentales a Ucrania suministrando armamento y otros recursos militares.

El debate relativo a cómo apoyar de la manera más razonable y eficaz a la resistencia ucraniana que hace frente a la invasión rusa tiene su previa premisa mayor en la legitimidad de dicha resistencia. Lo primero a tener en cuenta es que al respecto se trata de una decisión de los ucranianos mismos, respecto a la cual vienen mostrando una capacidad insólita de respuesta militar, de organización civil y de respuesta política, todo lo cual hace además que con su resistencia transmutan la misma condición de victimas, acreedoras del apoyo de los demócratas de todo el mundo, en protagonistas de un comportamiento heroico que, sin duda, no deja de sorprender, máxime en las acomodadas sociedades occidentales.Y dada, pues, esa capacidad y voluntad de resistencia bien puede aducirse a favor de su legitimidad toda una tradición de derecho de resistencia ante un poder tiránico que en la tradición hispana podemos remontar a la Escuela de Salamanca y al mismísimo Francisco Suárez, bien explícito a ese respecto.

Es verdad que el susodicho derecho de resistencia se enmarcaba para aquellos pensadores del Barroco en su teoría de la guerra justa, la cual es doctrina que hoy no resulta fácil de argumentar, por la complejidad de los conflictos bélicos y la destructividad de las guerras, que hacen poco pertinente hablar de “guerra justa”. No obstante, con un criterio negativo sí se puede hablar de manera consistente de “guerra injusta” y tal es denominación que, con el juicio crítico necesario, podemos aplicar a esta guerra de agresión –de destrucción masiva de un país- de Rusia respecto a Ucrania, como en su día pudimos juzgar injustas desde la guerra de Vietnam hasta la ya mencionada guerra de Irak, que por fundadas razones merecieron el rechazo de los movimientos pacifistas y buena parte de la comunidad internacional.

Ahora bien, si respecto a la contraposición entre guerra justa o injusta se presentan determinadas objeciones en cuanto a operar con ella, lo cierto es que en términos más comedidos, como bien argumenta Habermas, se puede hablar de guerras legales o ilegales a tenor del derecho internacional. La invasión de Ucrania acometida por Rusia es a todas luces ilegal, y no sólo en su origen según lo que pueda entenderse como ius ad bellum, sino además por su desarrollo criminal en extremo, contrario a lo que pueda mantenerse aún como ius in bello según lo recogido en la Convención de Ginebra y otras normativas reconocidas como vigentes en el ámbito internacional. Es la ilegalidad, por lo demás, reconocida por la Asamblea General de las Naciones Unidas al plantear a Rusia la exigencia de cese inmediato de hostilidades en resolución del 24 de marzo de 2022, si bien luego bloqueada en cuanto a decisiones de su Consejo de Seguridad en consonancia con ello dado el derecho de veto que Rusia tiene en el mismo.

Entre el moralismo pacifista y una Realpolitik cínica: el drama de la izquierda en el debate occidental sobre qué hacer ante la guerra en Ucrania

Legítima defensa ante una guerra ilegal emprendida contra Ucrania es lo que hace la resistencia que en el país se opone a las tropas rusas de ocupación. En tanto que legítima y siendo cuestión decidida por el parlamento y el gobierno ucranianos, en defensa de la vida de ciudadanas y ciudadanos, de la libertad, de la integridad territorial y de la soberanía de su país, esa resistencia merece el apoyo que reclama a otros países democráticos, en especial a los de la Unión Europea –para sumarse a la cual, Ucrania inicia además el recorrido hacia su adhesión a la UE, empezando por la solicitud del reconocimiento de su candidatura a la integración-.

No deja de ser motivo de debate político, en y entre los mismos países concernidos por la petición de ayuda, sobre todo lo que se refiere a apoyo con armamento, teniendo en cuenta siempre cómo repercuten indirectamente en tales países las mismas sanciones económicas a Rusia, siendo de la mayor importancia los recursos energéticos que dejan de fluir hacia Europa. Entrecruzado con ese debate de tan complicadas aristas está la polémica misma desatada entre las izquierdas, cuestión reiteradamente abordada en distintos foros y que desencadena agrios enfrentamientos en las redes sociales.

Sin echar mano de epítetos que enconan más el debate, sin duda resulta sorprendente que en amplios sectores de la izquierda se venga de hecho a suscribir la propaganda de Putin sobre la necesidad de “desnazificación” de Ucrania. Esta –aparte de reductos contaminados de ideología nazi como el tan mencionado batallón Azov, que no deja de tener su correlato ruso en el mercenario grupo Wagner- es grosera descalificación de la ciudadanía de todo un país para utilizarla como factor de deshumanización de quienes son fijados como enemigos para emprender su liquidación según fórmulas totalitarias desgraciadamente muy conocidas –supone la aplicación del criterio puesto de relieve por Giorgio Agamben en su crítica de la tanatopolítica sobre “la vida que no merece vivir”, en este caso focalizado para una especie de nueva solución final para toda suerte de ucranianos previa y arbitrariamente declarados traidores nazis-.

Todo ello es lo que da pie, junto a otras causas, a que hablemos del estalinismo de Putin y de quienes le secundan, lo cual se suma a los pretextos puestos en circulación para invadir territorios, que son de clara impronta hitleriana. Es por ello que sea aún más asombroso que en sectores de izquierda en Europa se alineen con mentiras tan descaradas, al modo de la más rotunda dinámica de posverdad, hasta el punto de verse atrapadas por lo que con sobrados motivos se puede calificar de nazi-estalinismo de Putin. Tan ello es así que se hacen declaraciones que llegan a ser irrespetuosas en sumo grado con la capacidad de decisión del pueblo ucraniano, llegando a plantear con tonos tan paternalistas como supremacistas lo que debiera hacer, que no sería otra cosa que claudicar sin más ante las fuerzas ocupantes y “negociar” con un Putin armado, pero desalmado, que pone desde su posición de fuerza las condiciones incuestionables de tal negociación.

Llaman, pues, la atención las argumentaciones de una parte de la izquierda que viene a acomodarse sin rechistar a una Realpolitik con los tonos más duros de cinismo político. No es solo que se esgriman motivos en los aledaños de una exaltada razón de Estado –la razón de Estado única que, por cierto, se impondría sería la de Rusia, pues es pretensión desde ésta que Ucrania deje de existir como Estado. Más aún, dejando atrás consideraciones que podrían ponerse en la cuenta de la ciencia política nacida con Maquiavelo, acaban haciendo suyas la palabras con las que Tucídides, en el lejano siglo V a.C., recogía en su Historia de la guerra del Peloponeso, lo que era principio fáctico que en la realidad venía a verificarse: «Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben». Convertidas estas palabras en enunciado cínico para predicar sin más el sometimiento a la ley del más fuerte, contra toda pretensión de hacer valer principios de una normatividad jurídico-política mínimamente decente, acaban siendo, si se asumen por la izquierda, motivo de autodescalificación en tanto que izquierda.

Tamaña falta de sensibilidad ético-política es la que a la postre viene a compadecerse con una carencia de análisis que no permite ver, entre otras cosas por el ofuscamiento de una posición anti-OTAN cuyas razones, aun manteniéndose, pierden fuerza cuando se extrapolan hasta impedir ver la realidad de destrucción y muerte -¡distópica!- que en este caso no trae causa directa del imperialismo de EEUU, sino de un nuevo imperialismo ruso, no exento de pretensiones abiertamente colonialistas –por lo demás explicitadas desde el Ministerio de Exteriores de la Federación Rusa-.

Precisamente el extravío de una mirada que sigue atrapada en la visión del mundo según sólo dos campos –a favor de OTAN/EE UU o en contra de OTAN/EE UU-, impide percatarse crítica y consecuentemente de lo que en este caso está en juego, lo cual queda aún más trabado por la aplicación de la simplona y perversa máxima de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Que filósofos de lo común como Pierre Dardot y Christian Laval, de acreditada trayectoria en la crítica al neoliberalismo, llamaran la atención sobre todo ello, convocando a una mayor lucidez en la izquierda, es tan de agradecer como que se eleven voces, cuales las de pensadores marxistas como Étienne Balibar o Michael Löwy, expresando la necesidad de apoyar a la resistencia ucraniana. Que ésta, como se puede ver en las páginas de viento sur, cuente con solidaridad activa de fuerzas políticas y sindicales de izquierda en Ucrania, así como en la misma Rusia desde lo que es difícil y riesgosa posición de crítica a la guerra en el contexto dictatorial del régimen de Putin, es factor de clarificación de posiciones más allá de las campañas de desinformación.

La pertinencia de un punto de vista anticolonialista ante el expansionismo neoimperialista ruso y su explosiva mezcla de capitalismo salvaje y mitificaciones de cultura antimoderna

No es descabellado considerar la resistencia ucraniana a la invasión rusa como resistencia antineocolonial. Las brutales actuaciones del ejército ruso, dejando tras de sí ciudades arrasadas, crímenes de guerra documentados y prácticas genocidas constatables –amén de provocar el éxodo de millones de refugiados-, que desde el punto de vista sociopsicológico presentan un perfil no sólo fuertemente sádico, sino marcadamente necrófilo llevando la destructividad a cotas muy sanguinarias, dan pie a que al pueblo ucraniano, sin olvidar el sufrimiento de otros pueblos injustamente tratados en lo largo de la historia y en nuestros mismos días, sea considerado como nuevo exponente de lo que Frantz Fanon llamó “los condenados de la tierra”.
La Francia de la IV República, la que salió con perfil heroico de la II Guerra Mundial, es la que se empleaba a fondo en la represión de los argelinos que luchaban por la independencia de su país, enfrentándose a un poder colonial que puso en marcha una despiadada máquina de guerra para hacer valer las pretensiones de dominio de la metrópoli. Si Fanon vino a situarse en la misma órbita que Aimé Césaire con su Discurso sobre el colonialismo y con la carta que éste dirigió a quien era secretario general del PCF, partido del que Césaire era militante y diputado por la Martinica en la Asamblea francesa, fue para hacer causa común en la crítica, no sólo a una república que con su colonialismo traicionaba sus principios fundacionales y negaba el mismo carácter liberador que había ganado con la resistencia frente a la ocupación nazi, sino también a una izquierda apegada a una mentalidad colonial con un lastre supremacista evidente. Es por ello que Sartre, prologando el citado libro de Fanon no sólo explicitó su apoyo al movimiento independentista argelino, sino que formuló abiertamente su posición crítica hacia un pacifismo ingenuo que pretendía situarse en una posición neutral en medio de lo que era guerra colonial por un lado y lucha anticolonial por otro. La crítica sartreana al pacifismo abstracto acababa señalando irónicamente cómo termina en «ideología mentirosa»: «¡Qué bello predicar la no violencia! ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos!». Y concluye diciendo que la pasividad de ese descomprometido pacifismo «alinea del lado de los opresores».

Esas palabras de Sartre, ciertamente duras, pero no carentes de razón, siguen dando que pensar si se ponen en relación con muchas de las declaraciones y manifestaciones actuales en torno a la guerra en Ucrania por parte de quienes se adscriben sin más a una posición genérica “a favor de la paz” y “contra todas las guerras” como si el fiel de la balanza estuviera en un punto de equilibrio entre la guerra total que supone la agresión rusa y la defensa armada que pone en práctica hasta donde y como puede la resistencia ucraniana.

Como tantas veces también se ha dicho, lemas de ese tipo tienen toda su pertinencia y valor cuando los esgrime la oposición democrática a la dictadura de Putin desde sus posiciones críticas respecto a la invasión en curso. Es esa oposición, que se enfrenta al conglomerado de capitalismo cleptocrático, régimen autoritario, nacionalismo étnico, machismo y belicismo desaforado, la que merece a su vez todo el apoyo que desde fuera pueda ofrecérsele frente a un cóctel ideológico de claro perfil fascista –corroborado además por las relaciones de Putin con todos los líderes y partidos de ultraderecha que han ido a beber de sus fuentes ideológicas y financieras, contando con la capacidad de ataques cibernéticos a las democracias desde servidores rusos-. Y no hay que olvidar el alineamiento total con Putin por parte del patriarca Kirill de Moscú, que llega al extremo de calificar la invasión de Ucrania como “guerra santa”. Tal confesionalismo criminal pone la guinda antimoderna en esta guerra de tiempos posmodernos.

Son palmarias las contradicciones en las que se incurre invocando la paz ante las partes en conflicto –máxime si estas se limitan a EE UU/OTAN por un lado y Rusia por otro, como si los ucranianos fueran meros figurantes en una guerra que no fuera con ellos-, cuando el agresor, sobre el que recae la culpa de la guerra más allá de factores contextuales previos, de hecho no quiere saber nada de esa paz, sino sólo de claudicación de quien no sólo es tratado como enemigo, sino perseguido a muerte.

Por eso incluso es de lo más chocante la insistencia del presidente francés en que hay que negociar con Putin en pos de una salida sin humillación alguna para él. ¿De qué se trata: de que el agresor se vaya de rositas con su botín entre las manos? ¿Acaso Macron tiene constancia de la voluntad de negociación por parte de Putin, de su predisposición a que cesen los bombardeos o a retirarse de Ucrania? ¿O bajo apariencias de discurso pacifista liberal y atento a condiciones del realismo político lo que se propone cínicamente es un trágala para quien está en posición más débil y, de camino, quitar de encima a los europeos la losa de las restricciones energéticas que conlleva el embargo al petróleo y al gas rusos?

En otra dirección también se evidencia la contradicción de un pacifismo falsamente neutralista en la misma posición del Vaticano, que si por una parte, invocando la paz y criticando el envío de armas a Ucrania por alentar con ello la guerra, se ofrece para mediar entre las partes, por otra también viene a decir que no habrá negociación defendible si no es respetando la integridad territorial de Ucrania. ¿Doble ingenuidad de la diplomacia vaticana o doble vara de medir en términos de realismo político para salvar la cara allende la propia contradicción?

De la aporía señalada por Habermas a la resistencia como alternativa a la sumisión bajo inspiración de Bonhoeffer. La transmutación del pesimismo en apuesta transformadora

Si bien hay que reconocer que la guerra llevada adelante por Rusia contra Ucrania nos pone ante dilemas de difícil abordaje, la manera misma de afrontar tales dilemas ya entraña más o menos coherencia democrática, mayor o menor respeto a la legalidad internacional, efectiva o no efectiva solidaridad con el pueblo ucraniano, real o irreal compromiso emancipador desde una perspectiva de izquierda… Un planteamiento tan interesante como revelador al respecto es el sostenido por Jürgen Habermas en su artículo titulado “Hasta dónde apoyamos a Ucrania”, que vio la luz en varios diarios europeos de gran eco. Es verdad que el filósofo alemán mostraba a las claras que su reflexión estaba muy enmarcada en el debate político sobre la guerra abierto en la República Federal y, para más señas, claramente alineado con las posiciones defendidas por el canciller Scholz.

Si el punto de partida indiscutible es que la guerra iniciada por decisión de Putin es guerra ofensiva que viola la legalidad internacional, no por tener esa claridad quedan despejados los interrogantes sobre cómo actuar atendiendo a las peticiones de ayuda hechas por el presidente Zelenski. Habermas se acoge en todo momento a un principio de cautela que le lleva a ser comedido en cuanto a la misma ayuda armamentística que se pueda ofrecer a Ucrania. Se corre el peligro de traspasar un umbral de riesgo que conllevaría una escalada bélica con amenazas de uso de armas nucleares que, aunque sean tácticas, serían de efectos altamente letales y sí supondrían situarnos de lleno en escenario de III guerra mundial. Dado ese peligro, si la ayuda en armas a Ucrania es fuerte, se puede provocar respuesta creciente de Rusia, trascendiendo los límites de la guerra acotados al país invadido; pero si no se ayuda militarmente a la resistencia ucraniana, Ucrania pierde y gana la política expansiva y amenazante de Putin, dejando vía libre para similares acciones bélicas en otros territorios con excusas  similares. Tales son los cuernos del dilema, ante los cuales Habermas propugna ayudar con contención a Ucrania de manera tal que no se pase la raya que supusiera que los países occidentales se sitúan en lo que el derecho internacional entiende por “entrar en guerra”.

No obstante lo expuesto en este sucinto resumen del artículo de marras, este Habermas que reflexiona con notables dosis de realismo político, que puede sorprender por quedar lejos de sus usuales planteamientos procedimentalistas en el terreno normativo propio de las democracias constitucionales, no deja de hacer hincapié en que al fin y al cabo es Putin quien va a interpretar en todo caso hasta dónde puede llegar Occidente. En definitiva, se reconoce que estamos ante un matón chantajista de escala global, que cuenta con dos armas de graves efectos extorsionadores: el gas y el arma nuclear. Por ello, si por una parte Habermas trata de poner coto a una posición moralista que por absolutización del compromiso con las víctimas defiende apostar por continuar la lucha al precio que sea bajo el antagonismo de victoria o derrota, por otra, se inclina por una salida de compromiso, más asumible por sociedades posheroicas como son las nuestras.

Lo sorprendente al final es que el mismo Habermas termina con una doble consideración que no puede ocultar la contradicción que sigue encerrando: si por un lado reafirma que está bien fundada la decisión de no participar en la guerra en Ucrania, por otro se sostiene a la vez que Ucrania no debe perder esta guerra. Tan aporética conclusión pone negro sobre blanco que la guerra de Putin ha alterado las coordenadas de nuestro mundo y que, además, nos tiene descolocados en nuestras mismas referencias filosóficas y políticas para afrontar la cuestión de manera consistente, abriendo paso a modos de acción políticamente defendibles y transitables apoyando a Ucrania, afrontando la barbarie de la guerra llevada a cabo por Rusia y evitando reforzar sin más un imperialismo otanista que a estas alturas no haría más que mantener un dominio pretendidamente mundial sin una hegemonía que Occidente pudiera sostener a estas alturas. Es la cuadratura del círculo en cuya resolución la Unión Europea, y la izquierda que se halla en su seno, se juega el ser o no ser.

En verdad, ante el panorama distópico que tenemos por delante, lo que hemos llamado la aporía habermasiana no deja de ser lugar de enunciación de las mismas declaraciones a favor de la resistencia ucraniana, puestos a apoyar conjugando convicciones y responsabilidad por las consecuencias en interpretación no maximalista de Weber –él mismo no se encerró en una oposición dicotómica al respecto, por más que muchos de sus intérpretes hayan querido llevarlo ahí-. En ese sentido bien puede subrayarse que ante tanto exceso de moralismo político por una parte, con deriva a un pacifismo inoperante, y de realismo cínico por otra, con conclusiones a favor de la claudicación de quienes son agredidos ante la posición de fuerza del agresor, lo que es más necesario es una política moralmente orientada. En este caso, dicha posición conlleva plantearse con toda lucidez la alternativa resistencia o sumisión. De suyo, al traerla aquí a colación supone reconocer en ella la paráfrasis hecha sobre el famoso título de Dietrich Bonhoeffer, resistente al nazismo en la Alemania nazi, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio.

Conviene recordar que Bonhoeffer era pastor luterano que desde el ascenso del nazismo al poder formó parte de lo que se llamó Iglesia Confesante, es decir, el minoritario sector del luteranismo que para nada transigió con Hitler. Desde el principio tuvo claro Bonhoeffer que había que resistir frente a la barbarie nazi, encontrando fuerza moral para ello en la “sumisión”, ante el mal que el nazismo encarnaba, a la idea de bien ínsita en el mensaje evangélico. Su experiencia compartida de resistencia llevó al pastor protestante a entender que, se alimentara el coraje ético imprescindible ya de fuentes religiosas, ya de una moral laica, lo importante era resistir activamente a lo inhumano del nazismo. Su compromiso, además de inducirle a permanecer en Alemania, le llevó incluso a sumarse a la lucha clandestina contra Hitler, hasta el punto de verse apresado y al final ejecutado en 1944 acusado de formar parte de la conspiración para acabar con el dictador. Como subraya la filósofa Judith Shklar, es claro ejemplo de resistencia contra el tirano y es referencia cuando en el día de hoy se debate sobre cómo resistir a la barbarie de Putin.

Traer a colación la figura de Bonhoeffer no es para resolver los dilemas o salir de las aporías en las que nos hallamos al hilo de la guerra en Ucrania. No hay ninguna receta unívoca que nos dé solución indubitable a la recurrente pregunta sobre qué hacer, con la que ineludiblemente nos confrontamos en un caso como éste. Pero la referencia a Bonhoeffer nos proporciona un ejemplo en el que se transita coherente y consecuentemente desde el pacifismo evangélico a una resistencia activa contra la tiranía que, si tiene que hacer un uso ponderado de una violencia defensiva, no por ello mengua el compromiso con la paz que se busca. Todo lo contrario, dado que no da señales de detenerse el perseguidor que acosa a los perseguidos hasta su destrucción –algo ya subrayado por Maimónides cuando en el siglo XII hablaba de resistencia ante quien trata a los que persigue peor que si fueran solo enemigos, como nuestra Rafael Herrera en su brillante estudio Ser perseguido. Resistencia al poder en Maimónides-.

Tomando, pues, como referencia, entre otras, a Bonhoeffer a la hora de argumentar a favor de la resistencia frente a Putin, bien podemos retomar su conjunción para convertirla, como quedó formulada, en disyuntiva excluyente: o los ucranianos resisten, y razonablemente se les apoya mientras así lo tengan decidido, o la otra posibilidad que queda es la sumisión a un poder dictatorial que tanto destruye a Ucrania como subyuga al propio pueblo ruso.

No será fácil seguir en el recorrido que queda por delante –por más que sea un balón de oxígeno político el compromiso de la Comisión Europea de promover la candidatura de Ucrania para la integración en su día en la Unión Europea-, pero cabe tener presente a la hora de compartir resistencias una de tantas inestimables aportaciones de Walter Benjamin, como la consistente en apuntar a la “organización del pesimismo” convirtiéndolo en potencial revolucionario. Y si la melancolía nos acompaña, llevémosla, siguiendo a Bensaïd, a “apuesta melancólica” a favor de los resortes emancipatorios de esperanza que la resistencia ucraniana puede movilizar.

José Antonio Pérez Tapias es catedrático de Filosofía de la Universidad de Granada

Fuente: https://vientosur.info/resistencia-o-sumision-en-la-distopia-belica/