Han pasado siete años desde la muerte física del Comandante en Jefe de la Revolución Cubana, Fidel Castro. Fidel fue el mayor estadista del siglo XX e hizo de Cuba el primer territorio libre de América.
Está en el Olimpo de los grandes revolucionarios que cambiaron el curso de la historia. Una historia que él supo anticipar y enfrentar. Ha sido maestro y guía de todos aquellos que, en todos los rincones de la tierra, han intentado hacer del mundo un lugar más justo y digno.
Derrotó a Batista y a Estados Unidos, que con la ayuda de la mafia italoamericana de Miami le apoyaron. Con la entrada de las tropas guerrilleras, La Habana se convirtió en una ciudad cubana. Miami, en cambio, fue condenada a convertirse en el basurero de América, incubadora de las sobras de toda tiranía, cloaca contenedora de todo terror. Allí viven los contrarrevolucionarios y los antiguos supuestos revolucionarios, los que por dinero y ambición personal traicionaron todo y a todos, aquellos hacia los que Fidel fue implacable.
En Nicaragua como en Venezuela, como en Bolivia, las victorias fueron protagonizadas por líderes y dirigentes que tuvieron en Fidel al mejor amigo y al mejor consejero, el que era capaz de ensalzar las cualidades y evidenciar los defectos de cada proceso político, al que leía como si estuviera inmerso en él y, por muy íntimamente implicado que estuviera, sabía dar un paso atrás para ver las cosas desde la distancia. Era el padre de todos los anhelos de libertad y el hermano de todos los que luchaban por ella. Nada de lo que sugería podía subestimarse: al fin y al cabo, todo lo que no sabía sobre las revoluciones podía escribirse en el reverso de un sello de correos.
Se puede hablar de él y de sus gestas, de su grandeza y carisma leyendo sus palabras y sus actos, nunca contradictorios. Se puede hablar de él como el mayor icono del socialismo, el artífice del renacimiento de Cuba y de su proyección internacional, quien hizo de la isla la mayor reserva de fuerza moral y solidaridad con todos los movimientos revolucionarios, en América Latina como en África. La isla fue refugio y consuelo, gimnasio de ideas y principios, escuela de hacer y pensar. Ninguna victoria revolucionaria o liberación nacional tuvo lugar sin su contribución política, humana e incluso militar cuando fue necesario.
Estos años sin Fidel no han conseguido que prevalezca el hábito de su ausencia. Imaginar el mundo, pensar cómo analizarlo y tratar de cambiarlo no es lo mismo con Fidel o sin Fidel. Hace falta reconstruir una teoría y una praxis de transformación y nos necesitaríamos su clarividencia, su capacidad de prever los procesos históricos y la dirección política que toman. Nos habría ofrecido una lectura de lo inmanente con otras categorías y otros paradigmas, sin sufrir el encanto de esa supuesta modernidad ideológica que es la otra cara de la moneda del entreguismo. Hoy, cuando el imperio ha descubierto el paso del tiempo como un reloj de arena que indica su fin, hoy cuando el Sur parece querer mezclar todas sus lenguas para poder hablar con una sola voz, la presencia de Fidel hubiera sido crucial. Su ausencia nos ha privado de su extraordinaria capacidad de análisis e interpretación del acontecer, de su lucidez estratégica, de su grandeza política.
Fidel es patrimonio histórico y humano de Cuba y de los cubanos, pero no sólo. Hoy se le puede encontrar en cada calle, en cada aula y en cada hospital de Nicaragua. Si hoy pudiera pasear por Managua, podría ver cómo se ha cumplido lo prometido. También puede encontrarse en cada misión de Venezuela o en el altiplano de Bolivia. En las calles destruidas de Gaza y en las ciudades del Donbass. Fidel fue y sigue siendo el ejemplo que cada uno de nosotros exhibe con orgullo en su argumentario, el protagonista de la narración de los mejores ideales, de las más grandes victorias, de nuestros más hermosos sueños.
Siete años después de su entierro, resuena como recuerdo y a la vez como presente y futuro, la voz del Comandante Sandinista Daniel Ortega, que desde la Plaza de la Revolución de La Habana, ante un millón de cubanos, preguntó: «¿Dónde está Fidel?».
Nunca se fue Comandante. Los que son como Fidel no se van un día precisamente porque no llegan un día. Están ahí desde siempre y para siempre, al margen del tiempo y de la biología, de los enemigos y de los amigos, de la historia y de la crónica. Están ahí porque se cumple ese conjunto de hombres y pueblos, de circunstancias y condiciones que la historia se encarga de mezclar y que nosotros, en aras de la brevedad, llamamos destino. Se cumple sin rebajas y sin renuncias, porque es precisamente para vengar las renuncias que llega. Y esto lo entienden todos los que saben que revolucionar el mundo es la única manera de salvarlo.
Aquellos que han optado por no abjurar de los más bellos ideales de justicia e igualdad, aquellos cuyos ojos brillan ante los humildes que se hacen titulares de derechos, aquellos que no han vacilado ante las olas reaccionarias, que no han flaqueado ante las dificultades y no han traicionado a sus camaradas y a su pueblo, que no se vendió al enemigo ni siquiera cuando se le presentó vistiendo los ropajes de la sensatez y la moderación, aquellos que prefirieron rebelarse a arrodillarse y no renunciaron a levantar su bandera de combate, pueden sentirse parte de su legado. Tiene derecho a decir, desde hace 7 años, ‘Yo soy Fidel’.
Por eso Fidel está en La Habana, está en Managua, está en Caracas, dondequiera que haya una necesidad, dondequiera que alguien luche y se entregue para identificarse con el destino de todos.
Fidel estuvo, está y estará: porque mientras se espera inútilmente a la justicia divina, la de los hombres tarde o temprano llega. Tarde tal vez, pero llega. Y tiene su apariencia.
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