Ellos, políticos de todas clases y colores, funcionarios, obispos, monjas y curas, funcionarios y empresarios sí que saben. Saben vivir… Todos, absolutamente todos los que nos dirigen de una u otra forma tienen la vida material asegurada; mejor, blindada. La libertad política y las libertades formales en general no son la base o el […]
Ellos, políticos de todas clases y colores, funcionarios, obispos, monjas y curas, funcionarios y empresarios sí que saben. Saben vivir… Todos, absolutamente todos los que nos dirigen de una u otra forma tienen la vida material asegurada; mejor, blindada.
La libertad política y las libertades formales en general no son la base o el motor de la felicidad de un pueblo. Antes, mucho antes, es preciso contar con la seguridad económica impresdindible. Y la inmensa mayoría de la población de este país y la de las naciones capitalistas carecen de ella.
La excitación que hay o puede buscarse o encontrarse en la aventura de trabajar para terceros y depender de terceros que pagan, no se compensa con las decrecientes expectativas no ya de hacernos ricos sino simplemente de atesorar, como la hormiga, grano para el invierno. La diferencia aunque sólo sea psicológica y mental entre los que tienen la vida «fácil»: los citados, los que tienen fortuna, los pensionistas y los funcionarios, por un lado, y los que viven a verlas venir, de una manera inestable e inquieta, por otro, es lo suficientemente significativa como para dividir a un país entre tranquilos y desquiciados. Tener ingresos imprecisos, percibirlos de una manera intermitente o perderlos para tener que volver a buscarlos, y pasarse así la vida, mientras los gastos ineludibles no admiten espera, es terrible. Ingresos inciertos frente a pagos ciertos e inexorables: alimentos, hipoteca o alquiler, supone que ésa es una sociedad fracturada entre los que viven azarosamente y los que viven sin preocupaciones materiales: un estado de cosas injusto y lamentable social, política y psíquicamente hablando. Bastante impredecible y aleatoria es la salud personal, que no puede comprarse a ningún precio, como para añadir incertidumbre a lo que debiéramos no sufrir…
Así nos va. Eso se nota, y mucho, en el desenvolvimiento de las gentes en la vida cotidiana, en la de la pareja, en la de la familia tradicional o nueva. No es lo mismo dormir con la amenaza constante de un deshaucio o de un lanzamiento por impago del alquiler o la hipoteca, o bien hacinados o en el hogar paterno con 40 años que dormir sabiendo que al día siguiente podemos realizar sin problema nuestros planes. Y la población que existe en la primera situación, la de la vida en precario, es notoriamente desproporcionada en su disfavor respecto de la que vive la vida poseyendo.
Y en cuanto a la Iglesia católica es inadmisible y nauseabundo que una institución que vive al amparo de la absoluta seguridad material, con todas sus riquezas y las donaciones y subvenciones que recibe sin excepción, se enfrente y persiga siempre tenazmente a los colectivismos cuando ella siempre se ha organizado y existido bajo ese patrón sociológico pese a ser piramidal y adoptar la forma monárquica electiva en los aspectos institucionales.
El fin de la política es proporcionar felicidad a los ciudadanos que se han organizado bajo formas supuestamente dirigidas a ese fin. Lo malo es que los que poseen, los patricios, los que nos organizan la vida política, económica y demás son los que, desde sus fortalezas, no pueden comprender la precariedad ni les importa.
Promoviendo como promueve el sistema su propia incompetencia, déficit democrático y déficit económico del pueblo llano en general, lo que hace al propio tiempo es generar desquiciamiento, desasosiego e intranquilidad notables, sustituídos por los narcóticos tecnológicos de poco precio pero al final artificiales.