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Revolución o suicidio

Fuentes: Rebelión

En un artículo anterior, De la sociedad penis a la cultura anus, concluíamos que la extrema y aguda adoración vertical del penis capitalista nos abocaba a una disyuntiva radical: la revolución o el suicido, parafraseando de alguna manera el añejo socialismo o barbarie de Rosa Luxemburgo. Lo que se ha convenido en llamar por las […]

En un artículo anterior, De la sociedad penis a la cultura anus, concluíamos que la extrema y aguda adoración vertical del penis capitalista nos abocaba a una disyuntiva radical: la revolución o el suicido, parafraseando de alguna manera el añejo socialismo o barbarie de Rosa Luxemburgo.

Lo que se ha convenido en llamar por las clases dirigentes política de recortes y sacrificios para salir de la crisis no es más que una cortinilla ideológica para tapar sus verdaderas intenciones: resetear el factor trabajo con el propósito de volver a las esencias paradisíacas del obrero por antonomasia, aquel animal laborioso engendrado en el postrer feudalismo que solo tiene su fuerza de trabajo para ser lo que debe ser en el sistema capitalista, una mercancía más programada para producir plusvalor e incrementar así el capital invertido con el único objetivo de que la rueda mercantil siga girando, como poco, hasta la próxima crisis.

Aunque sea invisible porque pertenece a la estructura del sistema económico, todos sabemos desde Marx que el capitalismo, además de buscar el beneficio mediante la explotación de la fuerza del trabajo, o dicho de otra forma, apropiándose de manera gratuita de parte de la jornada laboral de cualquier obrero, busca también producir capitalistas y obreros reproduciendo en el proceso las condiciones que a cada cual le hacen ser lo que es. Si no se fabricaran obreros, el régimen sería literalmente insostenible. Sin trabajadores-mercancía no habría capitalismo. Estaríamos inmersos en otra cosa diferente.

Los tiros apuntan a que el derribo del estado social (educación, sanidad, transportes públicos, pensiones…) tiene razones muy bien definidas. Por una parte, devolver al capital las rentas salariales invertidas durante décadas en el denominado Estado del Bienestar vía impuestos o deducciones variables en nómina. Y, por otra, dejar desnuda a la clase trabajadora en su esencia constitutiva como mera fuerza de trabajo. En cueros vivos, la ciudadanía deviene en fuerza de trabajo a secas, a expensas de la mano negra del mercado. Libertad e igualdad pasan a ser entelequias ideales vacías de contenido real. Se trata de una vuelta de tuerca más para regresar a los orígenes míticos del capitalismo: la fuerza de trabajo bastante tiene con subsistir. Reducida a la mínima expresión operativa, la fuerza de trabajo tendrá que venderse en el mercado laboral por lo que sea, con quien sea y donde sea menester. Capitalismo de libro, puro existir desde la libertad espontánea regida por la necesidad biológica inmediata. La nueva proletarización está servida, el hombre volverá a ser un lobo para el hombre… y del egoísmo particular nacerán otra vez gestas capitalistas sin parangón y pobreza generalizada por doquier. La misma canción amable con estribillos fáciles de recordar por todos.

Anejos a este verticalismo oculto aparecen otras decisiones auxiliares que apuntalan el edificio ultraliberal de la actualidad. El capital lleva tiempo concentrándose en gigantes multinacionales para eliminar, hasta el próximo ciclo expansivo, la competencia intracapitalista. Cuantos menos elegidos haya, mejor, así será más factible tomar graves decisiones sin consensos previos. Merecen una acotación asimismo las políticas represivas, diseñadas contra los brotes de protesta a base de acciones verticales contundentes en defensa del orden natural establecido como un todo homogéneo y monolítico. Toda la represión está justificada en la elaboración de etiquetas negativas del otro/a: terroristas, marginales, emigrantes, rebeldes…, chivos expiatorios de la sociedad biempensante que no piensa más allá de los clichés y vertidos ideológicos de los mass media.

En este teatro-mundo de la verticalidad extrema, Freud es utilizado como arma arrojadiza contra todo lo que se mueve de manera crítica. Todo lo que no comulgue con el orden natural capitalista debe integrarse en un listado de horrores patologizados al efecto. Todo lo que sobrepase las lindes del sistema pertenece a la competencia profesional de oficio de los que entienden de las enfermedades psicológicas. El eje vertical capital-trabajo traza un adentro y un afuera evidente: reivindicar, exigir conforme a ley, manifestarse, protestar o sencillamente dolerse mediante el grito público son síntomas irrefutables de una enfermedad social virulenta y contagiosa. En el silencio colaboracionista del miedo escénico reside la verdad, la gente sana.

Una vez que se han interiorizado los valores fuertes capitalistas, el ser obrero y nada más que obrero es una categoría formal aceptable (la gente sana que se mira el ombligo, por así decirlo). Entonces, ese corpus sano de la clase trabajadora, por sí mismo, con sus propios recursos, será capaz de elevar sus síntomas a diagnóstico certero: asocial, friki, neurótico, antisistema… El antídoto sin receta médica consistirá en autosuministrarse hasta el aguante físico y mental el placebo mágico y confortable de la sublimación. Sin embargo, ese placebo indoloro puede tener efectos secundarios muy nocivos: el suicidio político, ideológico y social del individuo enfermo de sobredosis capitalista. No obstante, este suicidio inducido (muerte funcional por asfixia ideológica) tiene su contrapartida positiva para el sistema imperante: consumir más fetiches, consumir más emociones, consumir más instantes, consumir más nuestra capacidad crítica hasta convertirnos en un perfecto sujeto pasivo libre de interferencias políticas. Culpabilizarse es un método seguro de desactivación política. Eficiente y barato al mismo tiempo.

Existir no es lo mismo que vivir

En el mero subsistir, condición ideal del obrero trabajador como institución indispensable del sistema capitalista, a la clase trabajadora solo le queda adaptarse a la horma impuesta por el sistema vertical o ensayar la revolución desde el empoderamiento colectivo de subjetividades horizontales anus. Alzarse desde la verticalidad pasiva regida por el penis a la cultura anus horizontal y proactiva. Anus significa tomar conciencia, en los espacios privados y en los públicos, de los microscópicos rostros que adopta el poder-saber penis para mantenernos anclados en el profundo y desgarrador existencialismo del cuerpo físico y político obligado continuamente a psicoanalizarse en el diván del mercado capitalista.

Más allá del fracaso freudiano, hay vida. Poner en cuestión la realidad es un comienzo, irreversible si somos capaces y conscientes de que el individualismo no es una meta sino una consecuencia residual inherente a la libertad formal del capitalismo.

Mirar alrededores no es lo mismo que mirar de abajo arriba. Es tomar conciencia de que nadie es nada sin el otro/a. Somos por algo, no somos per se. La cultura anus nos abre los horizontes de par en par, críticamente, sin el látigo del liderazgo ni el azote de la sumisión. Atacar la realidad de modo horizontal nos anuncia perspectivas de cooperación mutuas: lo demás es atrincherarse en la bella sublimación suicida del día a día o lanzarse al lírico suicidio del yo consumido por sí mismo. Estas dos enfermedades de la gente sana son créditos a interés cero para el capital: fuerzas de trabajo autómatas explotables ad infinitum.

La historia reciente registra también otro tipo de suicidios reales muy alejados de las ficciones suicidas antes aludidas. Son suicidios que golpean la conciencia de la mente-masa adormilada.

El presidente chileno Salvador Allende en 1973, el agricultor coreano antiglobalización Lee Kyung-Hae en 2003 y ya en 2012 el jubilado griego Dimitras Christoulas nos muestran un camino ético a través del suicidio muy diferente a las sublimaciones profilácticas inducidas por el ultraliberalismo bélico del capital. Un denominador común afecta a los actos suicidas de los tres: la conciencia activa del poder-saber de sus cuerpos. Sabían lo que hacían, sabían lo que querían, sabían el cómo y el dónde de su último aliento. Fueron gestos revolucionarios, coherentes y radicales porque buscaban la raíz misma de la vida digna (ese somos para algo antes citado) y el palpitar colectivo de muchos silencios ahogados en el discurrir cotidiano del mero existir por existir.

Revolución o suicidio puede afrontarse como disyuntiva o como dilema. Que sea una u otra cosa depende de muchos factores internos y externos, racionales y emocionales. Pero una cosa sí es segura: el capitalismo no es el fin de la historia, no puede serlo cuando el uno por ciento de la población vive del trabajo del 99 por ciento restante. Si alguien piensa que ya está instalado más allá de la historia es que ya hace tiempo que su humanidad se ha suicidado dentro de la condición estructural de obrero trabajador callado y sumiso. El capital nos quiere así: brillantes y estéticas fuerzas de trabajo convertidas en mercancías de quita y pon. Como las máquinas: funcionales y programables a gusto del dueño y señor de sus destinos inanimados, el capitalista de turno.