Traducción al español de Atenea Acevedo.
Lo que la mayoría de la población estadounidense [i] cree saber del capitalismo y el comunismo raya en el absurdo. Veamos por qué.
Los comentarios en torno a las recientes muertes de Nelson Mandela, Amiri Baraka y Pete Seeger ponen en evidencia que la idea que la mayoría de los estadounidenses tiene sobre el capitalismo y el comunismo raya en lo absurdo. No es de sorprender dada la historia del llamado ‘miedo rojo‘ en nuestro país, diseñado para grabarnos a fuego la noción de que ser anticapitalista equivale a cometer traición a la patria. Me parece que en 2014 ya estamos bastante lejos de la amenaza de la aniquilación termonuclear propia de la Guerra Fría y es tiempo de hacer un balance de la propaganda que nos han inoculado a pesar de la famosa advertencia de Harry Allen que aconsejaba: no le creas a la propaganda. Bien, aquí presentamos siete falacias sobre el comunismo y el capitalismo.
1. Solo las economías comunistas ejercen la violencia de Estado.
Evidentemente, ningún magnate de los capitales privados que valga su peso en adquisiciones apalancadas renunciará de buen grado a su fortuna, y todo intento por lograr la justicia económica (como los impuestos) enfrentará la rígida oposición de la clase propietaria. Sin embargo, la violencia de Estado (como los impuestos) es inherente a todo conjunto de derechos de propiedad que un gobierno conciba adoptar, incluidos aquellos que permitieron al hipotético magnate antes citado amasar su fortuna.
En el capitalismo, las disputas por la propiedad se zanjan gracias a la voluntad del Estado de recurrir a la violencia a fin de excluir a todos los rivales, con excepción de uno. Si reclamo para mí la propiedad de una de las mansiones de David Koch, como el liberal anglosajón que es, recurrirá al gran gobierno y sus armas para ponerme en mi sitio. Es dueño de la mansión porque así lo afirma el Estado, el mismo Estado que amenaza con llevar preso a cualquiera que no esté de acuerdo. Si no hay Estado, el poderoso más violento determina quién se queda con qué: un caudillo, un caballero medieval, la mafia o una banda de vaqueros en el Lejano Oeste. Los derechos de propiedad se defienden con violencia, ya sea ejercida por autonombrados vigilantes o por el Estado.
Así funciona tanto para las posesiones personales como para la propiedad privada, pero es importante distinguir las diferencias entre ambos conceptos. La palabra propiedad no implica un bien, sino un título (escrituras, contratos, acciones, bonos, hipotecas, etcétera). Cuando los marxistas hablan de colectivizar los derechos de la propiedad de la tierra o «los medios de producción» estamos en el ámbito de la propiedad; cuando los conductores de Fox Business Channel juegan a confiscar mi corbata estamos en el ámbito de las posesiones personales. El comunismo necesariamente distribuye la propiedad de manera universal pero, al menos en lo que a este comunista concierne, nadie te va a quitar tu smartphone. ¿Estamos?
2. Las economías capitalistas se basan en la libertad de intercambio.
La contraimagen del mito de la «opresión comunista» es el mito de «la libertad capitalista». La idea de que todos vamos por la vida eligiendo libremente todo el tiempo en un mercado que se distingue por la abundancia y donde todo el mundo satisface sus necesidades no vale un pepino cuando la contrastamos con la realidad de cientos de millones de personas. La mayoría nos la pasamos atrapados entre presiones rivales que nos estresan y agotan, y nos sentimos solos mientras persiste nuestra búsqueda de sentido y la sensación de no tener control sobre nuestras vidas.
Y es que no tenemos control sobre nuestras vidas, el mercado las controla. Si no lo crees, intenta salirte del «mercado». El capitalismo se originó al arrebatar a los campesinos británicos de su acceso a la tierra (podríamos decir que sus propiedades fueron confiscadas) y, por ende, despojarlos de sus medios de subsistencia y desarrollar su dependencia del mercado para sobrevivir. Ya sin tierras, se vieron obligados a migrar en masa a ciudades plagadas de barrios pobres donde abundaba la porquería, el alcohol y las enfermedades para vender lo único que les quedaba: la capacidad de poner su cerebro y sus músculos a trabajar. La otra opción era morir. Al igual que ellos, la gran mayoría vemos arrebatado nuestro acceso a los recursos necesarios para prosperar, aunque hay ingentes cantidades de ellos, y nos vemos forzados a trabajar para un jefe que busca enriquecerse pagando cada vez menos y explotándonos más.
Ni siquiera el jefe, aparente vencedor del «libre intercambio», goza de libertad: el mercado impone a la clase propietaria el imperativo de acumular riqueza sin pausa y estimular el aparato de producción so pena de sucumbir. Los capitalistas tienen que apoyar regímenes represivos y destruir el planeta como parte de sus negocios, aun cuando afirman tener buenas intenciones personales.
Y eso no es más que el principio del sistema. La marca particular del capitalismo estadounidense necesitó exterminar a la población indígena de todo un continente y secuestrar a millones de africanos para convertirlos en esclavos. Además, la industria capitalista no hubiera sido posible sin el trabajo invisible de las mujeres blancas, consideradas propiedad de sus padres y maridos, que se dedicaron a criar a sus hijos y limpiar sus casas sin recibir un sueldo. Tres vivas por el libre intercambio.
3. El comunismo acabó con las vidas de 110 millones* de personas que se resistieron a ser despojadas de sus bienes.
*Esta cifra tiene la misma solidez que todo lo derivado de investigaciones que se suponen serias, es decir, ninguna.
Greg Gutfeld, uno de los conductores del programa «The Five» de Fox News e historiador de pacotilla, recientemente planteó que «solo la amenaza de muerte puede materializar el sueño de la izquierda: nadie en su sano juicio se ofrecería de voluntario para semejante patraña. Eso explica 110 millones de muertes». Con esta declaración Gutfeld y los de su pelaje ofenden el sufrimiento de los millones que perecieron bajo los gobiernos de Stalin, Mao y otros dictadores comunistas del siglo XX. Inventar una cifra descomunal de seres humanos y achacar sus muertes a una noción abstracta de «comunismo» no expresa en modo alguno un compromiso con las víctimas de las atrocidades cometidas contra los derechos humanos.
Por una parte, un importante número de quienes murieron durante el comunismo soviético no eran los kulaks que a todo el mundo parecen preocupar, sino comunistas. Stalin, paranoico hasta la crueldad, no solo mandó asesinar y ejecutar a dirigentes de la revolución rusa, sino que exterminó a partidos comunistas enteros. No se trataba de personas que se oponían a la colectivización de la propiedad, sino que estaban comprometidas con el proceso para colectivizarla. También cabe recordar que los soviets tuvieron que librar una guerra revolucionaria contra, entre otros, los Estados Unidos. Como sabemos gracias a la revolución estadounidense, estas guerras no son una fiesta de abrazos grupales. Además, los soviets se enfrentaron (y derrotaron heroicamente) a los nazis, a quienes tenían no al otro lado del océano, sino a unos pasos de sus fronteras.
Hasta ahí en lo que respecta a la URSS. El episodio más horripilante del comunismo oficial en el siglo XX es la Gran hambruna china; es difícil determinar el número de muertes que causó, pero sin duda la cifra alcanza varias decenas de millones. Evidentemente fueron varios los factores que operaron en esta atrocidad, pero el elemento central fue el «Gran salto adelante» de Mao, una desastrosa combinación de pseudociencia aplicada, manipulación estadística y persecución política diseñada para transformar a China en una superpotencia industrial en un abrir y cerrar de ojos. Los resultados del experimento son macabros, pero afirmar que las víctimas murieron porque, en su sano juicio, no se ofrecieron como voluntarios para cumplir «un sueño de la izquierda» es ridículo. El hambre no es un problema exclusivo de «la izquierda».
4. Los gobiernos capitalistas no cometen atrocidades contra los derechos humanos.
Más allá de la evaluación que se haga de los crímenes cometidos por los dirigentes comunistas, los exaltados defensores del capitalismo son imprudentes al invocar el jueguito de «contar cadáveres»; si la gente como yo tiene que responder por los números de los caídos en el gulag y la campaña para exterminar los gorriones en el marco del Gran Salto Adelante, ellos tendrán que explicar lo que pasó con el tráfico de esclavos, la exterminación de las poblaciones nativas, los «holocaustos del fin de la era victoriana» y todas las guerras, genocidios y masacres llevadas a cabo por los Estados Unidos y sus compinches en la tarea de vencer al comunismo. Ya que la banda de paladines del capitalismo se preocupa tan profundamente por el sufrimiento de las masas rusas y chinas, a lo mejor quieren hablar de los millones de muertos por la transición de esos países al capitalismo.
No debería ser difícil intuir que el capitalismo, con su glorificación del crecimiento más vertiginoso en medio de la competencia más despiadada, genera acciones de enorme violencia y marginación; sin embargo, por alguna razón sus simpatizantes están convencidos de que opera, siempre y en todo momento, como motor de la liberación y la rectitud. Sería interesante verlos tratar de persuadir de ello a las decenas de millones de personas que mueren de desnutrición año tras año mientras el libre mercado no ha sido capaz de evitar que la mitad de los alimentos producidos en el mundo acabe en la basura.
Las 100 millones de muertes que parecen ameritar nuestra atención inmediata son los que, según la organización internacional de derechos humanos DARA, serán producto del cambio climático entre 2012 y 2030. A ellas seguirán otros 100 millones, y no tardarán 18 años en morir. Se aproximan hambrunas que la especia humana jamás ha conocido porque el libre mercado no pone precio al carbono y las petroleras capitalistas, desde el colapso de la URSS, hacen su soberana voluntad. Los anticomunistas más virulentos tienen un estilo bastante cómodo, aunque moralmente penoso, de pronunciarse sobre esta extinción masiva: niegan que esté sucediendo.
5. El comunismo del siglo XXI en Estados Unidos se parecería mucho a los horrores de la Unión Soviética y la China del siglo XX.
Antes de sus revoluciones, Rusia y China eran sociedades preindustriales, agrícolas y en gran medida analfabetas, cuyas masas estaban conformadas por campesinos dispersos en vastas extensiones de tierra. Hoy, en Estados Unidos los robots fabrican robots y menos de 2% de la población trabaja en el campo. Estas dos situaciones son profundamente distintas. Por ende, la sola invocación de esta idea carece de valor en tanto argumento respecto al futuro de la economía estadounidense.
Para mí, el comunismo es una aspiración, no un estado inmediatamente accesible. Al igual que la democracia y el liberalismo anglosajón, es utópico en el sentido de que constantemente lucha por un ideal, en este caso la no propiedad de todo y la posibilidad de concebir la cultura, el tiempo de la gente, el cuidado prodigado a los demás y un largo etcétera como elementos de inherente dignidad y valor, no como bienes a los que poner un precio para su intercambio en el mercado. Los pasos en esa dirección no tienen que incluir medidas tan atemorizantes como la expropiación y la abolición inmediata de los mercados (después de todo, los mercados anteceden al capitalismo por varios milenios y a los comunistas les encantan los mercados de agricultores). Más bien, sostengo que pueden llegar a incluir reformas que despierten la simpatía de actores con ciertas divergencias ideológicas.
En vista de los avances tecnológicos, materiales y sociales del siglo pasado, tiene sentido esperar que una aproximación al comunismo fuese, hoy por hoy, mucho más abierta, humana, democrática, participativa e igualitaria que los intentos en Rusia y China. Incluso me atrevería a decir que ahora sería más fácil construir un conjunto de relaciones sociales basadas en la camaradería y el apoyo mutuo (a diferencia de las relaciones sociales que, en el capitalismo, se basan en la competencia y la exclusión) al punto de hacer necesario el paulatino «adelgazamiento del Estado«, ese fetiche del liberalismo anglosajón, sin volver a la Edad Media (solo que ahora con drones y metadatos).
6. El comunismo promueve la uniformidad.
Parece que la mayoría de la gente no sabe distinguir entre igualdad y homogeneidad. Tal vez se deba a la tendencia, en las sociedades capitalistas, a concebirnos básicamente como consumidores: la fantasía distópica nos presenta un supermercado donde todos los productos ostentan una sola marca, la del Estado, que ostenta un envoltorio rojo y letras amarillas.
Sin embargo, las personas hacemos mucho más que consumir. Algo a lo que dedicamos bastante de nuestros recursos es trabajar (o, en el caso de millones de estadounidenses desempleados, tratar infructuosamente de trabajar). El comunismo imagina un tiempo más allá del trabajo, donde las personas son libres, como señaló Marx, «[de dedicarse] hoy a esto y mañana a aquello, que pueda[n] por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si [les] place, dedicar[se] a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico». En ese sentido, el comunismo se basa en las antípodas de la uniformidad: una gran diversidad, no solo de seres humanos, sino incluso dentro de la «ocupación» de cada persona.
El hecho de que tantos y tan grandiosos artistas y escritores hayan sido marxistas es un indicio de que la producción de cultura en ese tipo de sociedad generaría un enorme grado de individualidad y ofrecería mayores vertientes de expresión. Seguramente aquellos artistas y escritores pensaban en el comunismo como «una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sería la condición para el libre desarrollo de los demás«, pero puedes verlo como la traslación de un concepto abstracto del acceso universal a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad a la ejemplificación tangible.
¡Ni siquiera repararás en los envoltorios rojos con letras amarillas!
7. El capitalismo promueve la individualidad.
Lejos de favorecer que cada persona dé rienda suelta a su espíritu empresarial y se dedique a aquello que le interesa, el capitalismo aplaude a un pequeño número de empresarios que acaparan grandes porciones de los mercados masivos. El proceso requiere de la producción a gran escala e impone una doble uniformidad social: montones y montones de personas compran los mismos productos, y montones y montones de personas realizan el mismo trabajo. La individualidad que florece inmersa en este sistema suele ser sumamente superficial.
¿Has visto los complejos residenciales suburbanos que el auge de la industria de la vivienda dejó caer como mierda por todo el país? ¿Has visto los cubículos de paneles grises, bañados en luces fluorescentes, apiñados en «zonas de oficinas» tan parecidas entre sí que fácilmente harían que te perdieras? ¿Has notado las franjas de centros comerciales y las gasolineras y las comedias de la tele? Nuestra capacidad de adquirir productos de empresas capitalistas rivales no ha generado una sociedad idealmente diversa e interesante.
De hecho, el grueso de las expresiones artísticas más impresionante dentro de un sistema capitalista siempre ha sido una aportación de oprimidos y marginados (piensa en el blues, el jazz, el rock & roll o el hip-hop). Así, gracias al capitalismo, acaba siendo homogeneizado, comercializado y exprimido por encumbrados «empresarios» que se acomodan el traje maravillados ante su habilidad para hacernos creer a quienes no estamos a su altura que somos libres.
Fuente original: http://www.salon.com/2014/02/02/why_youre_wrong_about_communism_7_huge_misconceptions_about_it_and_capitalism/
[i] Si bien el autor dirige sus reflexiones a la opinión pública estadounidense, su razonamiento es aplicable al grueso de las poblaciones de los rincones más diversos del mundo. N. de la t.