Es octubre otoñal y ahí está la Plaza Roja.
Salvo el poder, todo es ilusión[1].
Así que este es Moscú, pensé, mientras anochecía. Acababa de llegar al aeropuerto internacional Sheremétievo. Medio dormidos nos trasladaron de una residencia estudiantil y entre cabeceadas veíamos por las ventanas del bus que cruzábamos por una ciudad con unos letreros decorados de musculosos obreros y decididas campesinas empuñando el martillo y la hoz. Así se veía el socialismo desde un bus, en la madrugada moscovita. De ruso la única palabra que conocía era tavárishch[2]. De golpe ahí estaba en físico la capital de un país-idea, un país-noción y país propósito ideal para millones de personas. En esta madrugada errante, por estas calles que uno busca comparar con otras más conocidas, llegan a su fin las madrugadas de discutideras por capítulos vividos y escritos a golpe de humor revolucionario. Pero ahí estaba la realidad sin filtro, así como quien se encuentra en la mitad de la calle con sus mejores sueños o sus peores pesadillas empecé a buscar ese paisaje grisáceo, lúgubre y enfermizo; con calles abarrotadas de gente agobiada por la “opresión comunista” y unos tombos rojos vigilantes en las esquinas para que nadie escupiera un mal pensamiento.
Somos nuestras lecturas, qué se le va hacer. No fue el mejor libro para comprender el posible lío en que me metería con años de propaganda antisocialista y años de pláticas admirativas al socialismo. ¿Quién no sabe que el centro era cojudez o estupidez? Se era no se era. Mi generación comenzó por ser muy literaria, de letras, de palabras leídas. El libro alcanzaba a todos los públicos y se recomendaba como la última noticia del apocalipsis socialista. El Archipiélago Gulag[3] consumía comentarios y ríos de tinta, en aquellos años de finales de los ’70 del siglo pasado. Un amigo me regaló ese libro, sin saber de mis últimas decisiones de viajar por fin a la URSS. A estudiar, a qué más.
Me alojaron en la región de Sókol[4], una barriada moscovita de las más antiguas. Delante de la residencia pasaba un parque lineal y justo al frente de la residencia una estatua de V. I. Lenin, en la clásica pose de liderar los avances de unas masas invisibles. Una placa para desprevenidos (¿los habría?): Ленин[5]. Su nombre estaba regado en una avenida larguísima, en el sistema de trenes subterráneos y en la mayor condecoración de la URSS. Era el año 62 de la Revolución de Octubre. Algunos llegamos estrenando un entusiasmo hace tiempo desaparecido y queríamos saberlo todo y discutirlo todo. El mundo estudiantil se dividía entre los rojos, los cuasi rojos y los otros. Entre los segundos nos movíamos aquello que decíamos: “esto está bien, pero…” Ese ‘pero’ nos dejaba a la intemperie de los ‘pro’ y los ‘anti’. Bueno, así era el merecumbé de la Guerra Fría en las microsociedades. Por ninguna se ganaba puntos. Al final estabas ahí para aprender y entender ciencias y saberes sobre variada temática. Y también si a las revoluciones sociales les alcanza el otoño como decadencia en el tiempo y sus estaciones emocionales.
Mi primer octubre otoñal en Moscú. Si el socialismo soviético debió tener una bandera, que no la roja, debió ser esa entidad de matices otoñales. Esa colectividad de tonos. La naturaleza urbana se cargaba de unos rojos incendiarios, agónicos, alegóricos, consumidos y contagiosos para la vegetación. Todo era tan vivo y decadente a la vez que por algo había ocurrido en octubre. La Revolución. El otoño debía tener ese ruido de las heroicidades últimas, el sonido de las mejores melodías para describir el sentimiento humano en ese año octubrino 62, mientras John Reed escribía sus crónicas sobre los estremecimientos del mundo. Ahora se sabe que esa hipérbole es válida. Según el calendario juliano aquello ocurrió el jueves 25 de octubre de 1917 y según el gregoriano el miércoles 7 de noviembre de 1917. La Revolución de Octubre fue en noviembre, a mediados de semana, con señal de inicio mediante los cañonazos de un crucero, a las 21:45, que por vainas esotéricas, se llamaba Aurora. Miren cómo es la cosa, el Aurora se adelantó a alba. Pudo versificarse en la onda poética de Vladímir V. Mayakovsky: “No es ya hora de juegos de palabras. Silencio, oradores. Tiene la palabra, camarada máuser”[6].
Las tibiezas diurnas de octubre suelen acabarse con un frío menor avanzando la tarde, unas y otro son deseables, porque las miradas santifican lo nuevo y la piel acepta esa contradicción. Es octubre otoñal y ahí está la Plaza Roja. El Kremlin, la catedral de San Basilio y el Museo Estatal de Historia coloreados de rojo. Hay edificios grises u opacos, por ejemplo el GUM (por sus siglas en ruso). Y una cola sin fin. Año 1979. Es octubre para visitar la Tumba de Lenin. No sé cuál de las guías se llamaba Natalya (o Natalie como en la canción de Pierre Delanoë y Gilbert Bécaud y cantada por Los Arriagada), pero nos evitaron la larguísima fila y caminamos sin detenernos hacia allá, a la edificación de mármol rojo brillante. Hacia la puerta. Luz difusa y claridad para apreciar los arreglos engañosos del cadáver de Lenin. Ojos cerrados, palidez irreal, cabellos rojizos, manos cruzadas, poca estatura, traje impecable. Performance fúnebre. Había una guardia preventiva que parecía hecha de algún material de sombras, muy discreta y efectiva para calmar alborozos, una voz proveniente de ninguna parte susurraba firme y decidida: “Не останавливайся, товарищ![7]” Y uno anhela unos pocos segundos más, pero la atmósfera de misterios no daba para necedades sentimentales. Se camina pasito a pasito. Y se sale.
Ahí está la muralla del Kremlin construida de ladrillos rojos. Placas conmemorativas de próceres revolucionarios. Entre esas placas de bronces, bien pulidas, destacan dos, la una por todo esos rollos de discutideras inútiles de las izquierdas Latinoamericanas, aquella de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin. Y la otra de John Silas Reed, muy personal para mí. Uno es sus lecturas, insisto. O como la había perfeccionado Jorge Luis Borges: “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Y equivale a una sentencia inapelable. El Maestro jamás dejará de tener razón. Esas lecturas primerizas no nos abandonan nunca y la memoria las preserva con el punto mineral de la existencia intelectual y emocional. Parafraseando a otro Maestro, Antonio Preciado, “nos resucitan las vidas que nos hacen falta”. Y eso que en la euforia tirapiedra de aquellos años, imitando a la guardia roja de la Revolución Cultura china, nos autocensuramos: no leerlo a Borges ni a Mario Vargas Llosa. Duró lo que duró el sarampión, después debimos ponernos al día con ambos.
Ah, sí, la canción Natalie. “La Plaza Roja desierta, delante de mí… etc.” Ahora recuerdo esa sincera emoción juvenil, ya en el bus de retorno a la residencia, por todo lo percibido en aquel brevísimo momento en el Mausoleo de Lenin. Se sentía como si cada uno de nosotros debió devolverse 62 años atrás y correr con los bolcheviques por estas calles hacia la Plaza Roja. ¿Militancia, romanticismo o novelería? Vaya usted a saber. Esa muchachada latinoamericana, de esa tarde, debió cumplir cierto sueño íntimo causada por cientos de reuniones para discutir sobre el socialismo ‘verdadero’, si era este, el soviético o el otro, el chino. Solo faltó que hubiera ocurrido en el Café Pushkin, bebiendo una taza de chocolate. Me incluí en ese ‘tropel de viejas ansias’ (Antonio Preciado, dixit), pero desde el lado de Diez días que estremecieron al mundo. John Reed escribió: “Moscú es la verdadera Rusia, la Rusia que fue y la Rusia que será. En Moscú conoceríamos los verdaderos sentimientos del pueblo ruso respecto a la revolución. La vida era allí más intensa”[8]. Y ahí estábamos. Y ahí estuvimos 62 años después del triunfo inicial de la Revolución de Octubre.
Aquel día de mediados de noviembre de 1917, John Reed estando en Moscú, escribió lapidariamente: “En Moscú no había prensa burguesa…”. El día que estuve, en octubre de 1979, salvo en las embajadas y en ciertos hoteles, en los kioscos la oferta iba desde Barricada (nicaragüense), pasando por el Granma (cubano), continuando con L’Humanité (francés) y llegando al Pravda[9] local. John Reed estableció una profecía. “Ya tarde, en la noche, recorrimos las calles desiertas y, atravesando la puerta de Iberia, desembocamos en la inmensa Plaza Roja, delante del Kremlin. La iglesia de Basilio el Bienaventurado elevaba fantásticamente en la noche los trenzados y las conchas de sus cúpulas de reflejos brillantes”. Esa descripción todavía era válida 62 años después y en esos días de fiesta mayor. Aunque, en mi octubre de 1979, allá arriba, bien arriba, en las torres del Kremlin brillaban las estrellas rojas.
[1] Frase atribuida a V. I. Lenin.
[2]Tоварищ, camarada, en ruso. De ahora en adelante escribiré la pronunciación, para facilitar la lectura.
[3] Архипелаг ГУЛАГ, de Aleksandr Solzhenitsyn.
[4]Сокол. Halcón en ruso.
[5] Lenin.
[6] Сейчас не время для словесных игр.
Тишина, ораторы.
Есть
слово,
Товарищ Маузер, poema Marcha de izquierda, Vladímir V. Mayakovsky, del libro Entre los poetas míos... Cuaderno Nº 59 de poesía social, Biblioteca Virtual OMEGALFA, 2013.
[7] ¡No se detenga, camarada!
[8] Diez días que estremecieron al mundo, John Reed, Edición del Instituto Cubano del Libro, La Habana, 2008, p. 203.
[9] Правда.