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Sergio Canut de Bon, el poeta colérico de Rinkeby

Fuentes: Rebelión

Es difícil imaginar el panorama de la poesía latinoamericana en Suecia sin la presencia de un personaje extravagante como Sergio Canut de Bon, quien le ponía color a la vida burlándose de la muerte. Era un conversador ameno y sabía sacarle partido a las tertulias, donde sus anécdotas parecían juegos de pirotecnia. Sus sentencias concisas, […]

Es difícil imaginar el panorama de la poesía latinoamericana en Suecia sin la presencia de un personaje extravagante como Sergio Canut de Bon, quien le ponía color a la vida burlándose de la muerte. Era un conversador ameno y sabía sacarle partido a las tertulias, donde sus anécdotas parecían juegos de pirotecnia. Sus sentencias concisas, hechas con ingenio y humor cáustico, constituyeron el lado fuerte de su creación literaria, quizá porque a través de ellas quería expresar la verdad -su verdad- de una manera breve, rotunda y poética.

Canut de Bon, acostumbrado a la reflexión moral e intelectual, era gran admirador de Salvador Allende, Luis Emilio Recabarren y fiel simpatizante de la revolución cubana. No en vano uno de sus libros está dedicado al comandante Fidel Castro Ruz, seguida de una frase que agregó entre paréntesis: «Lo que Yo habría deseado ser». Se le conocían algunas actividades políticas como militante del Partido Socialista y se denominaba presidente de LAIFE (Sociedad de Escritores, Artistas e Intelectuales Latinoamericanos en el Exilio); una organización que, sin afanes de lucro ni representaciones jurídicas, hacia circular de cuando en cuando una «Hoja informativa» entre amigos y afiliados.

Cuando lo conocí personalmente, a principios de los años 80, ya me habían contado de sus ocurrencias irreverentes en el barrio de Rinkeby, donde graffiteó en los puentes y frontis más visibles: «¡Viva Canut de Bon!» o «¡Arriba Canut de Bon!». Asimismo, cuando algunos le echaron la talla por su excesivo ego, él volvió a los mismos lugares y, allí donde antes había escrito: «¡Viva Canut de Bon!» o «¡Arriba Canut de Bon!», escribió con puño firme: «¡Muera Canut de Bon!» o «¡Abajo Canut de Bon!». Y, para no darles el gustito a todos, se podía leer en las paredes de las iglesias luteranas la sentencia: «¡Dios ha muerto! ¡Qué viva Canut de Bon!»…

 

La primera vez que lo visité en su apartamento, me enseñó un enorme mapa de Sudamérica que tenía en la pared de su sala, mientras me relataba sus hazañas de caminante que hacía camino al andar. «Pasé por tu país -afirmó con expresión risueña-. Me gusta su gente y la majestuosidad de su paisaje que forma parte del macizo andino». Luego añadió: «Bolivia es un país que quiero entrañablemente, podría parafrasear a mi amiga Violeta y decir: ‘Bolivia… que me ha dado tanto’…». Me contó que, al mejor estilo del Che, recorrió por los territorios cuyas rutas estaban señaladas con marcadores de color, sin más compañía que un mapa en la mano y una mochila al hombro.

Compartimos lecturas en el escenario menor de la Casa de los Conciertos de Estocolmo, donde se llevó a cabo «Poesi-Dagen» en 1983, y en las jornadas literarias de la Biblioteca de Brandbergen, el 29 de abril de 1987; ocasión en la que se quejó de que algunos «aprendices y baciniqueros» le dijeron «tonterías», a tiempo de criticar su particular modo de abordar la poesía. Su queja, más que ser casual, parecía premeditada e intencional, pues a Canut de Bon, maestro en el manejo de la ironía mordaz, le gustaba referirse al cotilleo literario chileno, a la eterna rivalidad entre Pablo Neruda y Pablo de Rokha, a los amaneramientos de Vicente Huidobro o al lesbianismo no confeso de Gabriela Mistral.

En diciembre de 1986, con motivo del 5o. aniversario del semanario Liberación, hicimos el largo viaje entre Estocolmo y Malmö, junto al poeta Carlos Alberto Muñoz y al periodista Luis Garrido, quien iba al volante con la velocidad de un conductor que no usa bocina. Allí, reunidos entre colaboradores y amigos del semanario, conformamos el jurado del certamen literario que se convocaría en memoria a Olof Palme. Recuerdo que durante el trayecto me confesó que amaba tanto la literatura que, la preparación del libro de su vida, le costó incluso el divorcio de su esposa, quien, por ese entonces, estaba vinculada a un pequeño círculo de mujeres que se reunían en torno a la revista «Micaela», la misma que, según su opinión, era una publicación extremadamente feminista que ponía a volar pajaritos en la cabeza de las mujeres cansadas del machismo latinoamericano y de la vida matrimonial.

Al cabo de publicar sus «Aforismos y poemas», me envió gentilmente un ejemplar el 25 de septiembre de 1986, con una dedicatoria que dice: «Estimado Víctor: No me molesta, por el contrario, el que me señalen errores o ataquen. Es agradable el que en una amistad o compañerismo te señalen los defectos y tañan el nombre de uno sin ser cómplices de lo negativo. Así entiendo la amistad verdadera (…) Ráyalos, tájalos, qué sé yo, no me disgustaré. Dímelo y te daré aun más gracias. Espero me comprendas. Es duro criticar, si se hace con un espíritu alerta a lo bueno en esta dura tarea hacia la perfección». Éste era el verdadero sentido de la amistad y de la crítica constructiva que asumía Canut de Bon, quien, como todo ser curtido en la escuela de la vida, no confiaba en esos «criticones» parecidos a los perros que ladran pero que no muerden.

La segunda vez que nos reunimos en su apartamento, con motivo de dar a conocer el veredicto del certamen literario convocado por el semanario Liberación, estuvimos acompañados de Carlos Alberto Muñoz, a la sazón tercer miembro del jurado. Cotejamos los puntajes de los finalistas y, por unanimidad, decidimos premiar la poesía de Juan Cameron. Acto seguido, y como no podía ser de otra manera, nos enfrascamos en una conversación amigable en la que no faltó el vino tinto ni los bocadillos.

Un día nos encontramos en la estación del metro de Odenplan y caminos juntos hacia el antiguo edificio del Instituto de Estudios Latinoamericano, donde Isabel Allende habló de su exitosa novela «La casa de los espíritus». Años más tarde, nos reencontramos en la Universidad de Estocolmo, con motivo del primer Festival Latinoamericano de Poesía denominado «La reconstrucción del tiempo» (octubre de 1989), en la que Daniel Moore le tomó una fotografía desde su asiento, como quien estaba decidido a perpetuar la imagen de un Canut de Bon con el bastón en la mano.

No recuerdo bien cuándo fue la última vez que nos vimos, pero me enteré que estaba viviendo en el Servishus de Rinkeby, donde el niño que habitaba en él seguía dándole cuerda a sus travesuras. Esto me lo confirmaron unas señoras de la tercera edad. Decían que Canut de Bon era una persona especial, que pasaba los días entre la lucidez y la locura, y que por las mañanas, movilizándose en su silla de ruedas por los pasillos, las despertaba con «garabatos» y declamando sus versos a grito pelado, y que, en más de una oportunidad, armó tremendos líos en el comedor. En fin, nada raro en un ser humano cuya excéntrica personalidad estaba marcada por su actitud de juerguista, extrovertido y socarrón.

 

Desde que lo conocí, de igual a igual, mantuvimos un trato cordial y un mutuo aprecio. Me alentó en mis primeros avances literarios y hasta llegó a escribir en unas de sus cartas: «Debería envidiarte la juventud» y, a tiempo de despedirse, no dejaba de desearme: «Salud, dinero y amor… y el que tenga estas tres cosas…». De él aprendí, como todo joven aspirante a escritor, que el sentido del humor es la mejor arma contra los comentarios ponzoñosos y malintencionados. «Cuando te echen la talla -me recomendaba-, lo mejor es no picarse. Ríete y olvídate. Y si los envidiosos hablan a tus espaldas, ríete también con más ganas». Tampoco era extraño escucharle decir: «Esté feliz de que hablen de usted, compadre, que le serruchen el piso y lo pelen a lengua suelta. ¡Así lo harán famoso, saboreándolo de boca en boca!…».

Hasta aquí, todo hace pensar que Canut de Bon hizo de todo, pero lo cierto es que era poeta ante todo. Murió en el Hospital de Karolinska el 28 de enero de 1993 y sus restos fueron incinerados en la Capilla de la Rosa del Crematorio de Råcksta. Al fin y al cabo, cumplió su deseo de enterrarse en Estocolmo en caso de morir en el exilio. Ya antes de que el tirano Pinochet fuese tumbado por el clamor popular, dejó dicho y escrito: «… no debo ser enterrado en ningún lugar del territorio nacional mientras el usurpador esté vivo o muerto pudriendo o pudriéndose dentro de sus límites. Sólo tras ser alejado ese corruptor de la nación de su territorio entonces mis cenizas sean repartidas o colocadas en el Patio Once del Cementerio General de Santiago donde reposan mis camaradas ‘N.N.’ víctimas, entre otros, de tanta insania».

Guardo celosamente algunas cartas escritas de su puño y letra, incluida una dedicatoria que estampó en una servilleta de «Berns Salonger», durante la tertulia del 24 de noviembre de 1983, en presencia de Mario Romero, Carlos Geywitz, Sergio Badilla y otros. Las guardo por si acaso alguien, algún día, las necesite para reconstruir la vida de este poeta colérico que fue buen amigo de los amigos, y, por qué no decirlo, también amigo de sus más furiosos enemigos.

Bibliografía

Sergio Canut de Bon Salas (Chile,1923 – Estocolmo,1993). Autor de «Mis pensamientos» (1956), «Campacana y otros poemas» (1958), «Trovas de odio y de amor colérico» (1959), «Nosotros-Yo, Latinoamérica» (1960), «Historias por y para campesinos» (obra quemada por el fascismo, 1973), «Aforismos y poemas» (1986) y «Nuevos aforismos y pensamientos» (1989).