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¿Se acabó la lucha de clases?

Fuentes: El Periódico

La falta de información suficiente nos impide conocer las causas últimas de nuestra crisis económica y de sus peores consecuencias sociales, pero padecer una carencia inesperada como esta agudiza la mirada crítica, la hace más sensible a las diferencias irritantes y propicia que se indigne con lo que ve injusto. Por práctico que resulte el […]


La falta de información suficiente nos impide conocer las causas últimas de nuestra crisis económica y de sus peores consecuencias sociales, pero padecer una carencia inesperada como esta agudiza la mirada crítica, la hace más sensible a las diferencias irritantes y propicia que se indigne con lo que ve injusto. Por práctico que resulte el cínico consejo de los expertos (resignarse y hacer economías), aún nos queda un residuo de dignidad moral para ver claro en la actual oscuridad. ¿Y qué es lo que está claro? Para mí, cuatro cosas: el contraste existente entre los niveles de padecimiento según la clase social a la que se pertenece; las diferencias entre las soluciones propuestas para paliar los efectos de la crisis, tan opuestas como lo están los intereses de clase de quienes las propugnan; la escasa capacidad del poder público para paliar el daño que están sufriendo los ciudadanos, y, en fin, su nulo empeño en ir a la raíz de la crisis, yéndose en cambio por sus ramas con una simple podadora como panacea.

Es evidente: si un ricachón ha de renunciar a un crucero de placer no sufre la misma crisis que una familia que tiene que afrontar que uno o varios de sus miembros se hayan quedado en paro. Tampoco el empresario que descuidó el futuro de la empresa en favor de su arca particular pierde lo mismo que los obreros a los que despide. Los del pensamiento único nos hicieron creer que ya no había clases sociales porque hoy todos formamos parte de una única clase media, igualada en gustos, deseos y posibilidades. Acertaban, excepto en la igualdad de posibles. De «clase única», nada.

En cuanto a las soluciones propuestas, los grandes empresarios aprovechan la crisis que el capital provoca y pretenden despedir legalmente a bajo precio a sus trabajadores, en vez de gastarse los ahorrillos en su mejor formación y en llevar a cabo una renovación tecnológica. Ni por asomo se les ocurre subir los salarios para que funcione la máquina del consumo. ¿Con qué creen que este se paga? Por su parte, los grandes banqueros imploran ayuda estatal (o sea, el ahorro forzoso que, a través del IVA y el IRPF, aporta a la nación la mayoría trabajadora con menos recursos) para, con la excusa de otorgar créditos a las pequeñas y medianas empresas y a las familias que los necesitan, exigirles de nuevo aquellos intereses que más beneficien a los suyos.

Sería justo y debido que devolvieran a sus nuevos deudores y morosos parte de la riqueza acumulada y proclamada, fruto de hipotecar de por vida a víctimas de la publicidad empresarial consumista y del negocio inmobiliario tan dañino para el medioambiente, cuyos precios millonarios servían también para pagar favores ilegales a políticos corruptos.

Con el falso e interesado optimismo de que las clases ya no existen, el capital cree que la marxista lucha de clases se ha acabado. En caso contrario, sería el acabose… del capitalismo. Ahora bien, ya me dirán si la actitud del capital ante la crisis no es un ataque en toda regla al nuevo proletariado, así como la huelga general es el arma obligada que defiende, con toda la energía que las leyes consientan, el empleo, la vida y la dignidad de los trabajadores. Ya me dirán si eso no es una lucha a muerte de clase contra clase, iniciada como siempre por la que todavía es dominante y encima se arroga el papel de dirigente.

Los gobiernos proponen compensaciones caritativas, cual paradójicas ONG gubernamentales. Está bien que haya subsidios y exenciones de impuestos, pero esta crisis, aunque lo parezca, no es un terremoto o un tifón y no se resuelve con medidas paliativas propias de una zona que ha tenido que ser declarada «catastrófica» por causas naturales. Esta catástrofe es obra de unos poderes económicos. Sus efectos destructores deben ser previstos, impedidos o reparados por los representantes del pueblo soberano, que tienen que responsabilizar a los culpables y no colaborar en su propósito de salir de esta situación todavía más fortalecidos para perpetuar su dominio. Si el que contamina, paga, el que se enriquece empobreciendo a otro ha de retornar a sus legítimos dueños la riqueza que les ha sido hurtada. Un Estado que no cumpla esa norma únicamente representa a los amos del dinero, y su Gobierno será conservador (no de los derechos humanos, sino de las inhumanas derechas), por mucho que se escude en que la oposición lo es más.

En cuanto a la radical ilegalización de las prácticas capitalistas, no caben, a mi juicio, más remiendos que el cambio de tela. Al apellido del presidente José Luis Rodríguez Zapatero yo le añado, sin malicia, el adjetivo remendón. Un keynesianismo made in Spain es la llave que muchos necesitan para abrir el cerrojo de su cárcel financiera. Pero es preciso algo más: la palanqueta que fuerce la caja de caudales de unos pocos.

José Antonio González Casanova es catedrático emérito de ciencia política y derecho constitucional de la Universidad de Barcelona