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Respuesta a "Tomar el poder para transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis" de Tarik Ali

¿Slogan moral? U otra forma de hacer política

Fuentes: Revista Rebeldía

«Debo ser bien crudo en esto: ellos no se sienten amenazados, porque existe un slogan idealista entre los movimientos sociales que dice «Podemos cambiar el mundo sin tomar el poder». Este slogan no amenaza a nadie, es un slogan moral. Cuando los zapatistas -a quienes admiro- marcharon desde Chiapas a Ciudad de México, ¿qué creían […]

«Debo ser bien crudo en esto: ellos no se sienten amenazados, porque existe un slogan idealista entre los movimientos sociales que dice «Podemos cambiar el mundo sin tomar el poder». Este slogan no amenaza a nadie, es un slogan moral. Cuando los zapatistas -a quienes admiro- marcharon desde Chiapas a Ciudad de México, ¿qué creían que sucedería? Nada sucedió. Fue un símbolo moral, ni siquiera una victoria moral, porque no sucedió nada».
 («Tomar el poder para transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis«. Entrevista a Tarik Ali).

«Las ventajas que vemos: todos fuimos gobiernos, no tuvimos algún líder, fue un gobierno colectivo, así entre todos nos enseñamos lo que cada uno sabe».
 («Leer un video, Sexta parte: Seis avances». Subcomandante Insurgente Marcos).


Parecería que en diversos foros y corrientes existe una coincidencia sobre cómo analizar y cómo criticar la experiencia zapatista. Se dibuja el zapatismo a modo, para ser criticado con facilidad: Por un lado, se busca poner un signo de identidad entre lo que John Holloway ha escrito en su libro Cambiar al mundo sin tomar el poder y el pensamiento y la práctica del EZLN; por otro lado, se ubica al EZLN como un símbolo moral carente de propuesta política; finalmente, se le ubica como un grupo que desprecia las conquistas parciales de la lucha colocándose únicamente en el terreno de la utopía; incapaz de entender la áspera lucha cotidiana por vivir mejor.

De Tarik Alí a Armando Bartra esta crítica se repite de una manera machacona. Desde luego, en el caso del primero señalando su «admiración» (¿) por la lucha zapatista (el caso del segundo es particularmente patético al sustituir el análisis por la declaración soez).

El problema sería baladí si simplemente se tratara de una discusión entre un grupo de intelectuales. Sin embargo, como casi siempre sucede, esas ideas representan (aunque muchas veces de una manera deformada) líneas de fuerza del movimiento social. Efectivamente, el problema del debate sobre el poder no se puede exorcizar ubicándolo en el terreno de lo moral. Millones de seres humanos han experimentado durante décadas la nada original idea de «tomar el poder para transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis»: la socialdemocracia desde principios del siglo XX. Los casos de Ecuador y Brasil no son sino los últimos casos de una larga lista. La pregunta obsesiva al movimiento indígena ecuatoriano resume un poco el debate: ¿Cuándo tuvieron más poder? ¿Antes de formar parte del gobierno de Gutiérrez o cuando varios de sus líderes fueron ministros de ese gobierno?

Una pregunta similar se puede formular para el caso del pueblo brasileño: ¿Cuándo fue más fácil detener las reformas neoliberales sobre las pensiones o sobre las privatizaciones? ¿Antes del gobierno Lula o después?

Pero, algún crítico avezado podría decir: miren, aquí está claro el sesgo moral del debate, parecería que el poder es malo de manera intrínseca y que no es posible utilizarlo como palanca para transformar de manera duradera la correlación de fuerzas entre las clases sociales.

Para poder responder a este señalamiento crítico es indispensable desglosar el problema del poder:

El poder no es un lugar sino una relación social. Al decir: «Tomar el poder para transformar el mundo, aunque sea en pequeñas dosis» se ubica al poder como un lugar privilegiado para lograr esto. Parecería que la única posibilidad que tiene la sociedad para lograr esas transformaciones es ocupando ese espacio. De esta manera, poco importa que incluso cuando se gana una elección y se ocupa la silla presidencial, lo que esa «no acción» oculta es una profunda polarización social, sea que se exprese en el terreno de la movilización (como sucedió en Ecuador; el movimiento indígena fue clave para tirar varios gobiernos), sea en el terreno de la expectativa social, que si bien no se expresa en grandes movilizaciones, si entiende que ganar el gobierno es el camino para lograr transformaciones concretas que permitan una mejoría en su nivel de vida (Brasil).

Sea en una forma o en la otra, el lugar (gobierno) se ocupa pero lo que refleja son diversos niveles de polarización social. Inmediatamente se abre una disyuntiva para los que ocupan ese espacio: ¿Cuál será el sector social beneficiado por las políticas gubernamentales? O, de una manera más descarnada. ¿Qué es lo que se tiene que hacer para no enojar a los señores del dinero, tanto nacionales como internacionales, porque no se puede gobernar sin ellos?

Por lo menos, hasta ahora es lo que se piensa. Antes y después de ocupar el espacio existe algo que lo determina y que lo hace un no espacio: las relaciones sociales. Ese es el verdadero lugar donde se dan las diversas confrontaciones sociales.
Pero ¿qué significa este debate hoy en América Latina? Con la excepción de pequeños núcleos de la izquierda revolucionaria, no se habla de la necesidad de destruir el viejo aparato del Estado burgués para construir en su lugar la dictadura del proletariado. Incluso, muchas veces, esa izquierda revolucionaria se ciñe a los tiempos y los espacios de lo mismo que rechaza (la gran lucha de los excluidos del PT de Brasil que han formado el P-Sol, encabezados por la senadora Helena Heloisa -la cual fue expulsada del PT por el «delito» de haber votado contra el proyecto neoliberal sobre las pensiones del gobierno Lula- es por lograr un registro electoral, antes del 2006, para presentar una alternativa de izquierda al PT).

De lo que se trata, por lo menos así lo señalan varias fuerzas de izquierda, es de reconstruir el viejo Estado de bienestar social, desde luego en los marcos del capitalismo.

Eso permite que líderes de izquierda, como el tupamaro José Mujica, digan que un objetivo de un eventual gobierno del Frente Amplio de Uruguay sería: «enseñarle a la burguesía a ser burguesía».

Parecería que, más que el Estado de bienestar social, de lo que se trata es de volver a mediados del siglo XIX y ejercer el poder, no para lo que piensa cándidamente Tarik Alí, sino buscando generar condiciones para, desde ese lugar, reconstruir… a la burguesía nacional.

El problema es que inmediatamente que se llega al poder se cae en cuenta que dicha burguesía nacional es una ficción (en términos mayoritarios), y que el proceso de internacionalización del capital ha permitido una transformación radical de las relaciones de producción.

Según la revista «América Economía», de las 133 empresas más grandes de América Latina, 50 -cerca del 40 por ciento- son extranjeras. Por lo que, las medidas que se toman para apoyar al capital (las modificaciones al sistema de pensiones, las nuevas privatizaciones, la asunción de las deudas privadas como deudas públicas, los bajos salarios, es decir, todo lo que significa transferencia de la renta social) realmente benefician de una manera sustancial a la gran burguesía financiera internacional.

Un paréntesis ilustrativo: recientemente Lula mandó un proyecto de ley sobre el salario mínimo en el que planteaba que se ubicara en 60 reales al mes, como unos 700 pesos, el Congreso -dominado por los partidos de derecha- votaron que el salario fuera de 80, con los votos en contra de una buena parte de la bancada del PT.

El itinerario de una buena parte de la izquierda en América Latina ha sido: Del socialismo en un solo país se pasó al nacionalismo en un solo país, para volver al capitalismo subordinado en un solo país, con la diferencia de que ahora esos gobiernos están copados por antiguos guerrilleros.

A la mayor osadía a la que se llega es a plantear un modelo económico keynesiano, según algunos, o regulacionista según otros. Sin embargo, rápidamente se abandona dicha «osadía» y se elaboran una serie de políticas económicas que buscan «limar las aristas más filosas del neoliberalismo» sin atacar los aspectos estructurales del modelo. En términos económicos, esto significa ubicar dichas políticas en la esfera de la distribución sin tocar para nada la esfera de la producción.

Los programas contra la miseria o contra el hambre se convierten en el escaparate del carácter progresista de dichos gobiernos.

Pero, en este terreno, no encontramos una gran diferencia con los gobiernos de derecha. En última instancia, si uno analiza el gasto público en México, en lo que tiene que ver con la lucha contra la pobreza, resulta que el gobierno de Salinas de Gortari fue de los que más invirtió; al mismo tiempo llevó a cabo el proceso más salvaje de privatizaciones y diseñó el acuerdo comercial con los otros dos países de América del norte.

Esto tiene un mayor significado si entendemos que, en los últimos años, el proceso de privatización ha privilegiado al sector de servicios (educación, salud, vivienda, cultura, etcétera). Lo que ha significado un retiro del Estado de una de sus funciones claves durante la época del llamado Estado de beneficio social. Al final de cuentas, lo que consigue esa política es hacer más pobres a los pobres, al afectar de una manera fundamental el salario directo y el indirecto.

El neokeynesianismo de la izquierda latinoamericana no toca ni el problema de las privatizaciones que se han llevado a cabo, ni el problema de la deuda externa, ni los acuerdos comerciales desventajosos establecidos con Estados Unidos o con Europa, ni la política fiscal que favorece al capital y perjudica al trabajo. Tampoco atiende ni entiende el problema mundial de lo que se ha dado en llamar la dislocación de los procesos productivos, la cual significa una movilidad internacional del capital y una minimización del costo del trabajo; ni la ortodoxia fijada desde el FMI sobre un déficit menor a 1 por ciento de las finanzas públicas con relación al Producto Interno Bruto (PIB).

Por lo tanto, esas políticas «contra la miseria» representan un gran fraude: distribuyen un 2 por ciento del gasto público, para no hablar en términos del PIB, entre los más pobres y protegen y alientan el proceso de concentración de capital, dándole una gran tajada al capital financiero internacional.

Atrás se encuentra el problema de lo que se ha llamado globalización que, efectivamente, como dice Claude Portier en su libro Les multinacionales et la mise en concurrence des salaries: «la integración económica mundial significa, por lo pronto, una desintegración social». Nosotros agregaríamos una desintegración del Estado nacional.

Yo no puedo afirmar que es imposible reconstruir el viejo Estado nacional bajo el paradigma keynesiano. Los problemas para lograrlo son impresionantes, pero, en dado caso, hay que verlo. Lo que sí afirmo es que para lograrlo es necesario ir en contra del modelo de acumulación existente, por eso, los más eufóricos se detienen a los primeros enfrentamientos. Y ya entrados en problemas, si de enfrentarse al gran capital se trata ¿Por qué quedarse a medio camino?

Oposición moral u oposición política

«Lo que se nos presenta como un horizonte imposible de superar por el pensamiento -el fin de las utopías críticas- no es nada más que un fatalismo economicista, que puede criticarse en los términos empleados por Ernst Bloch en El espíritu de la utopía…

«La fetichización de las fuerzas productivas y el fatalismo resultante se encuentra hoy, paradójicamente, en los profetas del neoliberalismo y en los sacerdotes del Deutschmark y la estabilidad monetaria. El neoliberalismo es una poderosa teoría económica cuya estricta fuerza simbólica, combinada con el efecto de la teoría, redobla la fuerza de las realidades económicas que supuestamente expresa. Sostiene la filosofía espontánea de los administradores de las grandes multinacionales y de los agentes de la gran finanza, en especial los agentes de Fondos de pensión. Seguida en todo el mundo por políticos nacionales e internacionales, funcionarios oficiales y especialmente por el mundillo de los periodistas tradicionales – todos más o menos igualmente ignorantes de la teología matemática subyacente- se está transformando en una creencia universal, en un nuevo evangelio ecuménico. Este evangelio, o más bien la vulgarización gradual que se ha hecho a nombre del liberalismo en todos los lugares, está confeccionado con una colección de palabras mal definidas -‘globalización’, ‘flexibilidad’, ‘desregulación’ y otras- que, a través de sus connotaciones liberales e incluso libertarias pueden ayudar a dar la apariencia de un mensaje de libertad y liberación a una ideología que se piensa a sí misma como opuesta a toda ideología». (Pierre Bourdieu: Contra el Fatalismo Económico)

Efectivamente, la oposición a este nuevo patrón de acumulación de capital no puede quedarse en el terreno de lo moral (aunque creo que tampoco puede uno ahorrarse ese espacio porque cuando se condena la oposición moral, tradicionalmente se adopta el realismo político, que tanto daño le ha hecho a la izquierda). El problema es político, ni siquiera simplemente económico. Ahí, en la política se deben incorporar los aspectos éticos de la voluntad de luchar en contra de la explotación y la opresión. El fatalismo economicista implica que solamente son posibles «pequeños cambios», sin alterar los instrumentos claves de dicha explotación y opresión.

El zapatismo, creo yo, no es un «slogan moral» como piensa Tarik Alí, ni se reduce a una visión propagandista que se queda en decir que no hay que tomar el poder para transformar al mundo. Si esa caricatura fuera real, hace mucho tiempo que no tendrían el eco que tienen sus posiciones.

La construcción de la autonomía en toda una región muy extensa del estado de Chiapas reubica el debate. La marcha del color de la tierra no logró su objetivo de que el Estado reconociera los derechos de los pueblos indígenas, pero sentó las bases para la construcción de un proceso autonómico que ha permitido que decenas de miles de personas, si no es que centenas de miles, transformaran de una manera radical y duradera las relaciones sociales en esa región de México. Eso no es simple propaganda. Representa una alteración radical de las relaciones de dominio y se ubica como un laboratorio social cuyas repercusiones se irán sintiendo paulatinamente.

Eso rompe con la visión de los mercachifles de la política que se solazaban diciendo que a diferencia de otros movimientos (por ejemplo el llamado «campo no aguanta más») la lucha zapatista no había ganado nada.

Los recientes comunicados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en los que hacen un balance del primer año de funcionamiento de las Juntas de Buen Gobierno, muestran los grandes logros y los problemas de esta política: una transformación, pequeña pero significativa, de las condiciones de vida de los habitantes de los municipios autónomos ( y según se nos dice, también de una parte significativa de los que no viven en esos municipios), una alteración de las relaciones de dominio del capital sobre una parte de la población mexicana, y un experimento inédito en el trastocamiento de la relación mando-obediencia que está implícito en toda relación de poder, al eliminar la diferencia entre los que gobiernan y los gobernados.

Uno de los versos originales del himno de los trabajadores, la Internacional, decía: «ni dioses ni cesares». Después de más de un siglo de existencia de la izquierda, no está por demás recordar esa frase. Yo por lo menos sigo convencido que los cambios profundos, que implican una alteración profunda de la correlación de fuerzas, vendrán de abajo, si no, serán nuevas tragedias en la lucha por la emancipación.