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¿Retorno a la guerra (no tan) fría?

Fuentes: La Jornada

Una vez consumada la independencia de Kosovo, el mapa europeo parecía haber retornado aproximadamente ahí donde había comenzado el siglo XX para el viejo continente: no en 1914 sino en 1918. En 2008, al igual que hace 90 años, su geografía política (y militar) alentaba la impresión de haber alcanzado un equilibrio que aparentemente excluía […]

Una vez consumada la independencia de Kosovo, el mapa europeo parecía haber retornado aproximadamente ahí donde había comenzado el siglo XX para el viejo continente: no en 1914 sino en 1918. En 2008, al igual que hace 90 años, su geografía política (y militar) alentaba la impresión de haber alcanzado un equilibrio que aparentemente excluía la posibilidad de conflictos que evocaran los saldos de un pasado que hasta entonces había estado guiado por las manos venturosas del nacionalismo. Pero precisamente las pesadillas del siglo XX muestran que la historia nunca ha sido una efectiva magistra vitae (maestra de la vida). Las sociedades simplemente no aprenden de ella. Más bien parecen guiarse por el impulso contrario, una suerte de ciega compulsión a la repetición.

La crisis de Georgia pone de manifiesto, una vez más, que esa criatura llamada nacionalismo sigue siendo tan indomable (e inflamable) como lo fue a lo largo de la tumultuosa historia de la modernidad. No recuerdo quién dijo que las rivalidades étnicas y nacionales eran tan antiguas e inevitables como el pecado, pero habría que agregar que el apetito de quien se siente con la fuerza para capitalizarlas siempre ha sido igual o más tentador. Los saldos del nuevo conflicto del Cáucaso consignan que una política basada en esa extraña conjugación que puede reunir inveteradamente a la provocación con la incompetencia (cuando no la impotencia) puede llevar a las naciones occidentales a cometer los errores más antiguos en su confrontación actual con ese enigma llamado Rusia.

Cuando Dick Cheney, el vicepresidente de Estados Unidos, amenaza a Moscú (micrófono en mano ante sus propias puertas en el sur) con integrar a Georgia a la OTAN (lo cual supondría, por ejemplo, la posibilidad de emplazar tropas occidentales en una de las fronteras de seguridad rusa), y Christopher Meyers (antiguo embajador británico en Washington) escribe alocadamente que la única manera de fijar reglas estables es retornar a los acuerdos de Viena de 1815 (una Europa dividida en esferas de influencia), sólo puede inferirse que ese síndrome cíclico de afasia que suele afectar a las potencias militares se ha apoderado de nuevo de la política internacional.

Desde la caída del Muro de Berlín, Estados Unidos decidió extender su esfera de influencia en todas aquellas regiones que la guerra fría había marcado como «zonas grises». Léase: países que habían logrado sustraerse a la lógica bipolar definida por Washington y por Moscú. No es casual que las tres guerras principales que siguieron a 1989 (Yugoslavia, Irak y Afganistán) se hayan escenificado en esos territorios ambiguos (entiéndase: «ambiguos» desde la lógica de las potencias). Al debilitamiento ruso siguió una suerte de vértigo de expansión que llevó a Occidente a creer en el espejismo de que los antiguos dominios que se hallaban bajo influencia soviética podían pasar gradualmente a la hegemonía de la OTAN.

Sin embargo, el relevo resultó mucho más complejo de lo que se pensaba.

El apoyo de Rusia, y crecientemente de China, a la resistencia contra las intervenciones en Irak y en Afganistán ha prolongado ambos conflictos hasta colocar a Estados Unidos en una situación que cada día se antoja más sin salida. Y la fulminante respuesta de las tropas rusas en el conflicto de Georgia habla de un ejército que no sólo parece haberse restructurado, sino que está dispuesto a enfrentar pérdidas y sacrificios antes que renunciar a sus áreas de seguridad. Es un evidente aviso de que los ánimos expansivos de la OTAN deben tener límites. Esos límites se llaman: Georgia y Ucrania.

Alguna vez un amigo que viajó a Georgia en los años 80 me contó que en las oficinas y en los parques públicos colgaban fotografías de Stalin. En la época ya era una afrenta a las autoridades soviéticas, para quienes el Gran Líder había caído en desgracia. Preguntó entonces por qué las colgaban. Le respondieron: «Stalin mató a muchos rusos».

El sentimiento antirruso de muchos de los países que alguna vez integraron ese dominio ha sido la apuesta tradicional de quienes han pretendido reducir la esfera de influencia de Moscú en su propia zona. Pero casi siempre suele mal calcularse las fuerzas que puede convocar el nacionalismo ruso.

¿Qué tan lejos pueden llegar en esta ocasión?

En cierta manera, todo depende, paradójicamente, de la actitud que adopten las naciones europeas.

Hasta hoy resulta auténticamente grotesco (no encuentro un calificativo más sensato) observar cómo aprueban la intervención en Irak y promueven la guerra en Afganistán, conflictos que han arrasado con decenas de miles de vidas humanas, y se alarman e indignan en nombre de los «derechos humanos» cuando el ejército ruso interviene en Georgia. La doble moral tiene un límite. Una guerra no respaldada por una causa profunda es una guerra probablemente perdida. La razón es sencilla: la legitimidad de la guerra nunca proviene de su eficacia en el terreno sino de los fines que la justifican.