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Siglo XXI, tiempo sin memoria

Fuentes: Rebelión

Sin memoria se diluye el pasado y el futuro no es más que una quimera. Con la memoria inactiva o vacía, todo es presente, una sucesión de impulsos para cubrir necesidades elementales que no tienen historia alguna. A la velocidad que va el mundo, o al menos en su apariencia de celeridad superficial, difícil es […]

Sin memoria se diluye el pasado y el futuro no es más que una quimera. Con la memoria inactiva o vacía, todo es presente, una sucesión de impulsos para cubrir necesidades elementales que no tienen historia alguna.

A la velocidad que va el mundo, o al menos en su apariencia de celeridad superficial, difícil es atrapar un instante para reflexionar sobre las relaciones personales y la estructura que habitamos cotidianamente.

Se dice que el poder reside en la capacidad de imponer el propio relato de los sucesos diarios. En los contenidos de la comunicación está el poder real. Y de esos ingredientes informativos emerge la ideología, esa telaraña de ideas invisibles que da consistencia a la vida diaria y a la que recurrimos para que aclare de manera automática nuestra dudas existenciales.

La ideología dominante despliega un amplio abanico de respuestas posibles, pensando por cada persona como una memoria programada para no salirse de la normalidad mayoritaria. En su esencia no es memoria biológica ni cultural sino una amalgama o batiburrillo o catecismo de frases hechas, letanías religiosas y emociones enlatadas que sirven de placebo cuando la razón crítica pone en solfa el orden establecido y el rol de cada cual en el concierto social, económico y político.

Eviscerar la memoria de pensamientos racionales, asociativos, comparativos, contradictorios y propios es el mejor método para conducir la problemática sociopolítica y existencial hacia derroteros dulces y controlables para el sistema.

De este modo, el siglo XXI ha vivido ya tres fases de desmemoria inducida por las elites hegemónicas. Primero fue el llamado efecto 2000 cuando se acuñó el término de sociedad del conocimiento que traería como secuelas maravillosas y benignas la extensión del ocio como forma de vida universal y el pleno empleo como corolario de la derrota del comunismo al estilo soviético. De aquellas bienaventuranzas no quedan ni las cenizas.

El segundo momento puede datarse en 2008, la famosa y trillada crisis económica de la globalización. De ella, el neoliberalismo privatizó todo lo que pudo, los pudientes se hicieron más ricos y los derechos sociales se esfumaron en el mundo libre . Los pobres y los refugiados, huelga señalarlo, se multiplicaron por doquier. Los mercados son los amos del mundo: todo es comprar o vender, explotación por aquí y precariedad por allá.

A pesar de contestaciones sociales y ensayos políticos puntuales, a escala internacional da la sensación de que el neoliberalismo ha triunfado con rotundidad. Ya nadie se acuerda de que hubo un tiempo donde al capitalismo se le oponía resistencia en todos los campos, desde el discurso a la reivindicación. Se ha borrado a conciencia la memoria colectiva, de las luchas sociales y de las utopías políticas. A la nueva izquierda de ilustrados políglotas les basta con dirimir las desigualdades e injusticias más que evidentes con palabras tramposas como la pugna de los de arriba contra los de abajo, mero eslogan light donde los haya para conquistar mayorías de baja intensidad política.

La tercera fase de la desmemoria provocada por el establishment se refiere al terrorismo, esa lacra indiscriminada que se presenta como el verdadero y único enemigo de la Humanidad. O sea, a un lado, los buenos, los humanos, un heterogéneo maremágnum de machistas y víctimas de la violencia de género, Trump y los espaldas mojadas mejicanos, palestinos y sionistas, blancos inmaculados de la extrema derecha y sucios negros muertos de hambre. En la trinchera de los malvados y las alimañas: los otros, una otredad en la que puede ser fichado cualquiera con acento distinto, que profese una religión sospechosa, que realice ademanes o gestos estentóreos, que diga no frente a un sí escondido, medroso y a la defensiva que solo tiene las rebajas, el fútbol y el consumo desenfrenado, siquiera sea entrando en un ajado y oscuro todo a 100 de fruslerías vanas, para llenar los huecos existenciales de una vida unidimensional, previsible y repetitiva.

Esa labor sostenida de borrado de la memoria procura derribar de cuajo cualquier tentativa de explicar el conflicto social como una lucha entre grupos o clases o estamentos con intereses enfrentados y excluyentes, naturalizando un estado de cosas donde escapen por el discurso del desagüe ideológico las responsabilidades o culpas atribuibles la estructura económica y política y el poder de las elites y los mercados. Democratizando las culpas, todos somos igual de responsables de nuestra dispar suerte privada e intransferible a causas endógenas a nuestro avatar social.

Y para apuntalar esta secuencia de hechos sin causas aparentes, nada mejor, por si acaso la razón crítica se pusiese demasiado díscola o irreverente, que crear, viejo señuelo o treta del poder, un enemigo aberrante bajo la figura comodín del terrorista, ese antagonista de ficción que gusta de matar por matar indiscriminadamente multitudes a discreción y valores perfectos y saludables de la civilización occidental.

Tal reduccionismo lo explica todo sin matices ni enmiendas posibles. Y mientras esa maraña de ideas de fácil digestión se cuela en nuestros cerebros colectivos e individuales, la rapiña neoliberal continúa: más guerras, más controles arbitrarios, más mordazas para la disensión, mayor explotación en el trabajo, desigualdades al alza, pobreza en aumento, mujeres asesinadas por la mano ejecutora del machismo irredento.

Y los corruptos, sólidos en sus fortalezas amorales de marfil. Y las izquierdas nominales, discutiendo acaloradamente sobre el sexo de los nuevos ángeles de la revolución populista. Vagamos sin memoria, sin deriva cierta y coherente, al albur del puro acontecimiento banal pero espectacular que nos saque, por un momento, del marasmo y la modorra de un mundo sumido en la nadería del impulso consumista y del grito sudoroso de la emoción instantánea.

Donde la memoria es desierto, cunden los vergeles de los políticos sin ética. Y esos profesionales del desencanto son votados, casi siempre, por nosotros y nosotras, es decir, usted y yo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.