La crítica literaria, y en general la información cultural, no están ni mejor ni peor que el resto de secciones de información o de opinión de los medios. Cuando sucede algo como lo de Ignacio Echevarría, los lectores de prensa experimentamos una repentina (y tardía) pérdida de la inocencia. Nos parece increíble que suceda algo […]
La crítica literaria, y en general la información cultural, no están ni mejor ni peor que el resto de secciones de información o de opinión de los medios. Cuando sucede algo como lo de Ignacio Echevarría, los lectores de prensa experimentamos una repentina (y tardía) pérdida de la inocencia. Nos parece increíble que suceda algo así.
Se deshace momentáneamente (pero nunca de forma definitiva) el malentendido que sufre una mayoría de lectores: el hermoso (pero nocivo) malentendido que consagra el producto periodístico en base a unos ideales que estarían por encima de su condición mercantil, por los que tendría en cuenta valores como la objetividad, la independencia o la libertad de expresión, antes que los intereses particulares de las empresas propietarias. Lo que en cualquier sector parecería increíble, cuando no sospechoso (que un fabricante antepusiera nobles ideales y el respeto a sus clientes, por encima de su cuenta de resultados), es posible, o más bien verosímil, en el periodismo.
Mientras los lectores permanecemos inocentes y sostenemos el malentendido, los propietarios de diarios, en una muestra de sinceridad antes que de cinismo, no hablan ya de rotativos o redacciones, sino de empresas periodísticas, expresión en la que lo sustantivo es empresa, y periodística es adjetivo, en el sentido de accidental, secundario, no esencial. Mientras los ejecutivos de las empresas periodísticas hablan en términos inequívocos de producto, mercado, objetivos, etc., nosotros, cándidos lectores, seguimos diciendo editorial, periódico, información, crítica, y seguimos diciendo independencia, y seguimos creyendo que las opiniones son completamente libres, o que los intereses privados son compatibles con los intereses colectivos, o que el tamaño de la cartera de un anunciante no influye en su tratamiento informativo. Seguimos inocentes.
En el caso de la información cultural, tal vez la inocencia es mayor, por el prestigio que sigue teniendo lo cultural. Y sobre todo por culpa de unos pocos (y en retirada), como Ignacio Echevarría, que con su independencia sostienen (tal vez a su pesar) el malentendido que permite que nos creamos realmente informados, realmente libres.