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Sistema de enseñanza y familia: Dos caminos paralelos para la perpetuación del sagrado sistema consumista-capitalista

Fuentes: Rebelión

Decir que el hombre es un ser social, a estas alturas de la historia humana, es una afirmación que ofrece pocas dudas respecto de su veracidad. Todo hombre nace, vive y -usualmente- muere en sociedad, y sólo dentro de ella es capaz de adquirir los conocimientos y el manejo de las habilidades que lo hacen […]

Decir que el hombre es un ser social, a estas alturas de la historia humana, es una afirmación que ofrece pocas dudas respecto de su veracidad. Todo hombre nace, vive y -usualmente- muere en sociedad, y sólo dentro de ella es capaz de adquirir los conocimientos y el manejo de las habilidades que lo hacen un ser especial entre el global de seres que habitan la naturaleza. Como bien afirma el marxismo, un hombre aislado de las relaciones sociales y de la historia es una entelequia, un ser abstracto sin posibilidad de existencia real, el hombre sólo puede ser en cuanto que es parte del conjunto de las relaciones sociales en las que se ve inmerso. «No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia»(1). Pero, como es fácilmente comprobable también, ni todas las sociedades son iguales, ni todos los hombres que nacen y crecen en una misma sociedad acaban convertidos en una misma persona de idénticas características sociales y culturales. Cada sociedad tiene sus propios códigos culturales y, a su vez, cada hombre de esa sociedad tiene una vida propia, con unas experiencias propias, que finalmente lo acaban por diferenciar, en mayor o menor medida, del resto de sus conciudadanos.

Sin embargo, a pesar de estas diferencias, no podemos negar tampoco que existe una relación directa entre el tipo de sociedad en la cual habita un individuo determinado, y el modo de vida, los valores, las creencias y demás prácticas sociales en las que se ve inmerso de manera cotidiana ese individuo. Si bien es cierto que el hecho de crecer bajo los parámetros de una misma sociedad no convierte a todos los sujetos en seres calcados los unos a los otros, sin diferencias sociales o culturales entre ellos, lo es también que en toda sociedad existen una serie de parámetros que pueden ser reconocidos como compartidos, de una manera u otra, por todos los miembros que la integran. Cada hombre, quiera o no, es un hombre de su época, y cada época, se quiera o no, tiene su propia identidad histórica. Un hombre de la Edad Media no puede ser nunca igual a un hombre de la sociedad de nuestros días, de la misma manera que la identidad histórica de la sociedad de la Edad Media no es igual a la identidad histórica de la sociedad de nuestros días. El sujeto, como ser social que es, queda determinado en su identidad histórica por el conjunto de relaciones sociales y culturales en las que se ve envuelto desde su nacimiento, y a medida que las sociedades van evolucionando en su fondo y en su forma, lo va haciendo también la identidad histórica de los sujetos que en ellas habitan. Así, las relaciones sociales de cada época histórica determinan la identidad histórica de los individuos que conforman esa realidad social, y según sean las características históricas, sociales y culturales, de la sociedad en cuestión, así lo serán también las características históricas, sociales y culturales, de sus individuos. Se constituye así una relación dialéctica que, como ya apuntaban los marxistas clásicos, determina la esencia del hombre en cada momento histórico. El hombre como ser social se contrapone y lucha, y con la acción de su trabajo transforma a la naturaleza y a su vez se transforma a sí mismo porque él es también parte de la naturaleza. O, lo que viene ser lo mismo, el hombre en su devenir construye la cultura y la sociedad y a su vez es construido él mismo por esa cultura y esa sociedad.

El sujeto, sea cual sea su lugar y tiempo histórico, nace y crece siempre interiorizando los valores de una determinada sociedad en la cual habita, y a partir de ahí ya podrá someterse o revelarse, podrá reproducir una y otra vez los mismos si pararse a pensar si le son beneficiosos o podrá criticarlos hasta el punto de renegar de algunos o de todos ellos, pero, en cualquier caso, habrá tenido siempre que empaparse de ellos en su desarrollo como ser social. No existe el hombre atemporal, no existe el hombre que pueda crecer en sociedad sin interiorizar los valores sociales y culturales que le rodean siendo propios y característicos de tal sociedad, no existe el hombre, en definitiva, que pueda ser un ser social cuya esencia no responda a la esencia propia de la sociedad en la cual ha nacido y vivido. Todo esto, quede claro, no es ninguna novedad ni ninguna idea original mía, sino que ha sido convenientemente estudiado y analizado por las diferentes ciencias sociales que existen en la actualidad.

Según nos dicen los antropólogos, por ejemplo, la aculturación es el proceso de aprehensión de una determinada cultura. Supone el conocimiento, la interiorización, valoración, identificación y manejo dinámico de los valores culturales. La aculturación como proceso es, por tanto, la «encarnación» que realiza un individuo de su propia cultura en constante interacción con sus iguales y la naturaleza. Por su parte, los sociólogos nos hablan también de un proceso de socialización que sería aquel proceso mediante el cual «el individuo es absorbido por la cultura de su sociedad»(2), un proceso, por consiguiente, que se concibe como un proceso educativo donde el individuo aprende valores, actitudes, normas y pautas de conducta que la sociedad considera formas apropiadas de comportamiento para dicha sociedad. También en esta línea, dentro del mundo de la psicología, los constructivistas sociales, inspirados en los planteamientos del filósofo y psicólogo ruso Lev Vigotsky, señalan que sólo en un contexto social puede lograr el sujeto desarrollar un aprendizaje significativo. El intercambio social genera representaciones inter-psicológicas que posteriormente se han de transformar en representaciones intra-psicológicas. El origen de todo conocimiento no es entonces la mente humana, sino una sociedad dentro de una cultura que a su vez está enmarcada dentro de una época histórica determinada.

Así, proceso de aculturación para los antropólogos, proceso de socialización para los sociólogos y proceso de construcción social de la identidad para los psicólogos constructivistas sociales, serían tres modos diferentes, desde tres disciplinas distintas, de profundizar y ahondar en esta idea mencionada del ser humano como producto de la sociedad, de una sociedad, además, de la cual, al menos en las primeras etapas de su desarrollo como persona, de las primeras bases sobre las cual ha de construir su identidad tanto histórica como personal, no puede escapar. La sociedad hace al hombre, del mismo modo que el hombre previamente hizo a esa misma sociedad. Es por ello que, a poco que tratemos de integrar en un mismo cuerpo teórico toda esta gama de definiciones y enseñanzas provenientes de las diferentes ciencias sociales existentes, la conclusión principal a la cual podremos llegar, la que podría resumirlo todo, es, a nuestro juicio, que la identidad histórica de los sujetos en una determinada sociedad no la construye el individuo a su libre albedrío, sino que lo que sucede en realidad es una interiorización de la cultura dominante en esa sociedad, con las particularidades que el desarrollo histórico de la formación económica y social impone a través del cambio simbólico-cultural.

En realidad, hablando claro, si partimos de la base de una sociedad dividida en clases sociales, donde unos sujetos ejercen de propietarios de los medios de producción mientras otros son carne de explotación para estos primeros, lo que se estaría produciendo a través de estos procesos de aprendizajes sociales y culturales, no sería otra cosa de un proceso de sometimiento del sujeto al orden social establecido, un proceso de alienación del individuo de las clases dominadas respecto de los intereses y los proyectos de las clases dominantes, cuya finalidad no es otra que preservar los privilegios propios de éstas, así como garantizar el desarrollo de sus actividades como detentadores del poder político, económico y social.

Para ello, las clases dominantes establecen en la esfera ideológica de la supra-estructura un determinado código simbólico-sagrado que responde a la defensa de sus intereses de clase, y que, una vez es interiorizado por los sujetos de las clases dominadas a través de los oportunos mecanismos de transmisión, garantiza la sumisión de éstas últimas al orden social, político y económico establecido. O, en palabras de P. Bourdieu, «La sumisión al orden establecido es fruto del acuerdo entre las estructuras cognitivas que tanto la historia colectiva (filogénesis) como la individual (ontogénesis) han inscrito en los cuerpos y en las estructuras objetivas del mundo al que se aplican»(3).

En nuestra actual sociedad consumista-capitalista, por tanto, lo que se estaría produciendo a través de estos procesos de aculturación, socialización y construcción social de la identidad a los que de manera natural se ve expuesto todo individuo de la sociedad, no sería otra cosa que el sometimiento del sujeto al orden social, político y económico establecido por las clases burguesas dominantes, un orden sacralizado a través del código simbólico reinante y que ahora debe ser consolidado de manera definitiva en la sociedad mediante la interiorización que los sujetos hacen de él por vía de los convenientes mecanismos de transmisión, lo que garantiza que, una vez estos trasladan esta interiorización a sus comportamientos en la vida cotidiana, estos sujetos actúen conforme a los intereses determinados por las clases dominantes, ejerciéndose así, desde el propio interior del sujeto dominado, las funciones de control social que son propias de todo sistema de dominación clasista (es lo que en Mayo del 68 era conocido como «el policía interior»).

Pues bien, en otro artículo publicado en esta misma web, traté de hacer un pequeño análisis de algunas de las ideas sagradas establecidas como hegemónicas en la sociedad consumista-capitalista, concretamente de aquellas que están directamente relacionadas con aquello que Marx llamase la infraestructura, es decir, de aquellas vinculadas con la estructura económica que determina el funcionamiento de la sociedad, y de la cual brotan los elementos estructurales y super-estructurales (estas ideas sagradas, eran a mi juicio las siguientes: a) la propiedad privada y el dinero, b) los modos de producción capitalistas, la racionalidad económica y las leyes del mercado, c) el consumo). Todos estos conceptos eran presentados en ese artículo como elevados al grado de absoluto por el actual modelo socio-económico imperante, y dotados de un carácter sagrado que los colocan en el centro mismo de nuestras vidas, en tanto que éstas están determinadas por un proceso de aprendizaje cultural que las convierte en incuestionables. Este proceso de aprendizaje cultural no es otra cosa, por supuesto, que los anteriormente mencionados procesos de socialización, aculturación y construcción social de la identidad del sujeto. Pero este proceso de aprendizaje, como no puede ser de otra manera, requiere también de una serie de mecanismos de transmisión a través de los cuales los contenidos simbólicos presentes en el código cultural de la sociedad clasista puedan llegar a todos y cada uno de los individuos. Para ello, las clases dominantes no dudan en usar todo cuanto esté a su alcance, tanto por vía de los mecanismos conscientes de la mente humana, como por vía de los mecanismos inconscientes (véase también el artículo La ilusión de la libertad en el Consumismo-Capitalismo: Libres de derecho, esclavos de hecho). En este nuevo artículo, vinculado directamente con aquel primero, trataré de analizar algunos de esos mecanismos de transmisión y consolidación de los valores consumistas-capitalistas y su modo de vida asociado, concretamente aquellos que utilizan la vía consciente como modo de expansión y divulgación de sus contenidos.

En este nivel consciente de transmisión de las ideas sagradas del consumismo-capitalismo, podemos encuadrar todo el proceso educativo en general, tanto en el ámbito académico, como en el ámbito socio-psicológico. Así, por esta vía, el ciudadano adquiere de manera consciente una serie de conocimientos relacionados con el funcionamiento global de la sociedad, a través de los cuales interiorizará el carácter sagrado y absoluto de los elementos más propiamente constitutivos de la misma. Todos aquellos elementos que las clases dominantes han considerado previamente oportunos de sacralizar a través del los códigos simbólicos imperantes (incluidas aquellas pautas de orientación ética para el comportamiento ideal de los individuos en el marco social) serán transmitidos de manera consciente para que puedan ser convenientemente interiorizados por los diferentes miembros de la sociedad, a la vez que se les va dotando de un carácter incuestionable mediante su tratamientos continuo como si de hechos naturales, no determinados por convención social alguna, se tratasen. Así, a través de esta vía consciente el sujeto adquiere los conocimientos relativos a las normas morales, sociales y culturales imperantes, así como interioriza aquellos aspectos del funcionamiento general de la sociedad que no pueden ser puestos en duda, pues constituyen el fundamento mismo de la misma, y la fuente primera y final de toda norma moral, social o cultural. En este proceso, son tres las instituciones sociales que juegan un papel predominante: el sistema de enseñanza, la familia y los medios de comunicación de masas, pues es a través de ellos desde donde el niño interioriza estos conocimientos que le han de servir, a posteriori, para integrarse en la sociedad y responder de manera consciente a las exigencias de la misma (unas exigencias, claro está, previamente determinadas por las clases dominantes en relación con el modelo de sociedad sacralizado a favor del mantenimiento y defensa de sus intereses y privilegios). Sin embargo, en este artículo, debido a la complejidad encerrada en el tercero de los elementos mencionados (y que merecería él sólo un artículo aparte, al igual que la esfera de los mecanismos inconscientes de dominación social), me centraré exclusivamente en el análisis de dos de las instituciones mencionadas: el sistema de enseñanza y la familia, pues considero de suma importancia poner de manifiesto el carácter servicial de clase que ambas instituciones, tal y como son entendidas en la actualidad, tienen para con los intereses de los grupos dominantes.

La primera de estas instituciones mencionadas, el sistema de enseñanza, sería, según nos dicen, el modelo de educación académica que el sujeto recibe para su formación en el ámbito de los conocimientos teóricos de las diferentes ciencias y demás disciplinas académicas existentes, y que, a través de unas técnicas y un método específico, transmiten al alumno una realización ordenada, metódica y adecuada de las mismas. La enseñanza es, en consecuencia, una actividad realizada conjuntamente mediante la interacción de tres elementos: un profesor o docente, uno o varios alumnos o discentes y el objeto de conocimiento. El sistema de enseñanza sería así, en resumidas cuentas, el modo en cómo desde las instituciones políticas dominantes se organizaría todo el proceso de enseñanza que va desde las primeras etapas de la educación del niño a los últimos escalones posibles en el ámbito de la formación y la investigación académica (enseñanzas universitarias superiores).

El sistema de enseñanza es, por tanto, un modelo de organización del proceso general de enseñanza que ha de ser determinado obligatoriamente desde el ámbito de la política, al ser regulado mediante leyes parlamentarias y otras determinaciones jurídicas legislativas y ejecutivas. Por ello, si tenemos en cuenta que en toda sociedad sagrada son las clases dominantes las detentadoras del poder político, no nos queda más remedio que concluir, con el marxismo, que el sistema de enseñanza es una institución social educativa puesta al servicio de los intereses de las clases dominantes. En nuestra actual sociedad consumista-capitalista, con su carácter sacro-religioso, el sistema de enseñanza vigente es un sistema educativo puesto al servicio de los intereses de la clase burguesa dominante, a partir del cual transmitir al sujeto que está recibiendo su formación académica el modelo de sociedad previamente sacralizado por estas clases dominantes a través de los valores sociales y morales imperantes como hegemónicos. La educación es convertida así un instrumento en manos de la clase dominante que determina su carácter metódico adecuadamente a sus intereses de clase, así como el ámbito que abarca la enseñanza para su propia clase y para las clases oprimidas (colegios públicos vs colegios privados). Pero como la burguesía presenta al capitalismo como la realización completa del orden de vida «natural y racional», exento de proceso de construcción social alguno, y sin ninguna relación dialéctica con la lucha de clases, el sistema de enseñanza y educativo -que en realidad es un instrumento de sus intereses- se embellece con bonitas frases acerca de la libertad y de las posibilidades de desarrollo, se vincula con los valores fetiches preferidos que actúan como fuente de adhesión emocional de las masas al sistema -la razón, la libertad y la democracia-, y por ende también al propio sistema educativo en sí mismo. Se lanza el mensaje de una educación desde la razón, para la libertad y la democracia, cuando en realidad ocurre todo lo contrario, es una educación ordenada desde la sin razón, para la alienación y la dictadura de la burguesía.

Es decir, según la visión predominante, orquestada desde las altas instancias del poder político y económico burgués, el sistema educativo capitalista no tendría carácter de clase alguno, sino que simplemente supone el modo por el cual la sociedad misma tiene capacidad de dotar a sus integrantes de una formación integral, no sólo académica o laboral, sino también personal y humana. Sin embargo, un análisis no demasiado minucioso de la realidad nos dice todo lo contario. En la sociedad consumista-capitalista, como se suele decir, el sistema de enseñanza no es otra cosa que la enseñanza del sistema. Y esto queda manifiestamente explícito, sobre todo, en la orientación general que se le da, en todo país capitalista que se tercie, al proceso de formación académica de los sujetos.

Ya desde las primeras etapas de la enseñanza lo que se puede observar es un proceso de deshumanización del individuo, orientado en su formación a ser convertido no en ciudadano, no en persona integral, sino en simple mercancía de trabajo con la cual poder especular a medio plazo el sistema. Todo el sistema de enseñanza está orientado a dotar al alumno de los conocimientos y la formación necesaria para que, según sus propias capacidades, se integre al mercado laboral y satisfaga de manera efectiva las demandas del mismo. La educación no tiene como objetivo formar personas que aspiren a auto-realizarse como tales, personas con capacidades críticas o con una formación humana más allá de los valores propios del sistema imperante, sino la formación de trabajadores que realicen de manera eficiente su labor y contribuyan a optimizar el funcionamiento del sistema capitalista y maximizar los beneficios económicos del mismo en todo lo que sea posible (para gloria de las clases dirigentes). La educación es, por tanto, una inversión económica que las clases dominantes, a través del estado o las instituciones privadas, hacen con cada individuo a largo plazo, para que, una vez el alumno adquiera los conocimientos necesarios, poder sacarle, a través del trabajo asalariado, la rentabilidad deseada. Todo el dinero que el estado o la iniciativa privada se gasta en la formación académica del alumno, le será conveniente devuelto, con intereses y plusvalía, una vez éste se haya integrado al mercado laboral como un trabajador asalariado y consumidor más. No es de extrañar, por tanto, la cada vez más evidente necesidad del sistema por privatizar y gestionar como si de empresas se tratasen todas las instituciones académicas representativas, especialmente las Universidades.

El sistema educativo se convierte así, además, en un proceso selectivo para el mercado laboral, en el cual, a través de una orientación de las técnicas y los métodos de enseñanza para expandir como norma la competencia y la excelencia académica, se hace de la exigencia y el mérito el valor principal del proceso, a partir del cual se sabrá cuáles sujetos están capacitados para ocupar ciertos puestos laborales en la sociedad, y cuáles se tendrán que conformar con ocupar los que estos primeros no deseen. Pero unos niveles de exigencia y mérito que son aplicados exclusivamente sobre baremos que abarcan sólo los conocimientos teóricos o las capacidades prácticas de un individuo en relación con la eficiencia productiva que se debe generar una vez este sujeto es incorporado al mercado laboral, no en relación con cualesquiera otros baremos que tomen como referencia también la tan cacareada formación integral de la persona. La correcta formación moral o intelectual crítica de una persona, por poner un ejemplo significativo, no será nunca ni meritoria ni satisfactoria de la exigencia requerida, pues con ella tal vez se pueda hacer del individuo una persona más íntegra, pero en absoluto se garantiza que sea una persona más productiva según los parámetros requeridos por la estructura económica de la sociedad. La exigencia y el mérito pueden ser valores progresistas, de hecho lo son cuando son entendidos según una perspectiva amplia del sujeto como ser social, pero se convierten en elemento de fomentación de la competencia despiadada e insolidaria cuando tienen como único objetivo ir estableciendo paulatinas cribas en el ámbito laboral al que pueden aspirar unos sujetos y otros.

Así, el sistema de enseñanza es convertido en un elemento más de la mercantilización de la sociedad, a través del cual no sólo se forma trabajadores, sino que se reproducen los conocimientos necesarios para que los alumnos acepten el carácter absoluto de los elementos más propiamente característicos de la misma. Toda función social de la enseñanza, más allá de esa formación laboral y de adoctrinamiento a los valores sagrados consumista-capitalistas, es anulada en el sistema capitalista actual, donde el desarrollo pleno de la persona no ocupa papel alguno, y donde todo, absolutamente todo, se orienta hacia la satisfacción de las exigencias del propio sistema capitalista (que demanda a la enseñanza trabajadores formados e individuos alienados sin capacidad crítica alguna). Así, como afirma el sociólogo Ignacio Fernández de Castro «la mercantilización del sistema de enseñanza se pone de manifiesto en que el desarrollo pleno de la personalidad de los alumnos deja de ser el objetivo principal del proceso de enseñanza cediendo esta posición a su contribución, mediante la especialización profesional de sus alumnos, al desarrollo de la capacidad económica competitiva de la sociedad, tanto en la producción de mercancías, cómo en la conquista de los mercados internacionales»(4).

La enseñanza no resulta, pues, una manifestación más del eje de dominación capitalista, sino una estrategia fundamental para el mantenimiento de esta organización social diseñada y sacralizada por las clases dominantes a través de los códigos simbólicos hegemónicos en el ámbito de la esfera supra-estructural. Como decimos, cuando un alumno termina su formación académica, sea cual sea el nivel en el cual deje los estudios, pero sobre todo si hablamos de niveles pre universitarios, no sólo habrá sido formado para que acepte su integración como asalariado al mercado de trabajo, sino que habrá interiorizado el carácter sagrado de los elementos más característicos de la estructura económica de la sociedad capitalista, por el simple hecho de que estos elementos que jamás habrán sido puesto en duda a lo largo de todo el proceso educativo, especialmente en las etapas de educación obligatoria.

Además, la capacidad crítica del alumno es sometida por la autoridad del profesor, el cual, según la metodología oficial, se da por hecho que habla siempre, diga lo que diga, en nombre de la verdad, y de cuyas enseñanzas, encerradas en los libros de texto manejados por el alumno, no es necesario dudar de manera crítica, pues son verdades en sí mismas sistematizadas por autoridades en la materia. En ningún caso se enseña, ni por asomo, capacidad alguna para que el alumno pueda dudar de la veracidad de las informaciones que recibe durante el proceso de enseñanza, al contrario de lo que predicaba aquella famosa máxima del filósofo español Ortega y Gasset «Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas». De esta manera, el mensaje que está recibiendo el alumno durante toda su etapa escolar es una especie de alegoría simbólica para la sumisión a las fuentes de verdad preestablecidas, las cuales son en sí mismas indudables y, por tanto, se hace innecesaria la aplicación de un pensamiento crítico respecto de ellas. De igual manera que el niño no debe dudar de las enseñanzas predicadas por el profesor, el resto de su vida no deberá dudar de las enseñanzas predicadas por los medios de comunicación de masas y otras fuentes de información que suponen portadoras, por sistema, de la verdad. Se anula así, con este método, el despertar de las capacidades críticas en los alumnos, las cuales son reemplazadas por una enseñanza de la sumisión a las verdades predicadas desde las fuentes de autoridad del sistema (en este caso el profesor o los libros de texto, pero en un plano más general las verdades sacralizadas a través del uso mercantilista de la ciencia, la publicidad o los medios de comunicación de masas). Es decir, mediante esta sumisión del alumno a las verdades incuestionables predicadas por el profesor y los libros de texto, el sistema de enseñanza capitalista anula la capacidad de análisis causal y crítico del sujeto en formación, convirtiendo al sujeto receptor de los mensajes en un individuo pasivo y des-individualizado (el profesor siempre dice la verdad, no necesita ser contrastada la información que transmite). Así, el sujeto que en su formación se acostumbra a someterse de manera acrítica a los conocimientos que recibe de parte de las fuentes de autoridad establecidas por el propio sistema de enseñanza como válidas -profesores y libros de texto-, ya no sólo no sentirá la necesidad de dudar sobre la veracidad de las informaciones recibidas a lo largo y ancho de todo su proceso educativo, sino que, además, habrá aprendido a respetar la autoridad de las fuentes de verdad establecidas como válidas en la sociedad, no dudando en ningún momento sobre la veracidad de las informaciones que recibe a través de ellas, unas informaciones entre las cuales se encuentran de manera continuada la proclama del carácter natural y racional de los elementos más característicos de la estructura económica que domina la sociedad, que pasan a ser incuestionables y respetadas, se sepa o no, por su carácter absolutamente sagrado y su condición de información interiorizada a través de fuentes autorizadas de la verdad.

Por otro lado, el sistema de enseñanza capitalista tampoco pone un ápice de atención en la formación ciudadana de los individuos, más allá de propugnarles una educación absolutamente sumisa a los valores y normas sociales más propiamente arraigados en la mentalidad colectiva. La preocupación casi exclusiva por dotar de una formación orientada a tener una determinada salida laboral no deja tiempo para que los alumnos puedan recibir la formación necesaria en materias relacionadas con sus derechos y deberes, no ya como ciudadanos del sistema, sino como personas con una vida propia que han de compaginar con sus estudios primero y su trabajo después. Los alumnos salen de los diferentes niveles educativos y, a poco que la vida les apriete, se dan cuenta que no han aprendido absolutamente nada en relación con su formación como seres sociales inmersos en una sociedad de relaciones complejas y cambiantes. No se enseñan habilidades sociales, no se enseñan marcos de relaciones de derechos y deberes entre el sujeto y las instituciones de la sociedad, no se enseñan procesos de auto formación en cuestiones de vida en sociedad o en desarrollos de marcos para la convivencia. Y cuando se enseñan, como es el caso de la asignatura de nueva implantación en el estado español de «Educación para la ciudadanía», se hace desde una perspectiva absolutamente alienante y descafeinada, que ni profundiza en el origen y causa de la realidad social, ni establece diferencias entre los diferentes miembros de las diferentes clases sociales que cohabitan en un mismo marco de convivencia socio-política y económica.

Por ejemplo, como manifestación de esto que digo, un alumno sale de la educación media, si no repitió ningún curso, a la edad de 18 años, una edad en la cual en la mayoría de los países es ya posible ejercer el derecho al voto y, sin embargo, tal alumno no ha recibido formación política alguna que le permita racionalizar de manera crítica el sentido de su voto o la ideología política que mejor se adecua a la defensa de sus intereses según el papel que juegue dentro de la sociedad. Otro ejemplo bastante significativo es que, a pesar de que todo el proceso educativo está destinado a la formación del alumno como fuerza de trabajo, al salir de las diferentes enseñanzas (incluidas las universitarias superiores), salvo que sean ramas específicamente destinadas para ello dentro de la educación superior (estudios de Derecho, relaciones laborales, ciencias del trabajo o carreras por el estilo), el alumno sale sin formación alguna en cuanto a materia de derechos laborales se refiere. Formación profesional habrá desarrollado en abundancia, sus deberes como miembro trabajador de la sociedad los conocerá todos, pero sus derechos laborales serán para él unos absolutos desconocidos, lo cual acaba en muchas ocasiones con el trabajador ejerciendo una labor que no se corresponde con sus derechos, explotados y tratados como auténtica mercancía, especialmente para individuos que abandonan sus estudios antes de llegar a los grados superiores de la educación. Por supuesto, tampoco conocerán como relacionarse con las instituciones para reclamar tales derechos, ni sobre qué bases ha de actuar para que no caigan en saco roto a capricho de la acción de la administración o los empresarios sin escrúpulos. En el sistema de enseñanza se forman trabajadores, eso es indudable, pero trabajadores que salen de él siendo auténticos desconocedores de los derechos que les corresponden como tales. Mucho empeño para que aprendan un oficio, pero ninguno para que aprendan cuales son aquellos derechos que en el desarrollo de ese oficio le son propios como ciudadano trabajador que es.

En definitiva, expuesto esto, creo que podemos concluir que son dos las exigencias que la sociedad capitalista hace a su propio sistema de enseñanza, ninguna de ellas vinculada a una formación integral de la persona ni nada que remotamente se le parezca:

a) la formación de sujetos destinados a servir como mano de obra asalariada que garantice la eficiencia productiva de la estructura económica de la sociedad.

b) la anulación de la capacidad crítica del alumno para que éste pueda ser convenientemente sometido por los valores sagrados establecidos a través del código simbólico establecido como hegemónico en la esfera supra-estructural.

En ambos casos, el resultado final es absolutamente brillante a favor de los intereses de las clases dominantes, pues el sistema de enseñanza (la enseñanza del sistema) cumple a la perfección, a juzgar por los resultados en la práctica, con estas tareas diseñadas para él por estas mismas clases dominantes. No se educa para crecer como persona, no se educa para formar ciudadanos libres, se educa exclusivamente para que te sometas sin dubitaciones a los valores sagrados pre establecidos por el sistema, para que te adaptes a ellos y para que contribuyas como «buen ciudadano» al ciclo económico laboral-consumista que tan buenos dividendos deja en las arcas de las clases sociales dominantes. Cualquier otro parecido con la «formación integral de la persona» es mera coincidencia fruto de la casualidad o la formación extra académica del sujeto en cuestión.

En cuanto a la segunda de las instituciones planteadas, la familia, su papel principal dentro de la aplicación práctica del sistema simbólico-sagrado consumista-capitalista se vincula con una transmisión, a través de mecanismos de presión, de las exigencias del sistema al individuo concreto, tanto en el ámbito de lo laboral y lo profesional, como en el ámbito de lo social y lo cultural. Esto quiere decir que, dentro del sistema capitalista, es la familia el marco donde se establecen los principales mecanismos de presión para que el sujeto se someta a los valores establecidos por el sistema como hegemónicos, mediante la presión que los padres ejercen sobre sus hijos en el desarrollo del proceso educativo y de socialización, para que estos hijos satisfagan las exigencias que ellos les plantean, y que previamente han sido interiorizadas por estos mismos padres como exigencias que la sociedad hace a las personas para que éstas puedan tener, supuestamente, una vida lo más cómoda y exitosa posible dentro de la sociedad.

Si el seguir un determinado estereotipo de vida, orientado hacia la consecución de unos determinados fines, y guiado por el seguimiento de unas determinadas pautas de conducta, es presentado como un camino que garantiza una vida de éxito dentro de la sociedad, los padres, en su afán por hacer de sus hijos personas provechosas, presionaran a sus descendientes para que sigan este camino predeterminado como modélico por el sistema, que los ha de conducir a ser miembros de provecho dentro de la sociedad, y en cualquier momento que los progenitores detecten que sus hijos se están saliendo de este camino marcado, usarán contra ellos toda una serie de medidas de presión para restablecer el orden buscado y poner de nuevo al hijo en el camino correcto. Nacer, crecer, estudiar una carrera, buscar un trabajo, enamorarse y formar una familia, tener hijos, comprar una casa y un coche y, tal vez, una mascota. Ver la televisión, fútbol y programas basura del corazón, siempre con la idea de dar un pelotazo que nos haga ricos y que nos permita codearnos con lo mejor de la sociedad. Y todo ello aderezado por una buena dosis de respeto a la norma social establecida, una actitud que se identifica siempre con el civismo y el buen hacer. Así nuestra aspiración es una vida cómoda y acomodada, y creemos que lo único que dota de sentido a nuestras vidas es luchar por ello. Los padres se quedan tranquilos cuando sus hijos cumplen estos deseos implícitos en la sociedad que ellos mismos le han proyectado a manera de exigencias, las exigencias del sistema. Un sistema que busca personas integradas a los modos de vida y la estructura productiva del capitalismo-consumismo.

Unas exigencias que son transmitidas así directamente a los niños ya no sólo por la acción del sistema de enseñanza o los medios de comunicación de masas, sino también a través de las exigencias que sus padres les plantean en el propio ámbito de la vida familiar. Los padres sirven de este modo como mecanismos primarios de corrección para el restablecimiento del orden establecido, en caso de que alguno de sus hijos haya decidido salirse, sabiéndolo o no, de las normas y los valores preestablecidos por el sistema y su modo de vida, pues servirán como elementos directos de presión, al margen de otros mecanismos del estilo que ya van impresos en el funcionamiento de la propia sociedad, para que el sujeto vuelva a encaminar su vida por el sendero que le marca el sistema y sus exigencias productivas.

La familia es de esta manera no sólo una fuente de transmisión de los valores y las exigencias propios de la ideología y la sociedad burguesa, una fuente primaria de transmisión de valores morales y culturales, sino también un mecanismo de control de esta sociedad frente a los individuos que no se ajustan a las exigencias productivas del sistema. La familia se constituye con ello en un elemento represivo respecto de la posibilidad de cambio social, pues es en ella misma desde donde los padres obligan a sus hijos a someterse al orden establecido, bajo la creencia de que con ello están contribuyendo a hacer de estos hijos personas de provecho, en un ciclo que se reproduce generación tras generación, y que además tiene la capacidad de ir integrando los cambios morales, sociales y culturales que se vayan sucediendo dentro del sistema con el transcurrir de los años.

Con ello, los buenos deseos de los padres para con la vida futura de sus hijos, algo lógico en primera instancia, se puede convertir en muchas ocasiones en todo lo contrario, pues se pueden acabar convirtiendo en un anulación de la identidad propia del hijo, en una obligatoriedad de hacer cumplir al hijo con unas exigencias que es posible le estén produciendo más perjuicio que beneficio.

Además, en la sociedad actual las funciones educativas tradicionales de la familia van quedando cada vez más apartadas y trasladadas hacia otros ámbitos, desde la misma escuela, a los medios de comunicación de masas o la relación del niño con el grupo de iguales. La familia deja espacios libres en la socialización de sus hijos, ya que los roles paterno-filiales no se pueden desempeñar de la misma manera en que se hacía tradicionalmente, debido a las exigencias laborales y otros factores de la vida dentro de las sociedades capitalistas. Los padres tienen cada vez menos tiempo para ejercer como verdaderos educadores de sus hijos, y trasladan, queriéndolo o no, esta responsabilidad a estas otras instituciones sociales, lo cual de alguna manera genera un cierto vacío emocional en la relación educativa y las responsabilidades que los padres creen tener respecto de sus hijos. Y es aquí donde, a mi juicio, juega un especial papel la presión que los padres ejercen sobre los hijos para que estos se orienten en la vida según las exigencias propias del sistema consumista-capitalista.

Ante la percepción de ese vació emocional, y el consecuente sentimiento de culpa que ello genera en los padres (por creer de alguna manera que no han cumplido plenamente con su tarea tradicional como tales), el posible fracaso en el proyecto de vida de los hijos es percibido también por los padres como un fracaso propio, ante el cual tienen parte de responsabilidad por no haber podido educar a sus hijos de una manera más cercana y directa. Pero como las exigencias de la vida laboral no permiten que este vacío se pueda suplir con una mayor dedicación temporal a la educación directa de los hijos, lo que se hace es sustituir esta cercanía por una mayor presión para que los hijos sigan rectos por el camino en el cual se supone que reside el éxito social y laboral del individuo dentro de la sociedad. Es decir, si bien las exigencias productivas del sistema no hacen posible una mayor dedicación temporal a la educación de los hijos, esta carencia si es posible suplirla con una mayor presión para que los hijos no se salgan del camino predeterminado como exitoso por la sociedad.

Educar progresivamente al niño en los valores morales, sociales y culturales que los padres consideren más adecuados para su formación integral como personas, requiere de un tiempo que no siempre es posible encontrar, pero, sin embargo, presionar a estos para que sigan por la senda, moral y laboral, que ya la propia sociedad ha determinado como exitosa, apenas si requiere de unos pocos minutos cada día que son transformados en una constante presión sobre la vida del hijo y el camino que éste anda recorriendo por sí mismo. Encontrar tiempo para regañar, castigar o presionar de cualquier otra manera sobre la actitud del hijo, siempre será menos problemático que tener que buscar el tiempo necesario como para poder construir de manera progresiva y con enseñanzas sólidas y razonadas el código de valores, sociales, culturales y laborales, por el cual ha de regirse el hijo dentro de la sociedad. Es decir, proyectar sobre el hijo la imagen del fracaso que va asociado al no seguimiento de unos determinados estereotipos de comportamiento y orientaciones sociales, culturales y laborales, siempre será más sencillo que tener que buscar el modo en cómo educar de manera personalizada al hijo para que sea él mismo, en ayuda de los valores transmitidos en primera instancia por los padres, quien determine sobre qué bases desea construir el éxito o fracaso de su proyecto de vida. Con esto, como he dicho, los padres se quitan en parte ese vacío emocional que les produce el no poder estar volcados todo el tiempo que desearan con sus hijos, pues ya sienten que no los están dejando a su libre albedrío, sino que les están ayudando a realizarse dentro de la sociedad y convertirse en hombres de provecho según los propios caminos dictaminados por el código simbólico imperante como «caminos para el éxito social».

Los padres se quieren convertir así en los primeros amigos de sus hijos a la vez que se transforman en sus principales guías de vida, aunque en realidad no hacen más que presionar a sus hijos para que sigan un camino de vida que ni tan siquiera ellos mismos, como padres, se han parado a reflexionar ni analizar críticamente, sino que, simplemente, han absorbido de la estructura social como el modelo de comportamiento y orientación de vida que supuestamente mejor se adecua a las exigencias del sistema y que con mayor efectividad garantiza la conversión de las personas en «buenos ciudadanos» y «hombres de provecho». Los padres, en su deseo de no ver como el proyecto de vida de sus hijos se convierte en un fracaso de cara a la sociedad -del cual se sentirían responsables y asumirían como propio al no haber podido dedicarle a la educación de éstos todo el tiempo que hubiera sido necesario-, temen de todo experimento en la vida de los hijos, es decir, de todo aquello que no sea ver como sus hijos van dando los pasos progresivos que los van encaminando hacia lo que la sociedad dice que es un camino de éxito y la antesala de una vida de provecho.

Los propios fracasos de los padres como educadores -según la visión tradicional de la educación en el ámbito de la familia que los padres siguen, de alguna manera, asumiendo como válida- son proyectados en los hijos como exigencias, creyendo que así uno se expía de sus pecados como educador, aun cuando esto en muchas ocasiones no lleva sino a incrementar el problema y a profundizar en el fracaso del hijo respecto de la construcción de su propio proyecto de vida, pues en ocasiones esta presión hace que los hijos asuman un modelo de vida que no les es para nada satisfactorio y que les genera más perjuicios que beneficios. Este tipo de presión que los padres ejercen sobre la vida de sus hijos, que en realidad no es más que el modo más efectivo de presión social que actualmente tiene la sociedad consumista-capitalista en el ámbito del proceso educativo de los individuos, acaba por garantizar que los sujetos interioricen y lleven a la práctica de la manera más efectiva posible los elementos sacralizados a través del código simbólico imperante en la sociedad consumista-capitalista. La familia se constituye así, como digo, en un mecanismo regulador del correcto funcionamiento del sistema socio-político-económico vigente, amén de ejercer como elemento represor sobre aquellos individuos que, sabiéndolo o no, exceden tempranamente los límites vitales aceptables por los códigos sagrados que nos rigen.

Por otro lado, a través de la institución familiar también se contribuye a perpetuar el carácter sagrado de la propiedad privada. En tanto que la familia es en sí mismo un núcleo de posesiones de carácter privado, transmitidas de unos miembros a otros por del derecho de herencia, el sujeto se desarrolla ya desde su nacimiento en un ámbito donde la propiedad privada adquiere carácter absoluto, pues las posesiones de los padres son también en parte posesiones, incluso antes de ser heredadas, de los hijos. El sujeto percibe así que existen ciertas cosas sobre las que tiene derechos de propiedad en el ámbito de su propia experiencia personal, y ello lo hace extensible al global de la sociedad, aceptando y respetando que el resto de individuos posean también sus propios derechos de propiedad sobre aquellas cosas que les pertenecen. Así, aun cuando las posesiones de la familia se reduzcan a objetos de uso, tales como la vivienda familiar, el coche, o cualesquiera de las cosas que hay dentro de sus casas y que son usadas por ellos (y ante cuyo derecho de propiedad no tengo ningún inconveniente), el sujeto percibirá que también aquellas cosas que tienen un carácter productivo -es decir, que son en sí mismos medios de producción- dotan de estos mismos derechos de propiedad privada a aquellos individuos que las poseen, aun cuando estos medios de producción sean elementos tales como las tierras productivas o las fuentes de materias primas y recursos naturales que hay dentro de los límites del estado, que en teoría son fruto de la naturaleza y sólo mediante algún tipo de proceso de adjudicación, más o menos legítimo, han podido ir a parar a manos de sus actuales dueños.

Se confunde así, por vía de la experiencia familiar, la propiedad privada de los bienes de uso personal, con la propiedad privada de los medios de producción, y todos ellos son metidos en un mismo saco que, partiendo de la propia experiencia en el ámbito de las posesiones de la familia, adquiere carácter indudable y, por tanto, sagrado, tal y como es propuesto por las clases dominantes a través de su código simbólico hegemónico, y que ahora es ratificado de manera «racional y natural» por la propia experiencia de vida de la persona. Se constituye así, ya de partida, lo que en ámbitos marxistas podría ser calificado como mentalidad «pequeño burguesa», pues la protección y defensa de las propiedades de cada cual, incluso el deseo de aumentar estas según las necesidades de la persona, se convierte en un ideal de vida que tiene su implicación tanto en el ámbito de lo personal como en el ámbito de lo colectivo, sin establecer diferencia alguna entre lo que puede ser la propiedad de determinados bienes de uso (tales como la vivienda, el coche, etc.) y la propiedad de los medios de producción (donde se establecen ya relaciones entre propietarios y trabajadores y, por tanto, relaciones económicas de explotación, con todo lo que ello puede implicar a nivel social). Es curioso observar, por ejemplo, en el marco actual de la situación inmobiliaria en el mundo capitalista, la modificación que se produce a menudo en la mentalidad de los sujetos según sean propietarios o no de una vivienda. Mientras el sujeto no posee una vivienda en propiedad, suele sentirse indignado por los altos precios que alcanzan las viviendas en el mercado y con ello con la imposibilidad que tienen muchas personas de poder acceder a una vivienda en propiedad. Sin embargo, en cuanto esa misma persona pasa a ser propietaria de una vivienda, en cuanto se embarca en una hipoteca a no sé cuantos años, su preocupación pasa a ser entonces que el precio de su propiedad no caiga, pues eso ya, supuestamente, iría en detrimento de sus intereses personales. Ya no importa si con la caída del precio de la vivienda muchas otras personas que antes no podían ahora tendrán acceso a la propiedad de una vivienda, ahora lo que importa es que eso produciría un efecto negativo en el valor del patrimonio personal que con tanto esfuerzo se ha ganado uno. Esto, a mi juicio, puede servir claramente como ejemplo paradigmático del modo en como la propiedad privada nos somete ya desde la experiencia personal-familiar, pues nos hace mirar más por ella que por los intereses generales de la sociedad y las personas que nos rodean como conciudadanos. Es una mentalidad absolutamente egoísta, muy bien definida como «pequeño burguesa», pero que lejos de ser algo puntual o anecdótico es, si hacemos una extrapolación de ello al discurrir global del sistema consumista-capitalista en todos su ámbitos de relaciones sociales y económicas, el modo habitual en como la mayoría de las personas se guían por estas sociedad. Por defender de manera egoísta sus pequeñas propiedades, estarían dispuestos, si hiciera falta, a negar una reforma política que contribuyese a maximizar el bienestar general y aumentar así la calidad de vida de todos los ciudadanos, especialmente de los que ahora son los más desfavorecidos.

Notas:

(1) K. Marx. «Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política». 1859. El texto integro en español está publicado en «Obras escogidas», Tomo I, Editorial Progreso, páginas 520-546.

(2) Definición propuesta por el sociólogo catalán Salvador Giner.

(3) P. Bourdieu, Razones prácticas, , Anagrama, Barcelona, 1997, pag. 118.

(4) Ignacio Fernández de Castro. Mercantilización y privatización de la educación. Foro social ibérico por la educación. Debate temático 1-A. 20-10-2005. Córdoba, Andalucía. http://www.fsipe.org/docs/DT1A_I_Fernandez_cs.pdf