Una de las principales razones de la preponderancia del mito del vampiro, tanto en la literatura como en el cine de terror, es la supuesta contagiosidad del vampirismo: la presa humana no solo es sangrada como una res por el diabólico depredador, sino que puede convertirse a su vez en un monstruo sediento de sangre. […]
Una de las principales razones de la preponderancia del mito del vampiro, tanto en la literatura como en el cine de terror, es la supuesta contagiosidad del vampirismo: la presa humana no solo es sangrada como una res por el diabólico depredador, sino que puede convertirse a su vez en un monstruo sediento de sangre.
Los psicólogos aún no han explicado plenamente el fenómeno, pero lo observan todos los días: con alarmante frecuencia, los maltratados se convierten en maltratadores, las víctimas se convierten en verdugos (en uno de los más famoso relatos de Las mil y una noches, el genio encerrado en la botella quiere matar al pescador que lo libera porque necesita descargar sobre alguien la ira acumulada durante su largo encierro, y en Climas, la novela de André Maurois, los atribulados personajes tratan a sus nuevas parejas como las anteriores los trataron a ellos, por no citar sino dos de los muchos ejemplos que nos brinda la literatura).
El mayor daño que los nazis hicieron a los judíos no fue exterminar a varios millones de ellos, sino crear las condiciones para que otros tantos se convirtieran en los más despiadados herederos del nazismo. Paradójicamente, los nazis tomaron del judaísmo el mito del «pueblo elegido», lo pusieron al servicio de una supuesta «raza aria» y lo utilizaron para exterminar a los propios judíos; y los supervivientes de ese brutal exterminio retomaron la vieja fórmula, corregida y aumentada, de manos de los nazis para dedicarse, con la misma ferocidad que sus antecesores y verdugos, al exterminio de los palestinos y a la invasión de los países colindantes. Paradójicamente, los judíos son los verdaderos «antisemitas» (puesto que los árabes son tan semitas como los hebreos), del mismo modo que los estadounidenses son los verdaderos «antiamericanos».
A modo de inciso, quisiera aclarar por qué utilizo el término «judíos» en frases (como la inmediatamente anterior) en las que podría parecer que lo políticamente correcto sería hablar de «sionistas». Los judíos no son una etnia, ni constituyen un país, ni se distinguen en función de rasgos físicos característicos. Ser judío no es lo mismo que ser mapuche, ni que ser suizo, ni que ser negro; se parece más a ser católico: es una elección que implica la asunción de una determinada tradición, de una determinada ideología. Como la mayoría de los italianos, yo estoy bautizado y he recibido una educación católica; pero no me considero católico ni me defino como tal, y quienes así lo hacen no es en función de su mera condición de bautizados o de su pertenencia a una familia de creyentes, sino porque se identifican con las ideas que les han sido inculcadas y las asumen como propias. Análogamente, no basta con estar circunciso para ser judío: hay que creer (o fingir creer) en el judaísmo, en la noción de un supuesto «pueblo de Israel» (que, por si fuera poco, pretende ser el «pueblo elegido»). Por lo tanto, quienes se definen y se reconocen como judíos están haciendo una importante elección que, en estos momentos, entraña una grave responsabilidad. Fin del inciso.
No es casual que los verdaderos antisemitas y los verdaderos antiamericanos sean aliados incondicionales. El sionismo, al igual que la mafia (y por las mismas razones), encontró en el despiadado capitalismo estadounidense su caldo de cultivo ideal, su perfecto anfitrión simbiótico. Y el imperialismo (fase superior del capitalismo) engendró como una metástasis, en el corazón de Oriente Próximo, el espúreo y genocida Estado de Israel.
En Drácula, la famosa novela de Bram Stoker que consolidó el mito, dice el profesor Van Helsing que la fuerza del vampiro estriba en el hecho de que casi nadie cree en su existencia. Y la del Imperio también: la mayoría de los occidentales aún no lo identifican como tal, no reconocen su monstruosidad, se resisten a darse cuenta de que nos enfrentamos a la tiranía de un IV Reich que solo se distingue del tercero en la medida en que ha sustituido el cinismo por la hipocresía y la propaganda política directa por la manipulación mediática. El nuevo Eje tiene sus polos en Washington y Tel Aviv, y a su alrededor gira la Unión Europea como una mansa res uncida a una noria.
Pero la historia no se repite, como dicen los necios, ni se acaba, como quisieran los privilegiados. Solo los opresores no cambian, son siempre igual de estúpidos (puesto que no hay más sabiduría que la solidaridad entre las personas y entre los pueblos); pero los oprimidos sí, cambian continuamente, hacen girar el mundo. Solo algunas de las víctimas de los vampiros se convierten a su vez en sangradores; otras se vuelven cada vez más conscientes de la intolerable causa de su desgracia, y la cólera antiimperialista crece en los países islámicos (y no solo en ellos) como una marea que nadie podrá ni tendrá derecho a contener, que nos mojará a todos, que ya nos está mojando.
Como M, el vampiro de Düsseldorf, el Imperio ha sido marcado con un signo infamante. Cada vez más gente conoce su verdadera identidad. Cada vez menos gente consigue mantener los ojos cerrados ante las atrocidades del sionazismo israelí y del neofascismo estadounidense. Y, como M, los carniceros de Washington y Tel Aviv tendrán que acabar rindiendo cuentas de sus crímenes al pueblo, a todos los pueblos, empezando por los suyos.