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Mirta Yañez

Sangrando por la herida…

Fuentes: La jiribilla

«¿qué serías en el antes, la madre, la concertista, la prostituta, la que tenía el tedio, la alienada, la del amor platónico, la asexual, la torpe, la que no tuvo continuación? Lina de Feria: «Mujer que habla sola en un parque de Calzada»   La reiterada visión apocalíptica de la mujer que habla sola en […]

«¿qué serías en el antes, la madre, la concertista, la prostituta, la que tenía el tedio, la alienada, la del amor platónico, la asexual, la torpe, la que no tuvo continuación? Lina de Feria: «Mujer que habla sola en un parque de Calzada»

 

La reiterada visión apocalíptica de la mujer que habla sola en un parque del Vedado -donde Poseidón, el de las guedejas petrificadas, ya que no el de tanto «crespo mal lavado», contemplaba hasta hace poco el transcurrir del siglo XX habanero- aparece casi desde los inicios de la novela de Mirta Yáñez, Sangra por la herida, texto engarzado por un denso contrapunteo de voces que responden a diversas experiencias. Muy variadas son las edades, contextos y peripecias puestos en juego a través de la multiplicidad de personajes: pequeñas ventanas abiertas a mundos diferentes, pero que confluyen en algunas coordenadas esenciales. La principal se desarrolla bajo la égida del símbolo femenino más recurrente y universal, encarnado en La Pelona, aquella que llega a esta novela, no a imponer los reclamos del carpe diem, ni a desatar ubisúnticas nostalgias, sino a pedir respuesta -blandiendo el sesgo afilado de su implacable guadaña-, a las difíciles interrogantes de Sandor Marai citadas al comienzo por la autora:

Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son estas: ¿Quién eres?… ¿Qué has querido de verdad?… ¿Qué has sabido de verdad?… ¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía?… Estas son las preguntas. 1

La muerte, presencia rectora de Sangra por la herida, muestra su rostro de los más disímiles modos: mueren los pollos entregados a la población para paliar el hambre, mueren los gatos, gimen los perros en la alta madrugada de apagones, agonizan las enfermas de cáncer terminal, mientras los miembros dispersos de «La descuartizada de Alamar» van apareciendo poco a poco en distintos sitios de La Habana del Este, y la sombra de La Difunta suicida continúa danzando -desde la sutil acrobacia de su vuelo mortal-, sobre una ciudad que también se está muriendo.

 

Dedicada «A los amigos que dejaron de pintar, de tocar el piano, de hacer teatro, de escribir un poema, de soñar sus sueños, por las razones que fuesen», esta novela de Mirta Yáñez constituye una dolorosa recuperación de la memoria, implacable y valerosa revisión de los hechos del pasado a través de una mirada que no teme poner el dedo sobre la llaga, ni hurgar en las heridas del corazón. El examen de conciencia realizado por el personaje de Gertrudis, cuyos recuerdos no tienen de Cancerbero un palacio, ni desembocan en el hueco negro de la anciana desquiciada, parte de la siguiente reflexión:

A veces los muertos preguntan ¿qué fue de nosotros?, ¿nadie se acuerda?, ¿quién va a hacer la historia? Basta apenas un poco de olvido para que los muertos y las muertas acudan impacientes a pasar la cuenta. 2

La visión infernal y bárbara de uno de los ejes espaciales de Sangra por la herida se sitúa en el levante de la capital, donde las hordas musicalísimas, bailadoras y vocingleras parecen haber tomado el mando -lo marginal convertido en mainstream-, adueñándose de los espacios públicos. Una vocación, diríamos costumbrista o apegada al color local (si utilizásemos los términos de la doctora Yáñez en su ensayo El matadero: un modelo para desarmar) puede apreciarse tanto en la voz de los narradores como de los personajes de su novela. Sin embargo, sería más exacto hacer referencia a su profundo apego a lo popular que no hay que ser muy sagaz para advertir en títulos como Todos los negros tomamos café, El diablo son las cosas, Una memoria de elefante, Del azafrán al lirio o La hora de los mameyes. Por descontado, la barbarie citadina -representada por antonomasia en algunas de las tribus que habitan la enorme ciudadela del este de la capital- poco tiene que ver con lo genuinamente popular y confluencia de diversas tradiciones de lo cual sí serán exponentes en la novela personajes como Yuya -agraciada devota de Sanfancón a través del Chino de la Charada-, quien, en una muestra de la más rancia vecinería criolla, es la que asiste a Lola, la anciana solitaria.

Ese apego a lo popular, sazonado con la cotidiana práctica de un choteo insular ingeniosamente matizado por el toque irónico, era rasgo caracterizador de aquella joven y delirante profesora de la Escuela de Letras que, respondiendo a las claves ocultas que tanta acumulación de desgracias había codificado entre nosotras, dio la respuesta esperada por mí cuando le comuniqué la muerte de mi abuela: una estentórea carcajada que provocó el estupor casi indignado del claustro departamental, ajeno a nuestros macabros códigos, puro mecanismo de defensa ante la adversidad. No se trataba, por supuesto, de una burla por la suerte de mi abuela, sino del humor para enfrentar el mal destino que depositaba sobre nosotras tantas tribulaciones a la vez.

«La literatura está llena de espejos», afirma el narrador de uno de los breves relatos de Falsos documentos 3 , cuando Ludovicus Borg y Adolfina Casares se dan a la tarea de reproducir la estirpe abominable del refractario cristal. En Sangra por la herida aparecerán, con frecuencia, algunas variantes del espejo literario. El denominado tema del doble, por ejemplo, marcará la relación de Herminia y Tristán, los homónimos ibeyis que ponen en jaque las identidades tradicionales, y en arriesgados camuflajes, transgreden los límites genéricos.

Como en un espejo deteriorado por el tiempo, del que la pátina de azogue se ha ido desprendiendo para mostrar agujeros, ya no negros, sino transparentemente vacíos, se desarrollan las escenas del entierro del cadáver de La Difunta y el de la exhumación, años después de los restos de Tomás. Los dos rituales, a pesar del tiempo transcurrido y del diferente signo que presentan -inhumación y exhumación de mortales despojos- confluyen en la soledad y, en ambos, un amigo cercano quedará excluido de la ceremonia, mudo testigo del abandono que acompaña a estos muertos suicidas.

Por último, también como una duplicación, es narrado el momento estremecedor en que Lola -no la que muriendo pidió ver al hombre que le había quitado la vida, sino la anciana que continúa aún, como la novela toda, sangrando por las heridas abiertas años atrás-, luego de una larga caminata por el Vedado, donde los paisajes de la memoria se superponen a las ruinas del presente -paseo dominical tornado expiatoria peregrinación-, se encuentra con la mujer que habla sola en el parque del Carmelo, réplica de aquella del conocido poema de los 60, convertida por Mirta Yáñez en personaje de ficción, y halla en sus ojos el reflejo de su propia mirada. En esta escena lo especular parece diluirse para dar paso a una cortazariana «figura» cuando el recuerdo de La Difunta complete la desgarrada tríada femenina que finalmente desencadena el reconocimiento de la culpa, abismada anagnórisis que conduce al arrepentimiento.

Si me fuera dado dialogar con un personaje de ficción atravesando la raya del Tío Félix que ilusoriamente separa la vida de la muerte, lo testimonial de la fantasía -«lindero entre realidad y sueños»-, me gustaría decirle a Gertrudis, ese personaje muy cercano al espíritu de Todas las negras tomamos café, que a pesar de los fluidos que junto con los leones desatados del Prado, los comejenes, las auras tiñosas y el remeneo y empuja empuja de los edificios, que amenazan la ciudad, las memorias dolorosamente evocadas por ella no se han borrado. Por el contrario, hallan expresión en un ejercicio de saneamiento escritural, necesario exorcismo -limpieza que se lleva lo malo, trovadoresco rabo de nube, huracán carpenteriano- que ahuyente los temores lapidarios que aún puedan acechar.

Con una fecunda obra literaria que ha transitado por diversos géneros y obtenido, entre otros reconocimientos, tres Premios Nacionales de la Crítica Literaria, Mirta Yáñez, empeño de escritura defendido a capa y espada, da fe, con esta novela, de una sostenida vocación que comenzara a expresarse públicamente muchos años atrás en un pequeño libro de poemas editado por la Imprenta Universitaria. Como escribiera entonces José Antonio Portuondo:

Cuando Mirta Yáñez escribió Las visitas era una nerviosa, sensible estudiante de Letras Hispánicas, que acababa de hacer el peregrinaje de La Habana Vieja con sus compañeros de la asignatura de Historia del Arte. […] La ciudad, para todos fue un muestrario, vitrina de museo puesta al examen de un grupo de estudiantes que aprendían a mirar, y a ver, con ojos críticos su ciudad. Para Mirta fue, además, el hallazgo de una vida profunda, latente entre las piedras y los cristales, […] tendida del ayer hasta el mañana, anticipando recuerdos futuros. 4

Esos futuros recuerdos se tienden ahora, en Sangra por la herida, en un arco dirigido del hoy al ayer a través de una mirada que aprendió, desde entonces, a mirar y ver críticamente la ciudad amada, pero también vislumbran un camino que hay que transitar limpio de abrojos.

 

Texto de presentación de Sangra por la herida, Mirta Yáñez, Ediciones UNIÓN y Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010, 219 pp. Publicado en La Siempreviva.

Notas:

1- Mirta Yáñez: Sangra por la herida, Ediciones UNIÓN y Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010, p. s/n

2- Ídem, p. 9.

3- Mirta Yáñez: Falsos documentos, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2005.

4- Mirta Yáñez: Las visitas. La Habana, Comisión de Extensión Universitaria, Imprenta Universitaria, 1971, p. 7.

Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2011/n542_09/542_17.html