La izquierda en toda su dimensión política, social e intelectual se constituye históricamente como una alternativa a la explotación del ser humano. Es una lucha contra la esclavitud y, a la par, es una búsqueda por construir la igualdad en la práctica radical de la democracia. Se presenta como un proyecto ético de vida. No […]
La izquierda en toda su dimensión política, social e intelectual se constituye históricamente como una alternativa a la explotación del ser humano. Es una lucha contra la esclavitud y, a la par, es una búsqueda por construir la igualdad en la práctica radical de la democracia. Se presenta como un proyecto ético de vida. No es una propuesta económica de gestión empresarial fundada en la ganancia del capital, el egoísmo, el lucro y la alienación del ser humano. Eso se llama capitalismo. En ello radica la diferencia que separa a la izquierda de la derecha.
Sin embargo, desde los años 70 del siglo XX se produce un abandono de los principios teóricos y políticos que constituyen los pilares sobre los cuales se levantó en el siglo XIX el proyecto ético de la izquierda. Hoy parecen recuperarse desde diferentes espacios. Hay cierto retorno de la política, y ello está motivado por la deshumanización a la que somete el mercado a la vida ciudadana. Una esperanza a la democracia política. El triunfo del Frente Amplio en Uruguay debe entenderse en esta perspectiva. Lo cual atrae el peligro de una derecha seducida por revivir viejas prácticas desestabilizadoras de golpes de Estado. Esta vez sin la muerte y la violencia de antaño, pero persiguiendo los mismos objetivos: evitar la consolidación de proyectos de justicia social y democracia económica y política con dignidad para los pueblos latinoamericanos.
Pero volvamos a nuestro argumento: durante los años 70, quienes poseían la representación institucional de la izquierda en Europa occidental y América Latina, me refiero a los partidos comunistas francés, español e italiano, y en América Latina igualmente partidos socialistas o comunistas y sus intelectuales orgánicos, cercanos y socialdemócratas en sus diferentes vertientes, abandonan la lucha por construir una sociedad con justicia social, con igualdad, con democracia, con un control sobre el capital financiero, con reforma agraria, con propiedad estatal en las áreas básicas para el desarrollo nacional, con impuestos progresivos al capital y exención a las rentas más bajas, en favor de una concepción posibilista de la política consistente en cambiar el proyecto de izquierdas por votos para gobernar. Ya ni siquiera el dilema se presentó en la dualidad: reforma o revolución. Se trató de llegar al gobierno sin pensar en el porqué y para qué. Para tal efecto se hizo necesario transformar comportamientos y mutar ideas. Lo primero, perderse el respeto a sí mismo. En otras palabras, dejar de ser. Tanto como partido político, como dirigente y como persona. Fue una alteración en todos los órdenes de la vida. Renegar de los valores éticos y de los principios que se decía defender. Hablo de principios, no de dogmas. Poner en cuestión el valor intrínseco del socialismo y el comunismo sobre la base de críticas maniqueas y caricaturescas, realizando juegos malabares entre Hitler y Lenin, Stalin y Mussolini y señalar que ellos son una y la misma cosa. Toda una amalgama cuyo objetivo consiste en mostrar que la izquierda no supo valorar los beneficios, las posibilidades y las potencialidades que brinda una economía de mercado para ejercer un gobierno con sensibilidad social dentro de un capitalismo con rostro humano.
Sueltas las amarras éticas, ser de izquierda se transforma en una propuesta estética donde desaparece la lucha contra la explotación, la injusticia social y la construcción de una sociedad democrática. Con esta contrarrevolución, el ronroneo entre los representantes institucionales de la izquierda de los años 70 sirvió para corroborar las tesis de la derecha más reaccionaria: las izquierdas no eran democráticas. Su adscripción a la democracia era instrumental, su objetivo: socavarla para instaurar la «nefasta» dictadura del proletariado. La «nueva» izquierda, si quería ser reconocida y participar en el juego, debía abjurar públicamente y reconocer su maléfico objetivo. Y así lo hicieron. La derecha satisfecha nunca dudará de sus nuevos compañeros de viaje. Aunque siempre les recordará su pasado leninista, troskista, marxista, maoísta, estalinista, etcétera. Mientras tanto, la derecha no cambiará de sitio, ni se democratizará. Seguirá explotando, matando, asesinando, evadiendo impuestos, corrupta, promoviendo guerras y ejerciendo el poder como y de la manera que desea, y no se le podrá tocar. Todo a cambio de nada. Más papistas que el papa, con carnet de buena conducta la «nueva» izquierda pasa de la dictadura del proletariado directamente a la división de poderes de Montesquieu y el principio de gobierno de Locke.
La izquierda como proyecto ético-cultural y político-social supone convicción. Ocupa un lugar en el mundo de las ideas, de los principios, si se desplaza deja el hueco, queda un vacío. Los años 70 viven este fenómeno ideológico y político. Ocupar su sitio es difícil. Sin embargo, quienes originariamente lo hicieron, y hoy siguen pensando que la representan, se llevaron consigo parte del mobiliario, de la historia, de la representación, y ahora pretenden quemar la casa, declararla en ruina o directamente demolerla. Y si no logran ninguno de los tres objetivos, la desmantelan y buscan reconstruirla acorde a los mandatos exigidos por sus nuevos socios, la derecha, en el barrio rico, para cumplir nuevas funciones. Pero es otra casa, sirve otros intereses y alberga otros inquilinos. No hay nadie de izquierda en ella, entre otras cosas porque no es una casa de izquierdas. Por mucho que se declamen y se rasguen las vestiduras, en ello estriba el dilema. Han perdido la dignidad, o lo que es lo mismo, el respeto a los demás. En un continuo rebajar los principios en pos de una vida fácil y cómoda que les permite inhibir la conciencia y acoplar sus ideas al social-conformismo. En sus redes justifican cualquier tipo de acción inhibitoria de la conciencia. Un ejemplo, el extremo de apoyar la derecha más reaccionaria y tradicionalista, bajo el concepto de voto útil.
Ser de izquierda es una ética de vida cuya dimensión social supone luchar contra la explotación, por la justicia social, la democracia radical, la reforma agraria, el salario digno, la educación gratuita, el socialismo y la liberación. Nada puede justificar desplazar los principios de la izquierda en pos de gobernar. La alternativa de la izquierda sigue antimperialista y anticapitalista. Por ende, una izquierda en el siglo XXI sin principios sigue sin ser izquierda.