Este ensayo parte de la constatación de un hecho: la gran mayoría de los movimientos sociales latinoamericanos actuales utilizan -en el discurso- la categoría de resistencia para designar una praxis que aparece central y articuladora. En este sentido, tenemos que reconocer que se trata de un referente conceptual fundamental en la configuración de la izquierda […]
Este ensayo parte de la constatación de un hecho: la gran mayoría de los movimientos sociales latinoamericanos actuales utilizan -en el discurso- la categoría de resistencia para designar una praxis que aparece central y articuladora. En este sentido, tenemos que reconocer que se trata de un referente conceptual fundamental en la configuración de la izquierda social latinoamericana en el momento histórico actual. Por otra parte, como reflejo de esta centralidad en el discurso de los actores sociales, la categoría ha sido retomada por sectores académicos e intelectuales en el intento de caracterizar a los fenómenos de movilización que marcaron y marcan la vida política de la región en los últimos años. Sin embargo, más allá de ser trascendente, significativo y sintomático, este concepto resulta ambiguo y contradictorio en cada uno de los planos en el que es utilizado.
Partiendo de estas consideraciones iniciales, este ensayo intenta problematizar la categoría de resistencia y proponer el uso de la díada subalternidad/antagonismo para aclarar su sentido y su alcance.
I.
Asumir la centralidad de la idea de resistencia para caracterizar a los movimientos sociales latinoamericanos actuales implica un problema conceptual: ¿qué es la resistencia?
Podemos empezar a ordenar el problema a partir de dos acepciones que circulan hoy en día: una acepción débil de origen teórico y una acepción fuerte de origen político. En el plano teórico, las definiciones más elaboradas de la categoría de resistencia configuran una versión débil, que podríamos llamar subalterna. En el plano político, las implicaciones en el uso de la categoría conforman una versión fuerte, que podríamos llamar antagonista.
A esta primera distinción agregaría una consideración que puede parecer paradójica: la acepción débil, a pesar de ser fuerte teóricamente, es necesaria pero no suficiente para entender a los movimientos sociales latinoamericanos actuales mientras que la acepción fuerte es débil teóricamente pero incorpora una serie de elementos imprescindibles para pensar los procesos de movilización en la región.
Existen pocos estudios académicos sobre la categoría de resistencia. Ésta suele aparecer en forma tangencial en varios trabajos teóricos, en los cuales no adquiere densidad ni espesor. Para encontrar análisis más profundos hay que remitir a la obra de James Scott, a la escuela hindú de estudios subalternos y a los trabajos de Michel Foucault y sus discípulos. Solamente en estas propuestas la categoría es abordada directa y explícitamente y, por lo tanto, adquiere solidez teórica.
En lo que coinciden estas perspectivas es en proponer una acepción «débil» de la categoría de resistencia en la medida en que es vista como parte integrante de la relación de dominación, como hermana siamesa del poder, como una constante que, para Scott, por ejemplo, se ubica en el terreno de la infrapolítica y, salvo en casos extraordinarios, se manifiesta en un discurso oculto.[1]
En la misma dirección, escribe Adolfo Gilly:
«Tenemos entonces una relación: dominación y subordinación (bajo las formas de la legitimidad y la hegemonía), con una fricción consustancial a su existencia: la resistencia, de la cual se desprenden dos variables: 1) negociación en tiempos normales; 2) revolución en tiempos excepcionales.»[2]
Más allá de los problemas que acarrea esta distinción, hay que destacar que la acepción débil -«la negociación» según Gilly- tiene la virtud de la solidez y la seriedad, se basa en investigaciones empíricas que fundamentan teóricamente a la categoría y permiten analizar sus formas y sus circunstancias concretas. La piedra de toque que sostiene el edificio teórico es la ubicación (correcta) de la resistencia en el marco de la relaciones de dominación y de poder. A partir de allí, se abre la posibilidad de reconocer a la negociación permanente que caracteriza estas relaciones, en la cual existen márgenes de maniobra tanto para los dominados como para los dominantes.[3] Los márgenes de acción de los dominados, el terreno de la resistencia, se vuelven así el objeto de análisis refinados que revelan los aspectos creativos de la acción colectiva.
Por otro lado, en consonancia con una parte del legado gramsciano, estas posturas relacionan a la resistencia con la idea de subalternidad. Vista como la cara activa de la subalternidad, la resistencia -en estos enfoques- se configura como un horizonte de posibilidad y, al mismo tiempo, como un límite.
Esta concepción lleva a diluir u opacar otras dimensiones que rebasan el perímetro de una relación de dominación determinada, que tiene cierta flexibilidad pero también un umbral de ruptura.
Es cierto que, como señalan varios autores, la resistencia cotidiana, del hoy, se alimenta de imágenes de futuro, de un más allá, e incluso de un pasado resignificado, de la redención, diría Benjamin.[4] Sin embargo, pasado y futuro como perspectivas que rebasan la resistencia cotidiana, no dejan de remitir al presente donde lo posible se hace realidad, se traduce en experiencias concretas, y éstas -según la acepción débil- se encierran en la relación de dominación, remiten a la condición subalterna de las clases oprimidas, no rebasan cierta configuración de la hegemonía. Si la relación de dominación establece el marco de las condiciones reales, los dominados incursionan idealmente en el pasado y el futuro pero inevitablemente regresan a su presente, en el cual viven y actúan. En estas incursiones, arman su negatividad, en las visiones de otros mundos posibles construyen su rechazo al mundo existente y, de alguna manera, buscan trascenderlo.[5] De alguna manera, recrean la relación de dominación y el mundo que la contiene, se vuelven sujetos de la historia y trascienden los límites internos de una determinada relación de dominación pero no la relación misma. La resistencia, vista como expresión de la condición subalterna, no deja de ser una acción pensada desde la dominación, al interior de la dominación, en un marco hegemónico dado.
Esta noción de resistencia es indiscutiblemente útil para analizar a los movimientos sociales latinoamericanos actuales en la medida en que permite reconocer los límites y las posibilidades de la acción política colectiva. Sin embargo, algo trascendental no aparece, algo que ocurre en los mismos movimientos sociales latinoamericanos, algo que tiene que ver con el afuera, las fronteras externas de la relación de dominación. Un afuera que obviamente no es independiente del adentro, de las fronteras internas, pero juega dialécticamente y abre lo que parece cerrado.
II.
Aparece aquí el hermanastro de la subalternidad: el antagonismo.
A diferencia del concepto de subalternidad que ha sido objeto de estudios específicos que configuran un relativo consenso en torno a su sentido, el concepto de antagonismo no ha sido analizado en sí, como categoría articuladora, sino como concepto subordinado o secundario.
La definición común de antagonismo se desprende del uso que le dio Marx en dos pasajes célebres que cito a continuación, el primero del Manifiesto del Partido Comunista, el segundo del Prefacio a la contribución de la Crítica a la Economía Política:
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.[6]
Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo individual sino de un antagonismo que proviene, de las condiciones sociales de vida de los individuos. Pero las, fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo tiempo, las condiciones materiales para la solución de este antagonismo. Con esta formación social se cierra, por lo tanto la prehistoria de la sociedad humana … [7]
A partir de este planteamiento el concepto de antagonismo se consolidó como una forma de describir y nombrar el conflicto que atraviesa y caracteriza a las sociedades modernas, como sinónimo de lucha de clases, contraposición entre clases, polaridad o contradicción. Esta acepción sitúa el concepto en el terreno de la estructura, le confiere el carácter de herramienta para el análisis estructural.
Al mismo tiempo, en la lógica propia del pensamiento de Marx y posteriormente de los marxismos, el antagonismo estructural tiene un reflejo en el terreno de la conciencia y de la acción. Existe, por lo tanto, la posibilidad de recuperar este concepto en otro nivel de análisis, aprovechando su «disponibilidad semántica».[8]
Esta posibilidad puede sostenerse recuperando las reflexiones avanzadas por algunos pensadores marxistas contemporáneos. En particular, me refiero a la formulación propuesta por Ernesto Laclau, al uso de la categoría en los primeros trabajos de Toni Negri, a las ideas de Alberto Melucci y la perspectiva implícita en las hipótesis de E.P. Thompson y de John Holloway. Si bien se trata de autores diversos por orígenes y preocupaciones y, en algunos casos, divergentes y contrapuestos, cada uno de ellos abona a la construcción conceptual que estoy explorando.
La formulación de Laclau[9] tiene la virtud de abrir el debate sobre el concepto moviéndolo más allá de los límites del análisis estructural, aún cuando al situarlo en un plano estrictamente epistemológico -implícitamente ligado a la conciencia- no lo relaciona claramente con la praxis y la acción.
En los trabajos de la etapa obrerista de Toni Negri la relación entre el antagonismo y la subjetividad aparece más claramente aunque no en forma explícita y en medio de un uso contradictorio del concepto. De hecho, éste parece una muletilla en la medida en que su utilización es reiterada pero su alcance impreciso: a veces es utilizado para describir a la estructura del capitalismo, sus contradicciones y la correspondiente confrontación objetiva de las clases[10], en otras aparece cargado de implicaciones subjetivas, ligadas a la construcción y la acción políticas de la clase.
Para ilustrar esta segunda acepción, cito algunos pasajes significativos:
-«Las posibilidades formales del antagonismo en la reproducción-circulación del capital nos remiten a la consideración efectiva de la expresión del antagonismo obrero dentro y contra la reproducción del capital.» p. 252
-«La fenomenología de la lucha de clases en el capitalismo tardío representa una intensificación del antagonismo y una difracción de los circuitos de realización del capital y de la reproducción de la fuerza de trabajo que gana en radicalidad en la medida en que cobra consistencia la fuerza subjetiva de la clase obrera.» p. 256.
-«El transito de una análisis estructural a un análisis política de la Administración, de una investigación funcional a la definición antagonista es posible sólo si el punto de vista obrero está presente subjetivamente. p. 261.
-«proceso antagonista de autovalorización obrera, de la cualidad (y no sólo de la cantidad) de las luchas» p. 263. [11]
Más allá de las ambigüedades de Negri, hay que señalar como la perspectiva del obrerismo italiano ofrece una apertura metodológica que permite asimilar la noción de antagonismo a la dimensión subjetiva del conflicto. La inversión que propone Mario Tronti, el otro maître á penser del obrerismo, es particularmente sugestiva:
«La sociedad capitalista tiene sus leyes de desarrollo: los economistas las han inventado, los gobernantes las han aplicado y los obreros las han sufrido. Pero las leyes de desarrollo de la clase obrera, ¿quién las descubrirá? (…) Hay que trabajar con paciencia, en el vivo, en el interior, sobre este explosivo material social. Hemos visto también nosotros antes el desarrollo del capitalismo y después las luchas obreras. Es un error. Hay que invertir el problema, cambiar su sesgo, volver a partir del principio: y el principio es la lucha de la clase obrera.»[12]
El eco de esta inversión que antepone la acción de los dominados a la estructuración del dominio se aprecia en algunos pasajes de la última obra (muy discutible) de Negri cuando, por ejemplo, plantea la «primacía de la resistencia»[13] frente a la opresión, sin ofrecer mayores aclaraciones sobre la idea misma de resistencia, contribuyendo así a la confusión que señalé en la primera parte de este ensayo.
Un uso claramente subjetivista del término de antagonismo puede encontrarse en un autor de inspiración gramsciana, el sociólogo italiano Alberto Melucci. La virtud del planteamiento de Melucci consiste en centrar claramente el concepto en el terreno subjetivo de la construcción de los movimientos sociales.
Para evitar la paráfrasis, cito algunos pasajes significativos:
-«Un movimiento combina distintas orientaciones de acción y se trata de analizar si alguna de ellas es de carácter antagonista. (…) un elemento antagónico que no puede reducirse al intercambio político o la adaptación funcional.» (p. 118).
-«En las orientaciones de la acción de los movimientos contemporáneos emerge (…) un núcleo antagonista. Si en las sociedades de información el poder se ejerce mediante el control de los códigos, de los sistemas organizadores del flujo informativo, el conflicto antagonista radica en la capacidad de resistencia, pero todavía más, en la capacidad de subvertir los códigos dominantes.» (p. 123).
-«El análisis de los movimientos contemporáneos exige emplear otros criterios explicativos; un enfoque adecuado puede centrarse en los significados antagonistas de la acción y en la hipótesis según la cual el conflicto surge de los propios criterios que confieren sentido a la acción.» (p. 125) [14]
Sin embargo, más allá de estas intuiciones, Melucci utiliza el concepto de antagonismo sin detenerse en su definición, no lo relaciona ni lo contrapone explícitamente a la categoría de subalternidad y, al centrar su análisis en el plano simbólico y comunicacional[15], no incorpora otras dimensiones «antagonistas» derivadas de las contradicciones materiales propias del capitalismo contemporáneo.
Lo que parece faltar a Melucci es el equilibrio invocado por E.P. Thompson cuando, a partir de sus estudios sobre la clase obrera inglesa, lanzó esta sugerente provocación teórico-metodológica: «la clase no surgió como el sol, a una hora determinada. Estuvo presente en su propia formación».[16]
No atender este problema puede resultar tanto en los excesos estructuralistas que dominaron el marxismo escolástico del siglo XX, así como en excesos subjetivistas como los que se encuentran en un libro reciente coordinado por John Holloway sobre el concepto de clase. Partiendo de la loable intención de abrir el debate y revitalizar conceptos esclerotizados, Holloway plantea:
«el concepto de lucha de clases es esencial para comprender los conflictos actuales y el capitalismo en general; pero solamente si entendemos clase como un polo del antagonismo social y no sociológicamente como grupo de personas» [17]
Además de utilizar el concepto de antagonismo como sinónimo de polaridad, la reducción de la clase a la lucha, a la experiencia de la lucha, obviamente prescinde de toda determinación material o estructural, dejando descubierta una parte fundamental del problema.
Ahora bien, las referencias a estos autores más que configurar una definición abren una perspectiva de análisis. Esta perspectiva se dirige hacia la construcción de una noción de antagonismo que rebase su acepción común como sinónimo de contraposición de clase y se sitúe en el terreno de los procesos de construcción subjetiva de los movimientos sociales. En este sentido, el antagonismo puede configurarse como la contraparte de la categoría de subalternidad, formando una díada. Dos categorías complementarias que permiten visualizar dos caras de todo proceso de construcción subjetiva en un contexto de conflicto social e indicar una tensión fundamental en la formación de los movimientos sociales.
III.
La acepción fuerte de resistencia, la resistencia vista desde el antagonismo, como terreno de construcción del antagonismo, implica la incorporación de la alternativa, la alteridad, el otro, el contrapuesto, lo no dado, el aún no -la utopía posible que proponía Ernst Bloch- construido en función de lo existente pero que lo rebasa. No se trata aquí simplemente de abrevar del más allá, como en la acepción débil, para sostener una postura en el presente, en función del presente, en el marco de la dominación existente, sino propiamente de una construcción que repercute en el presente pero construye algo tendencialmente ajeno a la relación de dominación. Algunos de los autores mencionados anteriormente han buscado sostener teóricamente esta idea. John Holloway, por ejemplo, cuando habla de una subjetividad que arranca del no, de la negación.[18] Toni Negri, cuando invita al éxodo y la deserción, cayendo en una idea de ruptura absoluta difícil de sostener pero sugerente si se asume como tendencial, como movimiento y como proceso.[19] Daniel Bensaid, cuando habla de autonomía relativa del movimiento social.[20] Son ecos de un debate antiguo que, por ejemplo, llevaba a Georges Sorel a escribir sobre el espíritu de escisión y sobre la fuerza del mito.
El concepto clave de esta acepción fuerte de la resistencia puede ser el de antagonismo, un concepto que reúne el adentro y el afuera de las relaciones de dominación, que indica una construcción subjetiva que parte de la subalternidad hasta ser llevada al plano del conflicto público y extraordinario -ya no solamente oculto y constante. Desde el conflicto, solamente en tiempos de conflicto abierto, es posible, en la resistencia, la construcción del antagonismo, el estar en contra que incluye con claridad meridiana la construcción del otro -sujeto social- que sugiere otra relación social, otra sociedad, prefigurando la superación del conflicto presente.
Obviamente, esta acepción fuerte de la categoría de resistencia supera la distinción que manejan algunos autores entre resistencia activa y resistencia pasiva porque, si la resistencia es una acción social, en términos teóricos resulta redundante señalar su rasgo activo y absurdo atribuirle un rasgo pasivo. Sin embargo, esta adjetivación, más allá de sus deficiencias teóricas, es un síntoma de un problema conceptual y, sin encontrar la cura, diagnostica la enfermedad.
Justamente es en el terreno teórico donde la acepción fuerte de la categoría de resistencia se encuentra más débil. Más allá de las intuiciones de los autores antes mencionados, la acepción fuerte no es objeto de reflexiones teóricas sino de un uso instintivo en el resbaloso terreno análisis socio-político. La mayoría de los análisis de intelectuales comprometidos con los movimientos sociales latinoamericanos asume esta acepción pero no la sustenta teóricamente. En algunos casos, su adopción corresponde a una proyección de deseos, de un deber ser, hasta convertirse en un mito politizador, la resistencia con R mayúscula, como ocurrió en Italia en el segundo posguerra. En otros casos, el uso de la acepción fuerte responde (superficialmente) a la necesidad de dar cuenta de la radicalización de los movimientos sociales mediante la resignificación categorial.
Indiscutiblemente la acepción fuerte de resistencia tiene una virtud: ilumina los aspectos transformadores -reales o potenciales- de los procesos de movilización en curso. Alude a un cambio de paradigma en el terreno del análisis socio-político, en la medida en que se lee, en su proyección, como un cambio de sentido, un cambio de época. Cambio de sentido en relación con el supuesto fin de la historia que, por absurdo que pareciera, quería indicar un hecho real: el acotamiento del conflicto en el marco de una relación de dominación incuestionable e indestructible. Desde mediados de los años 90, y en forma creciente hasta la fecha, el conflicto social volvió a emerger en toda su radicalidad, pasó -en términos de Scott- de ser discurso disfrazado a discurso público, discurso y acción que modifican no solamente el escenario -las grietas del conflicto- sino la misma correlación de fuerzas. En esto podemos ver un cambio de época, lo cual más que una afirmación es un pregunta, una hipótesis arborescente que implica una serie de debates.
La acepción fuerte de la categoría de resistencia indica una posibilidad real de cambiar el mundo, que se intuye en la construcción, en el conflicto, del antagonismo. Alude al cambio cualitativo, en la resistencia misma, de una versión débil, defensiva, hacia una versión fuerte que contiene la posibilidad de la ofensiva, invirtiendo la fórmula de Gramsci, el pasaje de la guerra de posiciones a la guerra de movimiento.
IV.
En un primer acercamiento, a nivel tentativo, como apertura metodológica y como propuesta de investigación, podemos delinear los ejes de tensión al interior de los movimientos sociales latinoamericanos a partir de dos tipos ideales de resistencia: resistencia subalterna y resistencia antagonista.
Es posible identificar por lo menos cinco niveles o planos que giran alrededor de la categoría de resistencia: sujeto, ámbito, temática, correlación de fuerzas y proyección/alcance sistémico.
En este esquema inicial, la resistencia «subalterna» se caracterizaría por ser animada por sujetos relativamente fragmentados (individuos o grupos), por ubicarse en el ámbito de la vida cotidiana (entendiendo por ella el entorno social inmediato y el corto plazo), por surgir entorno a temas parciales (demandas y reivindicaciones puntuales), por ser defensiva (respuesta o reacción a una agresión), por plantearse como recurso en función de la conservación (restablecimiento del estatus quo previo a la agresión). En última instancia, podemos definirla fragmentaria en cuanto a sujetos, temas y ámbitos y proyectada a un simple ajuste en la lógica sistémica, ajuste en el marco de un sistema o un pacto. En este sentido, es subalterna en cuanto se mantiene al interior de una forma de dominación.
En cambio, la resistencia «antagonista» tiende a rebasar el marco hegemónico establecido y se caracteriza por la combinación de los elementos anteriores (irreductibles cuando se habla de resistencia) con otras características que amplían el alcance de la categoría. La versión «antagonista» unificaría distintos sujetos en el marco de un movimiento social (entendido como movilización sostenida y orientada y no como suma de organizaciones), ampliaría la dimensión de la vida cotidiana hacia una dimensión política (entendiendo por política toda acción directa a modificar o mantener la estructura u organización de una sociedad), por articular la parcialidad de los temas en disputa con un visión general del conflicto, por articular la lógica defensiva con una perspectiva ofensiva destinada a modificar la correlación de fuerzas más allá de los ajustes coyunturales, por combinar la conservación de lo existente con una proyección de cambio, que sea revolucionaria o reformista, (entendiendo por reforma un cambio significativo y por revolución un cambio radical).
A manera de conclusión
Concluyo reiterando las principales hipótesis de este ensayo.
La ambigüedad en el uso del concepto de resistencia, más allá de las implicaciones teóricas anteriormente señaladas, refleja los procesos en curso al interior de la izquierda social latinoamericana, procesos de transformación que corresponden a una época de transición en el marco de la cual son evidentes las tensiones entre viejos y nuevos paradigmas. En la construcción histórica de la izquierda social latinoamericana, la categoría de resistencia juega un papel fundamental, no sólo por su constante presencia en el discurso, sino por ser un ángulo de lectura de las contradicciones y las tendencias que la caracterizan.
Los movimientos sociales latinoamericanos pueden y deben visualizarse en el marco de la tensión entre subalternidad y antagonismo, tensión que se manifiesta en el tópico de la resistencia y a lo largo de las dimensiones que ésta implica. A través de este prisma podemos y debemos empezar a leer el proceso histórico y las tendencias en curso en aras de avanzar en el conocimiento de las formas de la acción colectiva y la movilización social, de los itinerarios y las formas de la construcción de la izquierda social latinoamericana.
Podemos y debemos, no sólo porque es nuestro trabajo como estudiosos de los movimientos sociales, sino también, y sobre todo, porque la movilización y la participación popular son las condiciones sine que non para la liberación latinoamericana.
* Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente es Coordinador del Colegio de Humanidades y Ciencias Sociales de la UACM.
[1] James Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, ERA, México, 2000, pp. 239-367.
[2] Adolfo Gilly, El siglo del relámpago. Siete ensayos sobre el siglo XX, Itaca-La Jornada, México, 2000, p. 21.
[3] Ver para una aplicación al caso mexicano, Rhina Roux, El principe mexicano. Subalternidad, historia y Estado, ERA, México, 2005.
[4] Ver Walter Benjamin, Tesis sobre teoría de la historia.
[5] Ver John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy, Herramienta-Universidad Autónoma de puebla, Buenos Aires, 2002.
[6] Karl Marx-Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista.
[7] Karl Marx, Prefacio a la contribución de la Crítica a la Economía Política.
[8] «La obediencia incondicional a un organon de reglas lógicas tiende a producir un efecto de «clausura prematura», al hacer desaparecer, como lo diría Freud, «la elasticidad de las definiciones», o como lo diría Carl Hempel, «la disponibilidad semántica de los conceptos» que constituye una de las condiciones del descubrimiento, por lo menos en ciertas etapas de la historia de una ciencia o del desarrollo de una investigación», Bourdieu, Pierre, Jean-Claude Chamboredon y Jean-Claude Passeron, El oficio del sociólogo, Siglo XXI, México, 1998, p. 21.
[9] Ver Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, FCE, Buenos Aires, 2004, en particular pp. 164-170.
[10] Ver Antonio Negri, Los libros de la autonomía obrera, Akal, Madrid, 2004. Cito algunos pasajes que apuntan en esta dirección: » antagonismo entre formas económicas y formas institucionales» (p. 259); «introducir una variante subjetiva que nos permite, en las condiciones formales y reales del antagonismo, llevar a cabo una inversión de la praxis.» (p. 261); «Contradicción antagonista fundamental: la que se determina entre organización y poder de mando, entre proceso de trabajo y proceso de valorización» (p. 263); «antagonismo fundamental: entre capital y trabajo» (p. 263).
[11] Ibid.
[12] Mario Tronti, «Lenin in Inghilterra», editorial de Classe Operaia, febrero de 1964, (traducción MM).
[13] Michael Hardt y Toni Negri, Multitud, Debate, Barcelona, 2005, pp. 91-96
[14] Alberto Melucci, Acción colectiva, vida cotidiana y democracia, El Colegio de México, México, 1999.
[15] Melucci, op. cit., «El antagonismo de los movimientos tiene un carácter eminentemente comunicativo: ofrecen al resto de la sociedad otros códigos simbólicos que subvierten la lógica de aquellos que dominan en ella.» (…) «Aquellos que enfatizan la falta de eficacia de estas formas de acción, no sólo no captan el antagonismo simbólico sino que subestiman el impacto político de las movilizaciones.» p. 104.
[16] E.P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Crítica, Barcelona, 1989, tomo I, p. XIII.
[17] John Holloway (compilador), Clase @ Lucha. Antagonismo social y marxismo crítico. Herramienta-Universidad Autónoma de Puebla, Buenos Aires, 2004, p. 10.
[18] Ver John Holloway, Cambiar el mundo…, op. cit., pp. 13-26.
[19] Ver A Micheal Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Buenos Aires, 2002, pp. 199-203.
[20] Daniel Bensaid, «Teoremas de la resistencia a los tiempos que corren» en Memoria, núm. 190, México, diciembre de 2004, pp. 22-36.