Quizás una serpiente en el intrínseco acto de reptar (si lo prefieren, en la inveterada costumbre de arrastrarse, serpentear, zigzaguear, avanzar). O un surco largo de pólvora como tirada al desgaire, aquí y allá. Difícil encontrar un símil renovado cuando nos asomamos al mundo constreñido en un mapa. Al fin y al cabo, probablemente tengamos […]
Quizás una serpiente en el intrínseco acto de reptar (si lo prefieren, en la inveterada costumbre de arrastrarse, serpentear, zigzaguear, avanzar). O un surco largo de pólvora como tirada al desgaire, aquí y allá. Difícil encontrar un símil renovado cuando nos asomamos al mundo constreñido en un mapa. Al fin y al cabo, probablemente tengamos que dejar a un lado la sierpe -cuidémonos de malos entendidos- y beneficiarnos con el también recurrente símil del explosivo cimbreante, extendido como una pesadilla.
Arde el planisferio, arde el planeta, en puntos tan distantes como Paquistán, Iraq, Palestina, Egipto, Arabia Saudita, Libia, Indonesia. (En Afganistán, la apoteosis del fuego: cerca de 20 muertos, decenas de heridos, a causa de la represión de protestas repetidas, multiplicadas.) Lugares que, no obstante la diversidad geográfica, política, económica, cultural, étnica, guardan un asidero para la comprensión de lo que está sucediendo: la población profesa mayoritariamente el Islam.
En sí, arde el Islam todo. Y arde con razón, porque habría que pecar de pétreo para aguantar, a más de las cotidianas violaciones de los derechos humanos cometidas en los cuatro puntos cardinales del orbe por las legiones norteamericanas, la profanación de lo más entrañable para un musulmán: la propia condición de musulmán. Una vez más, esa naturaleza ha resultado agredida por las huestes del Tío Sam, ahora en el símbolo supremo de la religión de Alá y su profeta, Mahoma: el Corán, mancillado con saña xenófoba, racista, por incultos soldados gringos hechos a la soberbia como a las donas, las gomas de mascar y las gaseosas de cola.
La revista estadounidense Newsweek se encargó de prender la mecha. Un reportaje aparecido recientemente reveló que uniformados de servicio en el campo de concentración para supuestos terroristas islámicos ubicado en la Base Naval de Guantánamo lanzaron al retrete un ejemplar del Corán, «y halaron la cadena para enviar el libro sagrado» allí adonde van a parar los excrementos. No ha importado a quienes se manifiestan que la publicación cantara la palinodia. Que se haya retractado al son de una harto conocida melodía: «Nos equivocamos, ya que la fuente en que se basó el artículo cambió la versión». Para los agraviados, significa verdad inobjetable que «los investigadores militares habían encontrado evidencias de que los interrogadores colocaron copias del Corán en lavaderos, y otras fueron tiradas al retrete como recurso para humillar a los prisioneros».
A todas luces, los desapacibles descontentos conocen el burdo paño de que están hechos los yanquis. Intuyen que el gobierno de Washington, temeroso ante la ola de reconvenciones y diatribas, ha forzado a desdecirse a la dirección del magazín. Y no han esperado para la acción reprobatoria, aun cuando ésta amenace la vida.
Quizás el hecho de que la revelación parta del mismo país de donde salió la afrenta ha impreso una más enconada respuesta (puede que muchos hayan tomado el develamiento por sarcasmo, y no como muestra de honestidad y buena fe). Pero, si bien la publicación estadounidense concitó la rebelión de las masas musulmanas, no ha sido la única en verter los testimonios. Aparte de que sobre ese tipo de acciones sacrílegas se viene hablando hace alrededor de dos años (en la medida en que son liberados, numerosos presos de la Base naval juran por Alá que proliferan las afrentas), medios tales El Periódico de Cataluña se han explayado en evidencias. Entre ellas, la entrevista concedida por el joven marroquí Brahim Benchekroum: «Sabían que para nosotros el Corán es el libro sagrado. Por eso lo tiraban al suelo, le escupían encima e incluso lo arrojaban al retrete».
Pecado capital
Un desavisado no alcanzará a percibir por qué las «turbas» de creyentes islámicos actúan de esa «iracunda» manera. La creencia en que Occidente es faro y guía de la civilización humana lastra más de una comprensión. ¿Cómo explicarle a un imberbe soldadito de Ohio que el Corán (al- Qur´an: la Lectura) es para muchos seres el Libro de Dios, revelado al profeta Mahoma por el Arcángel Gabriel? ¿Cómo rayos apartar de un manotazo teórico las posiciones maniqueas de alguien formado en una visión excluyente de la vida, asentado como una roca en la parte más rancia de la tradición judeocristiana? ¿Podrá un marine memorizar, y consiguientemente tolerar, que la palabra Islam es el infinitivo y muslim (o musulmán) el participio de un verbo que significa «entregarse o encomendarse enteramente a otro», como aclara el historiador cubano de las religiones Mario González?
Si intentara abrirse de alma y cerebro -tal vez resulte pedir demasiado a los «augustos» amos del mundo-, el marine captaría que lanzar un ejemplar del Corán retrete abajo constituye un pecado de lesa cultura, en primer término, e incluso un pecado capital conforme a aquellos para quienes la fe se basa en convicciones inamovibles, libres de toda duda… ¿Acaso Islam, señalábamos, no deviene entrega total a la voluntad celestial, hasta el punto de la inmolación?
Bueno, puede que el soldadito de marras, el de Ohio o Carolina del Sur, llegue a ver que «el concepto islámico de libertad se basa en el principio de la justicia divina, y por ello el hombre es libre de hacer planes y acciones bajo su propia responsabilidad, lo que es igual a tener acceso al libre albedrío». Y que «cada persona debe cargar con sus propios actos; nadie puede expiar el pecado ajeno».
Cargarán con sus propios errores
De hecho, los gringos ya están cargando. Con la profanación del libro sagrado, fuente de sabiduría para los practicantes, «pues -al decir de una colega- encierra los temas importantes de la vida humana; entre ellos, las relaciones entre Dios y los hombres, y entre estos últimos; entre el hombre y la sociedad; la justicia social, la moral, los principios políticos, el derecho»; sí, con tamaña profanación, los torturadores consiguieron no más que un efecto bumerán, pues, en vez amedrentar a los interrogados al extremo de que confesaran sus presuntos delitos contra los Estados Unidos de Norteamérica y los nexos con el terrorismo mundial, a ojos vista concitaron una repulsa que trasciende los prisioneros de Guantánamo y otros «oscuros rincones».
Y los trasciende tanto, que la repulsa se emplaza en socios como el propio Paquistán, cuyo gobierno desestimó la retractación, y la disculpa por los muertos en las manifestaciones. «El hecho de que Newsweek se retractara de su humillante artículo sobre la profanación del Corán en el centro de detención de Guantánamo, Cuba, no pone fin a la furia islamista», ha advertido un líder religioso de esa nación centroasiática.
Las palabras de Muttahida Majlis-e-Amal tienen cola extensa. Interpretemos. «Este asunto no deja mal la pretendida credibilidad de la revista estadounidense, sino que este artículo, extremadamente humillante, muestra los sentimientos íntimos de los responsables políticos estadounidenses hacia el Islam y hacia la comunidad musulmana». Y ahí, con toda razón, ha olido peligro la administración de Bush, «santo» varón antiislámico para más de uno. La inefable Condolezza, secretaria de Estado que es, asesora de Seguridad Nacional que fue, se ha apresurado a pedir calma. Todo fue un malentendido, aseguró nerviosilla ante aseveraciones como las formuladas por el diario saudita Al Yoam: «La difusión de profanaciones al Corán constituyó un golpe letal a los esfuerzos de los Estados Unidos por mejorar su imagen en el mundo musulmán».
Pero, en honor a la verdad, la crisis que serpea, y estalla lo mismo en Afganistán que en Indonesia, es más profunda de lo que aparenta. Quien ha ojeado algún que otro tratado de filosofía no pasará por alto la diferencia entre motivo y causa. El motivo de esta revuelta gregaria, impresionante, de los musulmanes de medio mundo: la profanación de algunos ejemplares del Libro de Dios; la causa bien podría ser la reacción a una verdadera cruzada que, camuflada por teóricos trasnochados con el manto propicio y falaz de «guerra de civilizaciones», se está desenvolviendo con el secreto a voces del llamado geopolítico y la advocación del petróleo.
Y ese llamado y esa advocación conllevan el desprecio hacia una cultura otra, la incapacidad de ponerse en lugar del prójimo distinto por algún que otro rasgo físico, o por la ideología… La falta de perspectiva de otredad del soldadito de Ohio y sus generales hay que encontrarla más allá del desconocimiento de la importancia del Corán. En la mera inopia. En la ignorancia. Todo un sistema de expoliación monda y lironda está empeñado en desangrar pueblos enteros por motivos económicos que, en la conciencia cotidiana de la sociedad y en la mente roma de uno que otro marine, aparecerán como imperativos culturales… o más bien como ausencia de cultura. Y mientras tanto, la pólvora seca se alarga, chasquea y estalla.