Sebastián Piñera fue el emisario del G7 para que Jair Bolsonaro aceptara los 20 millones de dólares que le enviaron con el propósito de combatir los incendios en la Amazonía. Su primera declaración ante la prensa fue contundente: la Amazonía es responsabilidad soberana del Estado brasileño, dijo. Ante la debacle del colapso climático, bien nos […]
Sebastián Piñera fue el emisario del G7 para que Jair Bolsonaro aceptara los 20 millones de dólares que le enviaron con el propósito de combatir los incendios en la Amazonía. Su primera declaración ante la prensa fue contundente: la Amazonía es responsabilidad soberana del Estado brasileño, dijo.
Ante la debacle del colapso climático, bien nos haría comenzar a revisar y repensar este tipo de declaraciones, o esperamos que los hielos milenarios que en este mismo instante se derriten en la Antártica respetarán las fronteras de cada Estado para hundir sólo a aquellos países que soberanía tienen sobre ella. ¿Qué se modificaría en la crisis climática si un país pequeño y soberano decidiera fijar límites a los gases de efecto invernadero mientras, soberanamente, el gobierno y las empresas chinas y estadounidenses continúan envenenando la biosfera como lo han hecho y siguen haciéndolo?, ¿un problema que pone en riesgo a la humanidad entera puede ser soberano de un Estado en particular o, por el contrario, necesita de toda la cooperación internacional?
Poco sentido tiene hablar de soberanía cuando es la humanidad entera la que está siendo amenazada. El problema nos remite a la categoría de «Riesgos Existenciales». O sea, aquellos que, valga la redundancia, ponen en peligro la existencia humana sobre la tierra: una guerra nuclear, el choque de un asteroide, un virus informático, etcétera. Hay diferencias entre ellos. Un meteorito es un riesgo existencial, pero no es producido por la actividad humana. Al hablar de cambio climático debiésemos ser más preciso y describirlo como un riesgo existencial provocado por la acción humana en el ecosistema, antropogénico. La distinción no es antojadiza, esto porque el impacto ambiental del ser humano en el ecosistema puede categorizarse y, por sobre todo, castigarse. Este último punto nos remite al derecho internacional público.
Como sabemos, cada Estado tiene su propio derecho interno (constitucional, administrativo, privado), realidad ausente en el derecho internacional público. El derecho natural se define en base a tres características: poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial. Lo más cercano a un poder ejecutivo en el derecho internacional público podría ser el Consejo de seguridad de Naciones Unidas, manejado por los países que mas han contribuido en este colapso climático. Tampoco existe un parlamento internacional donde discutir las fuentes del derecho, ni algo que se asemeje a un poder judicial, de modo que, en rigor, ni siquiera existe la obligación de asistir o acudir a una corte internacional. Conclusión: ningún país es obligado a respetar el medio ambiente. Esto explica porque, al menos hasta este punto en el que estamos, la cooperación en términos medio ambientales ha respondido más bien a los intereses soberanos de cada Estado, siempre en función de las proyecciones de crecimiento económico. En diciembre del 2014, justo antes del Acuerdo de Paris, la conferencia preparatoria de Lima acordó un «sistema de objetivos voluntarios» para que cada país fijara sus propias metas y así detener el cambio climático. Por supuesto que esto agradó a los gobiernos chinos y estadounidense, que se comprometieron al menos a debatir sobre el tema y asistir a las conferencias internacionales. La historia posterior es conocida: Trump no permitió que ninguna institución internacional fijara límites al crecimiento de Estado Unidos, así que, muy campante, decidió retirarse del Acuerdo de París.
Hoy, el colapso climático pone en riesgo la sobrevivencia planetaria y es irrisorio que cada país, soberanamente, decida de que modo enfrentará la crisis y que sanciones fijará. Debemos volver a la fuente y pensar en el nacimiento del derecho, creado para regular la convivencia entre personas y no entre Estados. Son las personas, y no los Estados, las que arrancan de sequias, deshielos y el colapso climático en general. La Organización Internacional para las Migraciones proyecta que habrá 200 millones de migrantes ambientales en 2050. No solo riesgos existenciales, también tendremos que empezar a hablar de «refugiados climáticos», el problema es que, en términos legales, ni siquiera existen. Puede citarse el Estatuto del Refugiado de 1951 si alguien es perseguido por razones religiosas, de raza o políticas, pero no cuando la amenaza es el clima. La Declaración Universal de Derechos Humanos protege a quienes escapan de la guerra, pero no del cambio climático. Un detalle: ¡los refugiados climáticos son muchos más que los refugiados políticos!
En una entrevista para la revista Diplomacia, Rafael Domingo, PhD y profesor en Derecho Comparado, plantea una cuestión interesante: «La soberanía de Estados tiene que ser sustituida por la dignidad de las personas, principio que no está ocurriendo porque estamos viviendo entre dos paradigmas: el antiguo donde los Estados tienen potestad, y el paradigma global pero que todavía no está juridificado». Su idea es pasar de un derecho internacional a un derecho global, centrado en el ser humano y no en el Estado. Tiene razón, creo: el derecho surge del hecho, y los hechos hoy se modifican. Lo cierto es que vivimos justo en el transe entre paradigmas y el colapso climático acelera procesos para los cuales no existe jurisprudencia nacional ni internacional. El gobierno de Indonesia decidió remover su capital ya que, para el año 2050, Yakarta estará, escuche bien, sumergida bajo el agua. ¿Bajo qué categoría jurídica explicamos el hundimiento de una ciudad por el cambio climático?
Volvamos al punto inicial: ¿globalización para el mercado, pero soberanía para quienes arrancar del cambio climático y soberanía también para sancionar a quienes amenazan la existencia del planeta? Peligroso, por decirlo de algún modo.
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