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Reseña del documental “Searching for Sugarman

Rodríguez vuelve del olvido para hablar desde el abismo de su silencio

Fuentes: Rebelión

La primera persona que me habló de Rodríguez fue Scott Boehm. Un tipo en una tienda perdida en Zimbawe le había recomendado comprar «Cold Fact», el primer álbum de Rodríguez, un éxito total en Zimbawe, Sudáfrica y Australia y un perfecto fracaso en su país natal, los Estados Unidos. Por años la cinta -sí, era […]

La primera persona que me habló de Rodríguez fue Scott Boehm. Un tipo en una tienda perdida en Zimbawe le había recomendado comprar «Cold Fact», el primer álbum de Rodríguez, un éxito total en Zimbawe, Sudáfrica y Australia y un perfecto fracaso en su país natal, los Estados Unidos. Por años la cinta -sí, era a finales de los noventa y todavía había casettes– dio vueltas y vueltas en el coche de Scott. Como esta cinta hubo miles y miles de cintas y de vinilos que dieron vueltas, inspiraron luchas, alimentaron sueños y susurraron melancolía y rebelión sin que Rodríguez supiera nunca nada sobre el destino de sus canciones ni sobre las regalías de su trabajo.

Ahora, gracias a la excelente película de Malik Bendjiellloul, «Searching for Sugar Man», hemos podido reconstruir una mínima parte, un destello fugaz de la brutal y fascinante trayectoria de este, hasta hace poco, desconocido poeta urbano del rock. Rodríguez nació en Detroit en el seno de una familia de inmigrantes mexicanos que, como muchos otros trabajadores de las cuatro esquinas del país y del mundo, llegaron a la ciudad del motor para vender su fuerza de trabajo a los productores de automóviles. Nacido en la ciudad de los problemas, en rock and Roll USA, a la sombra del edificio más alto del mundo(«Born in the troubled city, in Rock and Roll USA, in the shadow of the tallest building») reza una de las canciones titulada enfáticamente, «Can’t get away», no puedo escapar [1]. Detroit era y es una de las ciudades más segregadas, más violentas y más injustas de todo Estados Unidos. La industria del motor, los sueños empresariales de los Ford que transformaron nuestro sentido del tiempo y el espacio con el automóvil, se asentaban y se asientan sobre una masa de trabajadores explotados, sobre la desposesión y la exclusión de millares de personas, la mayoría de ellas de color.

Cuando los márgenes de beneficio empezaron a decrecer y los disturbios raciales se hicieron demasiado incómodos, la clase dirigente y la pequeña burguesía blanca abandonaron la ciudad a su propia suerte y se mudaron a los suburbios de las afueras. Estos días he podido volver a atravesar Woodward Avenue, la calle por la que rodó el primer automóvil del mundo; Highland Park sigue teniendo poca iluminación, sigue habiendo casas abandonadas, moteles con chapas de madera en las ventanas, hogueras, gente muy golpeada deambulando por las calles y también carácter, resistencia, dignidad en una ciudad cuyo último plan urbanístico parece consistir en mudar a toda la población a una zona de la ciudad para ahorrarse el pago de los servicios públicos y regalar el resto de la tierra abandonada a las compañías privadas.

Y es que las medidas de austeridad en Detroit y la política de tierra quemada no llegaron con la crisis, han estado siempre ahí. De eso hablan las canciones que escribió Rodríguez en los años setenta, de la violencia y la furia soterradas, de la sensación de estar atrapados en una ciudad prisión, de los bares de mala muerte donde los obreros ahogan sus penas en güisqui después de jornadas de trabajo interminables, del amor entre ruinas industriales, de las luces de neón y los prostíbulos, de la corrupción de los políticos, de la rabia, de la dignidad entre destellos psicodélicos. En «Cause» Rodríguez escribe «porque perdí mi trabajo dos semanas antes de Navidad/ y hablé con Jesús en una cloaca/ y el Papa dijo que no tenía una puta mierda que ver con él» (Cause I lost my job two weeks before Christmas/And I talked to Jesus at the sewer/And the Pope said it was none of his God-damned business) y termina con una imagen surrealista que encierra toda la luminosidad cegadora de Detroit: «porque veo a mi gente tratando de ahogar el sol/ en fines de semana de güisquis amargos, porque, ¿cuántas veces puedes levantarte dentro de este cómic y plantar flores? (Cause I see my people trying to drown the sun/ In weekends of whiskey sours/Cause how many times can you wake up in this comic book and plant flowers?) [2]

Los dos primeros productores de Rodríguez cuentan en la película que le gustaba citarlos en esquinas arbitrarias del centro en las que aparecía como si volviera del olvido o del corazón más profundo de la ciudad; recuerdan la impresión profunda que les causó escuchar la fuerza contenida de Rodríguez tocando en un garito, de espaldas al público para evitar los nervios, en la penumbra de una espesa neblina de humo y olor amargo a cerveza vieja. Rodríguez era bueno, incluso mejor que Bob Dylan, dicen sus productores, pero tenía un problema, su nombre y el color de su piel (antes de ser Rodríguez trató de ser Rod Riguez para despistar a la imaginación blanca segregacionista). Y por si su nombre y el color de la piel no fueran suficientes, sus canciones eran además políticas y sus ritmos no eran los que se podía esperar de un chicano de Detroit. Rodríguez no tocaba rancheras ni boleros, era tan heredero del folk y del blues como Janis Joplin o Bob Dylan, porque había crecido aquí y vivía en una ciudad preeminentemente afroamericana; al fin y al cabo esos ritmos los inventaron ellos a la sombra de las plantaciones de esclavos.

Dos semanas antes de Navidad, como en su canción, la discográfica lo saca de sus listas de ventas. Rodríguez vuelve sin hacer ruido a su trabajo de obrero en una empresa de demolición (un negocio muy lucrativo en una ciudad que está en perpetuo estado de destrucción), se presenta a las elecciones como concejal por su barrio, no consigue ser elegido, las autoridades competentes ni siquiera son capaces de escribir su nombre correctamente, otro síntoma de la segregación y el racismo. Rodríguez cae silenciosamente en el olvido, hasta que un grupo de turistas surafricanas traen uno de sus discos y la música de Rodríguez se extiende como un reguero de pólvora por la Sudáfrica del Apartheid en los años 80. Una de sus canciones «I Wonder» se convierte, incluso, en un himno que inspira los primeros movimientos de resistencia de los Afrikáner blancos al régimen de segregación racial [3].

Este viaje de las canciones de Rodríguez no deja de ser irónico y conmovedor: de la ciudad más segregada de los Estados Unidos al país más segregado del mundo, de la sutil censura del mercado a la no menos brutal censura del Estado sudafricano, de los dolores y los anhelos de los excluidos en Detroit, a la burguesía blanca que dice no al Apartheid. Con la fuerza de un caballo desbocado, las notas y las imágenes de Rodríguez saltan por encima de océanos, y discográficas, sin que él sepa nada del destino de la música que brotó de sus manos en alguna oscura esquina de Detroit. Hasta que un periodista musical se une al dueño de una tienda de discos en Cape Town para reconstruir la vida de un cantante del que no se sabe casi nada y del que la imaginación popular en Sudáfrica piensa -los caminos del subconsciente colectivo y de la mitología rockera son inescrutables- que se ha autoinmolado en el escenario.

En buena medida, el documental de Malik Bendjiellloul es un relato policial, un mérito narrativo notable, porque buena parte de la película cuenta la historia de la desaparición de Rodríguez y de la investigación que lleva a tratar de resolver el misterio que lo rodea. Por eso, el clímax del documental llega cuando por fin vemos la figura golpeada por el tiempo de Rodríguez. Asomándose sobre el marco de madera de una vivienda humilde en el centro de Detroit, el fantasma de Rodríguez por fin ha vuelto del olvido. Lo más notable de su (re)aparición es que Rodríguez no tiene mucho que decir, no dice apenas nada en el documental, está palpablemente incómodo frente a la cámara. Su historia la cuentan sus hijas, el periodista sudafricano, el dueño de la tienda de discos, sus productores, otros críticos musicales. ¿Por qué decide callar Rodríguez cuando por fin «triunfa»? ¿De dónde viene ese silencio abismal y tan inquietante? Lo único que dice Rodríguez a las más de 20,000 personas que vienen a verlo a su primer concierto en Cape Town es «gracias por mantenerme vivo», pero después decide no decir.

Sobre este saber, sobre el no decir, acaba de escribir Belén Gopegui un texto más que notable. En él Gopegui escribe, «lo que primero llama mi atención no es lo que los callados no dicen, sino el revuelo, la inquietud que genera su no hablar» y concluye en referencia a un texto de Laclos diciendo «admitir que el otro pueda no poder hablar, tanto como admitir que el otro pueda no poder ser educado, significa admitir que existe una amenaza de la que desconocemos su descripción y nombre» [4]No decir a veces puede ser una estrategia de los oprimidos frente al poder, un arma. Tal vez Rodríguez no dice, porque su verdad está en otra parte y es probablemente para otros y otras como él. Es muy probable que Rodríguez reciba un Grammy y que su historia se reinterprete a través de las lentes del sueño americano (algo que la película no hace), pero sería un error pensar que los buenos siempre triunfan, que tarde o temprano el mercado acaba poniendo las cosas en su sitio y descubriendo el talento perdido; sería ingenuo pensar que las nuevas tecnologías -el Internet a la cabeza-son una racionalidad colectiva superior a las jerarquías estéticas que promueven las industrias culturales.

El plano más poderoso de la película, muestra las manos ajadas y oscuras de Rodríguez introduciendo un tronco de madera en una estufa; en esa imagen y en la sombra de Rodríguez caminando solo, guitarra al hombro, por una calle desierta de Detroit está la otra interpretación posible del documental. Rodríguez habla desde el abismo de su silencio, porque sabe sobre el no decir, porque sabe que en muchos otros cajones se pudren poemas que nunca verán la luz, porque mientras el mercado capitalista exista habrá canciones que no se oirán, películas que no se verán, novelas que no se leerán, porque en el mundo hay millones de Rodríguez con talentos silenciados y una sola golondrina no hace verano: «Y asumes que tienes algo que ofrecer/secretos brillantes y nuevos,/ pero cuanto en ti no es repetición» («And you assume you got something to offer/Secrets shiny and new/But how much of you is repetition) [5].

[1] http://www.youtube.com/watch?v=rWio7JMSAl0

[2] http://www.youtube.com/watch?v=oKFkc19T3Dk

[3] http://www.youtube.com/watch?v=Xw-BpTZAFRY

[4] Belén Gopegui. «Lenguaje y poder: el agente doble de nuestro descontento» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=158369

[5] http://www.youtube.com/watch?v=UDfmDlH4Q0Y&feature=fvwrel

 

 

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