En 1817 David Ricardo escribió en sus Principios de economía política que la principal tarea de la economía política era determinar las leyes que regulan la distribución del producto entre las clases que componen una sociedad. Esto ya estaba inscrito en la teoría de Adam Smith, autor de la Riqueza de las naciones (1776) y […]
En 1817 David Ricardo escribió en sus Principios de economía política que la principal tarea de la economía política era determinar las leyes que regulan la distribución del producto entre las clases que componen una sociedad. Esto ya estaba inscrito en la teoría de Adam Smith, autor de la Riqueza de las naciones (1776) y por lo común considerado el fundador de la economía política. Pero al explicitar esto en el prefacio de sus Principios, Ricardo le da una nueva dimensión.
Lo cierto es que ese peculiar discurso llamado teoría económica se echó a cuestas el trabajo de definir las reglas que permiten asignar a cada clase social su participación en el producto. De aquí nació la idea de que el ingreso de cada persona está determinado por su contribución a la producción, y se construyó una teoría (con pretensiones científicas) que demostraba lo anterior. Al trabajo y al capital les correspondería un ingreso de acuerdo con su productividad.
Esa teoría se transmite todavía en las escuelas y facultades de economía en México y en el mundo entero. Sus alcances ideológicos son extraordinarios. Dice que los ingresos del secretario del Trabajo corresponden a su productividad marginal. También dice que los salarios de los ejecutivos de corporativos financieros dedicados a la especulación son altos por su contribución al PIB. En cambio, los salarios de los obreros en las fábricas, los campesinos en el campo o los profesores universitarios, por sólo citar unos ejemplos, son bajos porque su contribución al producto es pobre.
Ya de entrada, con el párrafo anterior puede uno ir pensando que algo anda terriblemente mal con la teoría de la productividad marginal. Pero si usted todavía no está convencido/a, le puedo decir que en los años setenta se desencadenó una polémica en el mundo académico sobre la validez de esta teoría. Los pormenores no los puedo exponer aquí por falta de espacio: los lectores interesados pueden examinar la literatura de lo que se llamó la controversia sobre la teoría del capital. Lo importante es que el veredicto fue clarísimo: la teoría de la productividad marginal no tiene ninguna validez. La derrota fue reconocida hasta por los seguidores más celosos de esta doctrina.
Pero como el mundo de los economistas es dado a la distracción, todo eso quedó en el olvido. Lo malo no es eso, sino el hecho de que a nivel popular, y hasta en muchas organizaciones sociales, sigue muy difundida la creencia de que, de alguna manera, el ingreso de los trabajadores está determinado por su aportación al producto social.
Las cifras de la Encuesta nacional de ocupación y empleo del Inegi para 2009 indican que la población económicamente activa es de 47 millones de personas. De ese total, 94.7 por ciento está ocupado, o sea 44 millones y 535 mil personas tienen un empleo. De ellas, 56 por ciento tienen percepciones iguales o inferiores a tres salarios mínimos. El salario mínimo es 57.46 pesos en la actualidad, o sea que más de la mitad de la población ocupada tiene una remuneración igual o inferior a los 5 mil 171 pesos, cantidad que no alcanza para cubrir el costo de la canasta básica, noción absurda que ya se ha convertido en desiderátum.
En el estrato de remuneraciones que sigue, que percibe entre tres y cinco salarios mínimos, tenemos otros 7 millones y medio de personas. Es decir, alrededor de 72 por ciento de la población ocupada tiene percepciones que apenas alcanzan para adquirir la canasta básica.
¿Será que las remuneraciones de toda esta población corresponden a lo que contribuyen al producto? Pues la respuesta es negativa. No existe nada en el arsenal de la teoría económica que permita afirmar lo anterior. No hay razones técnicas
que determinen una norma salarial. Lo miserable del patrón de remuneraciones en México es producto de dos cosas: la subordinación de la economía nacional a la lógica del capital financiero y lo que muy bien se puede llamar la lucha de clases.
Estos datos revelan el fracaso de una economía capitalista. Esto se llama exclusión y opresión. Aquí hay una política deliberada de salarios bajos porque es la única manera que el capital en México ha encontrado para mantener lo que considera ganancias adecuadas.
La obra de David Ricardo estaba marcada por serios problemas conceptuales. La solución para algunos de ellos fue aportada por Piero Sraffa en 1959, con su obra Producción de mercancías por medio de mercancías. Pero lo interesante de esa obra es que en ella la distribución del ingreso (la repartición del producto nacional en valor) se determina por fuerzas que están fuera de la economía. Es decir, al final de cuentas, el proyecto de Ricardo (y de toda la teoría económica) quedó trunco porque las ganancias y los salarios son determinados por el estado que guarda la lucha de clases, la movilización y el poder de las centrales obreras o el de las asociaciones empresariales. El espacio de la lucha política por una remuneración adecuada es mucho más amplio de lo que comúnmente se piensa.
Fuente:http://www.jornada.unam.mx/2010/03/24/index.php?section=opinion&article=026a1eco