El título del último artículo de Ignacio Ramonet, Sexo y mercado (Rebelión, 30 9 05) me ha parecido muy interesante; aunque, desgraciadamente, no puedo decir lo mismo del resto del texto. Sexo y mercado es casi un trasunto del título de la obra fundamental del injustamente olvidado Herbert Marcuse: Eros y civilización. O, más que […]
El título del último artículo de Ignacio Ramonet, Sexo y mercado (Rebelión, 30 9 05) me ha parecido muy interesante; aunque, desgraciadamente, no puedo decir lo mismo del resto del texto. Sexo y mercado es casi un trasunto del título de la obra fundamental del injustamente olvidado Herbert Marcuse: Eros y civilización. O, más que un trasunto, una reducción brutal; pero brutal como la vida misma, y por tanto pertinente: vivimos en una sociedad en la que el erotismo se confunde con la mera sexualidad y el intercambio civilizador con el mercadeo, por lo que el título es especialmente adecuado para abordar el tema de la prostitución (aunque también podría servir para hablar de la pornografía, la publicidad, el matrimonio y algunas cosas más). Pero Ramonet se olvida inmediatamente de su propio título y, lejos de emprender el análisis objetivo, materialista, que parece anunciarnos, repite una vez más el consabido discurso oficial sobre el tema (una confusa mezcla de criminalización y victimización, paternalismo ilustrado y misoginia), ese discurso que suscriben desde los Gallardones y las Botellas hasta la seudoizquierda, pasando por algunas feministas de salón.
Para una izquierda realmente materialista y dialéctica, no puede haber más ética que la solidaridad y el respeto a la libertad (es decir, al derecho de autodeterminación de las personas y de los pueblos); lo demás es ideología, en el peor sentido de la palabra. No hay crimen sin víctima, y lo que uno (o una) haga con su cuerpo (incluidas las partes que los Gallardones, las Botellas, la seudoizquierda y algunas feministas de salón consideran vergonzantes), siempre que no perjudique a otros, es una cuestión estrictamente privada.
Yo, personalmente, preferiría vivir en un mundo sin prostitución. Y sin religión, y sin alcoholismo, entre otras muchas cosas. Ojalá consigamos crear una sociedad laica, sobria (en ambos sentidos del término) y en la que el sexo no sea una mercancía; pero no a base de perseguir a los creyentes, los bebedores y las trabajadoras sexuales (lo cual, además de injusto, es inútil, como han demostrado sobradamente todas las persecuciones y «leyes secas» de la historia).
«Algunos se niegan a ver la diferencia entre la venta de la fuerza de trabajo en una sociedad capitalista y la venta del cuerpo como receptáculo de la personalidad y de la identidad», dice Ramonet. Y aunque no nos explica en qué consiste «la venta del cuerpo como receptáculo de la personalidad y de la identidad», por el contexto se deduce que se refiere a la prestación remunerada de servicios sexuales. Sorprendentemente, un artículo cuyo título remite a Marcuse se convierte en una glosa de san Pablo: el cuerpo como templo viviente del Espíritu Santo. Pero hasta san Pablo admitiría que las trabajadoras sexuales no «venden» su cuerpo: en todo caso, lo alquilan (el término «venta» se adecua mucho más al matrimonio). Y en cuanto al receptáculo de la personalidad y de la identidad, aunque puede que algunos lo tengan en el bajo vientre, parece más adecuado situarlo en la cabeza, si hemos de atribuirle una sede corporal.
En su afán condenatorio, Ramonet prescinde, no ya de los matices, sino de todo tipo de diferencias, y mete en el mismo saco la prostitución voluntaria, el tráfico de mujeres y la explotación sexual de niñas; se parece al diccionario de la Real Academia, que en su última edición sigue llamando «pederasta» al homosexual, lo que equivale a homologarlo con el corruptor de menores. Es cierto que hay homosexuales (y heterosexuales) menoreros y que hay niñas (y mujeres) explotadas sexualmente: persigamos a los primeros y defendamos a las segundas, por supuesto; pero antes de «redimir» a una trabajadora del sexo adulta y en pleno uso de sus facultades mentales, preguntémosle si quiere ser redimida, o si le interesa el tipo de redención que le ofrecemos.
Lo demás es ideología y demagogia. La clase de demagogia capaz de acuñar frases como esta: «Si los hombres no considerasen como un derecho evidente la compra y explotación sexual de mujeres y menores, la prostitución y el tráfico no existirían». Tres cópulas perversas (como corresponde al tema tratado, pensarán algunos) en apenas un par de líneas: compra y explotación, mujeres y menores, prostitución y tráfico. Tres copulativas tendenciosas al servicio de una falsa proposición condicional: la prostitución (voluntaria) puede existir y existe sin necesidad de que nadie considere un derecho evidente la explotación sexual de mujeres y menores (de lo contrario, no habría prostitución masculina, puesto que las mujeres nunca han considerado un derecho evidente la explotación sexual de hombres y niños).
Acaba Ramonet su artículo citando a la nefasta puritana Gunilla Ekberg, cuyo grito de guerra es «No se puede comprar a una persona», frase que, referida a la prostitución, es, una vez más, pura demagogia (a no ser que esa persona tenga el receptáculo de la identidad entre las piernas, claro). Ekberg asegura que, gracias a su programa abolicionista (que consiste, básicamente, en sancionar a los «hombres compradores»), la prostitución se ha reducido en Suecia a la mitad. Lo que no nos dice es qué ha sido de la otra mitad, o sea, de los miles de mujeres que se han quedado sin trabajo.
Pero el abolicionismo criminalizador no solo perjudica a las trabajadoras del sexo, sino que supone un gravísimo atentado contra las libertades en general, puesto que el mero hecho de determinar los casos concretos de prostitución implica una intolerable injerencia en la vida privada de los ciudadanos (y, sobre todo, de las ciudadanas). Supongamos que me cruzo por la calle con una mujer que me sonríe, me acerco a ella, charlamos unos minutos y nos vamos juntos. ¿Quién puede saber si estoy contratando los servicios de una trabajadora del sexo o, sencillamente, ligando? Puede y suele haber ciertos indicios, por supuesto: ella viste «provocativamente» y lleva un buen rato apostada en la misma esquina, y yo soy demasiado mayor para despertar a simple vista el interés de una viandante; pero solo habría pruebas concluyentes en el momento en que se consumara la transacción, y ese momento no suele ser público.
La vida del campesino es muy dura, hay muchos niños trabajando en el campo en lugar de ir a la escuela, y muchos inmigrantes son explotados como auténticos esclavos por los terratenientes; pero a nadie se le ha ocurrido proponer la abolición de la agricultura. Si los abolicionistas tienen tanta necesidad de redimir a esclavas sexuales y abolir explotaciones, ¿por qué no intentan salvar a las amas de casa (el colectivo en el que se producen más suicidios y casos de depresión) luchando por la abolición de la familia nuclear?
Como en los demás animales, en el hombre hay tres pulsiones básicas, que constituyen los tres grandes vectores de la conducta: el hambre, el miedo y la libido. Por eso lo que mejor define a una persona o a una cultura son sus hábitos dietéticos, defensivos y sexuales; y por eso es tan difícil modificar esos hábitos, o tan siquiera analizarlos desde dentro, pues están tan arraigados que tendemos a considerarlos naturales. No es casual, por tanto, que los tres grandes problemas éticos (y por ende políticos) que la izquierda no es capaz, no ya de resolver, sino siquiera de plantear, estén directamente relacionados con la comida, el miedo y el sexo. Me refiero al carnivorismo, el terrorismo y la represión sexual, tres temas fundamentales en los que casi nadie se atreve a profundizar. Diríase que el abdomen es el receptáculo, si no de la identidad toda, sí al menos de los prejuicios, pues cuando nos tocan el estómago, el hígado (sede del valor y el miedo según los antiguos) o las gónadas nos cuesta admitir hasta lo más obvio: que el carnivorismo supone un brutal despilfarro de los recursos naturales y es, por tanto, profundamente reaccionario; que el único terrorismo digno de ese nombre es el terrorismo de Estado; que no puede haber democracia sin plena libertad sexual, y que esa libertad incluye, nos guste o no, el derecho a comerciar con el propio cuerpo.