Como cada 11 de septiembre, la figura de Salvador Allende se hace más presente. A las puertas del plebiscito para una reforma constituyente en Chile, su hija, Isabel Allende Bussi, reivindica el legado democrático del presidente y narra cómo fueron los últimos minutos en el Palacio de la Moneda antes del asesinato de su padre.
Isabel Allende Bussi
La hija del presidente Salvador Allende, Isabel (Santiago de Chile, 1945), rememora hoy a 47 años del golpe de estado en Chile, las horas previas y posteriores al bombardeo de La Moneda. Agradece la trascendencia internacional que ha tenido el legado de su padre y es optimista respecto del proceso de cambio constitucional que se inicia próximamente en ese país, en el próximo plebiscito del 25 de octubre.
¿Cómo recuerda los días previos al 11 de septiembre?
El 10 de septiembre, junto a mi madre Tencha, veníamos regresando de México, porque habíamos ido a entregar nuestra solidaridad a nombre del presidente Salvador Allende, debido al reciente terremoto que había sufrido ese país. Esa noche fui a cenar a Tomás Moro —la casa presidencial donde vivían mis padres— y llevé muy orgullosa mis regalos traídos desde allá para mi padre. Entre ellos, dos chaquetas de verano. Mi padre interrumpió la conversación que tenía con sus asesores para probárselas en el baño. Espontáneamente dijo: “Espero alcanzar a usarlas”. Me sorprendí al oírlo y apenas logré musitar: “¿Tan mal estamos?”. El Chicho —sobrenombre familiar de mi padre— intentó tranquilizarme.
En la cena de trabajo estaban varios colaboradores, entre ellos Orlando Letelier, Carlos Briones, Augusto Olivares y Joan Garcés. Todos discutieron el plebiscito que pensaba anunciar el presidente —el mismo día 11— para salir de la grave crisis política que vivíamos. Intentamos que la cena fuera normal, pero varias veces fue interrumpida por diferentes llamadas con datos alarmantes de desplazamientos de tropas y otros rumores. Al despedirme de mi padre me llamó la atención que pidiera que me escoltara un coche, pues sabía muy bien que andaba siempre sola y sin protección. Me fui en mi propio auto. Esa noche me dormí agotada.
¿Y ante esa situación de incertidumbre, usted qué hizo al día siguiente?
Las llamadas comenzaron muy temprano el 11, pero no contesté porque estaba cansada y no quería oír más rumores. Finalmente, una llamada de Patricia Espejo, que trabajaba junto a mi hermana Beatriz, Tati, en la secretaría privada de La Moneda, me advirtió que había golpe y que mi padre ya estaba en el palacio presidencial. Sin pensarlo dos veces, me vestí muy rápido. Tal como había convenido con quien era mi marido —después del intento de golpe conocido como el tanquetazo— me dirigí hacia La Moneda y él se llevó a mis dos hijos. No fue fácil llegar hasta allá. Logré dejar mi auto a un par de cuadras y entré faltando pocos minutos para las nueve de la mañana. Como mi vehículo no tenía radio, durante el trayecto no escuché ningún bando militar. Hasta ese momento, carabineros patrullaban las calles y al identificarme como la hija del presidente me dejaban pasar.
Había un gran contraste entre su decisión de quedarse y combatir, para dar una lección moral a los “traidores que rompían la ley” y la serenidad con que conducía y se preocupaba de todos los detalles de la defensa
Es imborrable para mí la cara de sorpresa de Tati (Beatriz) cuando me vio entrar. Ella me pidió que me retirara a Tomás Moro (la residencia particular de la familia Allende), que creía era un lugar seguro. Me negué. Más tarde, fue bombardeada aunque en ella sólo estaba mi madre. Al ingresar en la oficina de Tati hablé con Eduardo Paredes, quien intentó convencerme que me fuera porque “esto será hasta el final”.
¿Y qué pasó cuando el presidente las vio?
En el rostro de mi padre advertí una mezcla de sorpresa e incredulidad cuando me vio, junto con lo que creo era una íntima satisfacción de sentirse cerca de sus dos hijas, aunque nuestra presencia le perturbaba profundamente.
Poco después, nos reunió a todos los presentes en el salón Toesca. Recuerdo de sus palabras la decisión de quedarse en La Moneda, porque era el lugar que le correspondía a un presidente constitucional. Dijo que él no iba a dimitir y que había rechazado las ofertas de abandonar el país. Pidió, en cambio, que sus asesores dejaran Palacio, ya que no estaban entrenados para usar armas y porque el mundo debía conocer lo que pasaba. Estaba muy preocupado por proteger a aquellos que consideraba que no debíamos quedarnos.
Isabel Allende Bussi y Salvador Allende. Foto: archivo personal familia Allende.
Había un gran contraste entre su decisión de quedarse y combatir, para dar una
lección moral a los “traidores que rompían la ley” y la serenidad con que
conducía y se preocupaba de todos los detalles de la defensa. Mi hermana y yo
tuvimos varios diálogos muy difíciles con él, quien primero nos pidió, luego
nos rogó y, después, con desesperación, nos ordenó salir ante nuestra
resistencia. Finalmente, con mucho dolor, accedimos. Él estaba convencido que
respetarían su solicitud de un vehículo militar para alejarnos de La Moneda. Al
salir vimos que no sólo no había ningún vehículo, sino que el silencio y la
soledad eran totales. Todas las tropas que atacaban el palacio se habían
retirado. Alcanzamos a cruzar al otro lado, cuando comenzó el bombardeo, y nos
alejamos en dirección opuesta a Palacio, en medio de tiros aislados. Intentamos
quedarnos en un hotel, pero lo abandonamos al escuchar un boletín informativo
urgente de una radio que decía: “Frente a la resistencia encontrada en Tomás
Moro, la Fuerza Aérea se ha visto obligada a bombardear”. Las lágrimas que no
pude contener, pensando en mi madre “la Tencha” que estaba sola, nos delataron.
Abandonamos el país un sábado 15 de septiembre por la noche, en medio de un gran despliegue militar y una gran tristeza. Nunca pensamos que el exilio iba a durar casi 17 años
¿Cómo abandonaron La Moneda?
Habíamos salido seis mujeres y por alguna razón nos perdimos y sólo quedamos cuatro: Tati, Frida Modak, conocida periodista de televisión, Nancy Julián, cubana y esposa del presidente del Banco Central que estaba en La Moneda, y yo. Caminamos hasta la calle Santa Lucía. Allí hicimos autoestop, con la suerte que se detuvo un vehículo grande. Subimos diciendo que éramos secretarias y que no teníamos nada que ver con lo que pasaba. Nos llevaron hasta la Plaza Italia, donde había un fuerte control militar y por primera vez vimos gente detenida, caminando con los brazos en alto. Mientas un militar revisaba los documentos del conductor, Tati, con un embarazo de siete meses, fingió tener contracciones, lo que nos permitió pasar sin más contratiempo. Más allá, por indicación mía, nos bajamos y, por una corazonada, me acordé de una compañera de trabajo que vivía cerca. Aunque nunca había estado en su casa, nos recibió con enorme cariño y preocupación.
¿Y cómo se enteró de la muerte de su padre?
Allí establecimos los contactos telefónicos. Poco a poco nos enteramos que Tencha estaba a salvo: entre bomba y bomba logró salir. Más tarde supimos de la muerte del Chicho y también de la de Augusto Olivares, a través de Danilo Bartulín, del equipo de médicos que estaba en La Moneda y al cual dejan libre tras el ataque, aunque después lo vuelven a detener. Pasamos una noche de gran tristeza, todas con el alma encogida. No hay palabras para describir ese dolor.
¿Y cómo inicia usted el camino hacia el exilio?
Los sufrimientos siguieron al día siguiente. Después de complicadas negociaciones dijeron que nos autorizarían a asistir al entierro de Salvador Allende. Pero como usaron ese pretexto para atacar la Embajada de Cuba —mi hermana estaba casada con Luis Fernández, cubano y ministro consejero—, y habían herido en una mano el embajador, resolvimos con Tati que no iríamos. Sentimos más dolor e impotencia. En la tarde vino un jeep militar con mi cuñado para buscar a Tati, porque se decretó la expulsión de los cubanos. Allí acordamos con ella que llamaría al embajador de México. No tardó en aparecer con un salvoconducto —estaba prohibido circular— que le autorizaba para recoger a “Isabel Allende e hijos menores”. Nos fuimos con Frida y Nancy, temiendo que en cada uno de los muchos controles nos descubrieran; pero la serenidad y presencia del Embajador de México, Gonzalo Martínez, permitió que llegáramos a salvo.
Después salimos con el embajador a buscar a Tencha, la cual estaba muy dolida con todo lo que había pasado, y a pesar de todo, pudo asistir al entierro anónimo de mi padre, en el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar, en el mausoleo de la familia Grove Allende. Ella siempre dijo durante años que no sabía si efectivamente el que estaba en ese ataúd cerrado era Salvador Allende. Nos costó mucho convencerla que se fuera a la embajada con nosotros, porque deseaba quedarse en Chile y denunciar lo que pasaba. Abandonamos el país un sábado 15 de septiembre por la noche, en medio de un gran despliegue militar y una gran tristeza. Nunca pensamos que el exilio iba a durar casi 17 años y que, en mi caso, 15 años después, el 1 de septiembre de 1988 —año del plebiscito— entraría a Chile desde Buenos Aires, con amenaza de deportación primero, una multa a Aerolíneas Argentinas y, en pleno vuelo, la sorpresa de un decreto que estableció el fin del exilio.
¿Cómo cree usted que el mundo recuerda a Salvador Allende?
Con la perspectiva que sólo otorga el paso del tiempo, es indudable que Salvador Allende supo expresar en su aproximación a la política algunas de las más esenciales virtudes de un líder. Fue tolerante sin dejar de defender los principios por los que luchaba, adhiriendo a la doctrina del Partido Socialista de Chile, pero desechando toda visión esquemática y simplista.
Planteaba “la vía chilena al socialismo” construyendo un camino al socialismo en democracia, pluralismo y libertad, a partir de la legalidad vigente y de acuerdo con la idiosincrasia e institucionalidad chilena. A diferencia de los llamados socialismos reales, este modelo enfatizaba la participación, el pluralismo y las libertades, con una concepción de un Estado democrático, que situaba el centro de las preocupaciones en la igualdad social.
¿Y cómo ve el 11 de septiembre de 1973 el Chile de hoy?
Hoy, ad portas del Plebiscito de octubre, donde podremos definir la realización de una nueva Constitución para Chile, esperando que gane la opción del Apruebo y podamos realizarla a través de una Convención Constituyente y paritaria, que garantice una verdadera protección social y un Estado de Derechos, recuerdo nuevamente la iniciativa de mi padre por contar con una carta magna hecha en democracia, con la aprobación de todas y todos. Como familia Allende Bussi agradecemos a todos los que han recordado a Salvador Allende, con distintos homenajes y manteniendo viva su memoria. Rescatar nuestra historia y proyectarnos con fuerza hacia el futuro es una tarea prioritaria. Salvador Allende no es un mito sino una fuerza que está viva, de cara al siglo XXI. Su confianza en Chile y su destino, representan su estatura moral, la de un presidente que prefirió entregar su vida por la democracia.