Cuando pensamos en un río normalmente imaginamos una corriente de agua, más o menos caudalosa, que acabará desembocando en otra, en un lago o en el mar. Las piedras, por su parte, son sustancias minerales más o menos compactas que podemos encontrar, entre otros lugares, en el lecho de los ríos. El movimiento de traslación […]
Cuando pensamos en un río normalmente imaginamos una corriente de agua, más o menos caudalosa, que acabará desembocando en otra, en un lago o en el mar.
Las piedras, por su parte, son sustancias minerales más o menos compactas que podemos encontrar, entre otros lugares, en el lecho de los ríos.
El movimiento de traslación continuado de una sustancia líquida, en este caso agua, tiene sus efectos sobre el entorno. Como si se tratase del tiempo, la corriente va erosionando aquello que alcanza a tocar. A veces acumula tanta fuerza que es capaz de desplazar algunas de las piedras que con su cuerpo intentan frenarla, arrastrándolas en su misma dirección. Así es como ruedan las piedras del río al son que impone la corriente.
Un ciudadano o ciudadana es ese sujeto que desde la Ilustración tiene la rara costumbre de querer someter al imperio de la razón todas aquellas decisiones que afectan a la comunidad. Es aquella persona que vive en condiciones de libertad e igualdad, está sometida como cualquier otra a la ley y la justicia y participa en las decisiones de su comunidad, incluida la creación de leyes y la concreción de lo que es justo e injusto. Si esa persona no puede participar libremente o directamente no puede acceder a la vida pública, no es considerado igual al resto de miembros de su comunidad o no considera al resto como iguales, está por encima de la ley o sitúa a alguien por debajo, ejerce el monopolio sobre el concepto de justicia o no puede participar de él, entonces esa persona no puede ser llamada ciudadano o ciudadana: en todo caso será amo o siervo, señor o esclavo, empresario o trabajador, rey o súbdito, político o votante, etc.
La Revolución Francesa fue el pistoletazo de salida para la aventura de la ciudadanía tal y como la entendemos hoy. Sin embargo, junto a las ideas ilustradas, otro proyecto bien distinto pero disfrazado con valores muy parecidos se desarrollaba con la intención de acapararlo todo: el capitalismo. Como ya sabemos, el capitalismo truncó desde un principio el sueño de la Ilustración, pero no lo hizo de cualquier forma, sino que nos convenció a todos y todas de que dicho sistema económico y el proyecto ilustrado, la aventura de la ciudadanía, se trataban de la misma cosa. Es así como se desplazó a la ciudadanía, que se pretendía el centro de la vida política, y se instauró al capital en su lugar como si de un templo o un trono se tratase. Si la Ilustración pretendía poder transformar la realidad mediante el Derecho para adecuarla a las exigencias de la Razón, el capitalismo se encargó de que el Derecho solo reprodujera la realidad, sin alterarla lo más mínimo; así, la realidad aparecía barnizada de una legitimidad y razonabilidad que no merecía, como el resultado de la voluntad general de la ciudadanía expresada mediante la Ley.
Baruch Spinoza, filósofo neerlandés, escribió en 1674 una carta en la que se dice lo siguiente:
«[…] una piedra recibe por la acción de una causa exterior una determinada cantidad de movimiento, por la cual, sigue necesariamente moviéndose después de cesar el impacto de la causa exterior. Esta inercia por la que la piedra sigue moviéndose no es necesaria sino forzada, porque hay que definirla por el impacto de una causa exterior. […]
Supongamos ahora que la piedra, mientras está en movimiento, piensa y sabe que se esfuerza lo más que puede en continuar moviéndose. Esta piedra que sólo es consciente de su esfuerzo, y no actúa de modo indiferente, creerá que es enteramente libre y que sólo continúa moviéndose porque así lo quiere. Pues ésta y no otra es la libertad que todos pretenden poseer, y que sólo consiste en que el hombre es consciente de su deseo, pero sin conocer las causas que determinan su actuar. Del mismo modo, el niño cree que desea la leche libremente, y el muchacho colérico que libremente exige vengarse, y el miedoso la huida. Asimismo, el ebrio cree que dice por libre decisión lo que en estado normal preferiría no haber dicho […] Pues a pesar de que la experiencia nos enseña claramente que el hombre no sabe moderar sus deseos, y que, impulsado por pasiones contrarias, si bien es consciente de lo bueno, hace lo malo; no obstante, se considera libre porque hay cosas que él desea menos que otras, y porque puede refrenar fácilmente algunos deseos a través del recuerdo de otros que a menudo le surgen».
Tomando la metáfora de Spinoza, nosotros seríamos las piedras y el capitalismo sería la corriente: aquella fuerza externa que nos impide decidir pero que, a cambio, nos permite elegir movernos hacia donde nos dicta como si se tratase de un impulso que surge en nuestro fuero interno. A nivel político, en el Estado español los máximos representantes de la corriente son el PSOE y el PP, aunque con sutiles diferencias. El PSOE actúa y quiere que actuemos como una piedra a la que le incomoda en cierta manera desplazarse con la corriente, pero lo considera inevitable, necesario y beneficioso, por lo que trata de agilizar el proceso y eliminar alguna de las fricciones que surgen en el transcurso de este movimiento. Su punto de vista es: «Somos libres porque habéis votado esto, porque habéis elegido esto». El PP, por su parte, no oculta su pasión por el cauce y nos asegura que «somos libres porque seguimos la corriente». Para ambos, tratar de decidir (en lugar de elegir lo que se nos ofrece) es «anitdemocrático», «utópico», incluso «totalitario».
Spinoza no llegó a ver la Revolución Francesa. Pero tanto el PSOE como el PP pretenden ser, al menos en parte, los hijos (bastardos) de aquellas ideas. Y sin embargo no tienen en cuenta la lección que la Ilustración y gente como Marx se empeñó una y otra vez en tratar de enseñarnos: que la libertad no consiste en seguir la corriente al ritmo que impone el capital, sino en desviar el cauce, adecuándolo a las exigencias de la Razón y a las necesidades de los seres humanos. Marx y las voces de otros grandes pensadores y pensadoras no se cansan de repetirnos que no tenemos por qué asumir la condición de piedras sumergidas en la corriente, esa vorágine que parece tan imparable como el mismísimo Cronos. Somos seres humanos y, por tanto, capaces de tomar las riendas de nuestro destino, capaces de decidir sobre todo aquello que nos incumbe. Muchas veces nos equivocaremos, sí, pero ¿acaso los capitalistas no se equivocan? ¿No es el «capitalismo real» la peor de las distopías (o una de las peores) que hemos sido capaces de concebir por muy buenas que sean las intenciones de los «capitalistas utópicos»?
Antes de ser ejecutada por pretender realizar las ideas de la Ilustración, Olympe de Gouges hizo un llamamiento a la mujer que hoy es extensible a toda la humanidad: debemos oponer «la fuerza de la razón a sus vanas pretensiones de superioridad, uníos bajo el estandarte de la filosofía, desplegad toda la energía de vuestro carácter […] Cualesquiera sean las barreras que se os pongan, está en vuestro poder derribarlas, sólo tenéis que querer».
El 15 de octubre nos llama el deber, nos llaman la solidaridad y el internacionalismo, nos llama el sentido común, nos llama la justicia y nos llama la Razón. Nos llama la libertad. Salgamos a la calle todas juntas y abracémonos, toquémonos, cantémonos, luchemos hombro con hombro… Sobran los motivos para obedecer a tan imponente coro.
De norte a sur, de este a oeste, la lucha sigue… cueste lo que cueste. ¡A la calle!
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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