En su libro «Viajes con Heródoto» (2004) el escritor y periodista Ryszard Kapuscinski cuenta cómo, creciendo en Polonia durante la Guerra Fría, siempre se sintió intrigado por conocer lo que sucedía más allá de sus fronteras nacionales; y cómo fue que esa curiosidad, la misma que sintiera el historiador de la Grecia antigua Heródoto, lo […]
En su libro «Viajes con Heródoto» (2004) el escritor y periodista Ryszard Kapuscinski cuenta cómo, creciendo en Polonia durante la Guerra Fría, siempre se sintió intrigado por conocer lo que sucedía más allá de sus fronteras nacionales; y cómo fue que esa curiosidad, la misma que sintiera el historiador de la Grecia antigua Heródoto, lo llevó a golpear las puertas de una sala de redacción y ofrecerse a viajar a cualquier lado, reportar sobre cualquier historia lo que fuera con tal de cruzar la frontera: hacer parte de un paisaje diferente.
Para Kapuscinski, que creció bajo un régimen que les restringía a sus ciudadanos el derecho a la locomoción, las visiones de otros mundos tenían un halo de fantasía similar a ese que conservan las historias de Heródoto sobre Egipcios, Lidios o Persas. Pero ahora que la circulación por lugares que hace cincuenta (e incluso veinte) años eran prácticamente inaccesibles se ha vuelto cuestión de rutina para los individuos y sociedades más favorecidas del planeta, y que los lentes fotográficos y de video han adquirido un estado de ubicuidad cuasi-absoluta: ¿queda algo de ese halo? ¿sentirán las generaciones venideras esa curiosidad que llevó a Heródoto y a Kapuscinski a embarcarse en sus viajes?
Hubo un tiempo en que H.G. Wells, cuando todavía guardaba algo de ese optimismo profético que lo llevó a convertirse en uno de los más grandes defensores del progreso tecnológico, antes de que los recuerdos de dos guerras mundiales enlodaran sus profecías con ese amargo fatalismo, que durante sus últimos días no le permitiera ver posibilidad distinta a la extinción inminente de la especie, opinaba que sí: que en efecto, la aventura no sólo sería parte de la vida de los humanos del futuro, sino que, a diferencia de las ‘aventuras románticas del mundo del cinematógrafo’, basadas reiterativamente en las ‘reacciones pasionales al sexo y la búsqueda del oro’, ésta se basaría en la ‘exploración de los extremos de la existencia’.
Ahora, que dichos extremos pueden ser interpretados como el espacio exterior: Marte y lo que venga después; o como la evolución, creación y destrucción de mundos virtuales, no se ve mucho lugar para que Kapuscinskis y Heródotos satisfagan el más fundamental de sus impulsos: que es el de interactuar y eventualmente llegar a comprender al otro. A ese otro, que como Kapuscinski lo describiera a simple vista, representa lo opuesto de lo que uno cree que es, pero que al pasar el tiempo, y tras llegar a conocerlo a un nivel personal, nos ofrece un reconocimiento de una identidad humana que, a mi entender, es lo único que nos puede llevar a convertirnos en una civilización empática, como la llamara el psicólogo Jeremy Rifkin.[1]
El modelo de los medios modernos: la imprenta, la radio y la televisión, no permite esta interacción, pero en cambio ofrece una intermediación, algo así como una ventana hacia el mundo de ese otro. Algunos, como Kapuscinski, reconocieron que su rol de intermediario estaba necesariamente viciado. Que la ventana no era del todo transparente. Que lo que él ofrecía era una simple interpretación de los hechos. Hechos que sí presenció de primera mano, pero con la limitación de tener un sólo par de ojos y un sólo par de oídos y la carga de tener incontables prejuicios, ideales y traumas.
Pero hubo otros que vendieron su ventana como impoluta, como translucida y más aún como si no fuera ventana, como si fuera la realidad misma. Y construyeron un imperio en torno a esa mentira. Una mentira que en muchos casos se creyeron y se siguen creyendo, pero que no por eso se vuelve verdad.
Luego vinieron los medios digitales con un modelo basado precisamente en permitir esa interacción a la que no llegaron los medios modernos. Al ver esto, algunos, que serían catalogados como ciberutópicos, adoptaron ese mundo digital, que surgía como un coletazo de la Guerra Fría, y trataron de clavar en él las banderas de la revolución hippie: convertir al ciberespacio en la más poderosa de las armas democráticas.
Así como la imprenta había liberado las voces de Lutero y Thomas Paine, las redes sociales habrían de liberar las voces inconformes de millones de personas, que se unirían en una sola fuerza y lucharían contra todas las injusticias, contra todos los abusos, contra todos los excesos de poder que desde siempre han impedido la realización de ese sueño de paz y libertad que persiguieran los movimientos sociales de los sesenta.
En 1996 John Perry Barlow, escritor famoso por componer líricas para la icónica banda de la contracultura The Grateful Dead y ahora por su ciber-activismo militante, publicó la Declaración de Independencia del Ciberespacio, en cuyo párrafo introductorio advertía a los ‘gobiernos del mundo industrial’, a los que llamaba, ‘cansados gigantes de carne y acero’, que ellos no ejercían ninguna soberanía sobre el ciberespacio, ya que el ciberespacio era un lugar libre de soberanías y libre de gobiernos.
Con este ideal presente, algunos vieron el Verano Verde de Irán y la Primavera Árabe como el comienzo de una nueva era. Pero viéndolo desde aproximadamente un lustro de distancia, con el bagaje de la guerra en Siria y la interrogante que es Egipto, la fe en la llamada revolución digital se va debilitando día tras día.
Mientras tanto, nadie, ni los que espían ni los espiados, parece salvarse de los escándalos de vigilancia. Ahora que Snowden está en el centro de la tormenta, ya nadie se acuerda de Assange, así como cuando Assange comenzaba su asilo en la embajada de Ecuador ya nadie se acordaba de Bradley Manning, quien entonces estaría en algún sótano siendo víctima de las llamadas técnicas avanzadas de interrogatorio.
Y qué decir del caso colombiano que bien vendido pudiera presentarse como guión de película clase B: donde una monstruosa Andrómeda brota de las ruinas putrefactas de un laboratorio gubernamental, en cuyas ensangrentadas paredes se leen las letras D A S.
¡Y a eso le llaman inteligencia!
El Gran Hermano de Orwell se ha mudado al Mundo Feliz de Aldous Huxley, un mundo al que de ñapa le agregaron un clima errante y una población que crece y crece. Hay un término en biología al que llaman ‘behavioural sink’, que traduce algo así como sumidero conductual, que describe el colapso en el comportamiento de los individuos de un grupo sobrepoblado. El término fue acuñado por el etólogo estadounidense John B. Calhoun, quien experimentó con grupos de ratas que vivían en condiciones de sobrepoblación, en los que evidenció alteraciones como: en las hembras, muchas de ellas perdieron la capacidad de quedar embarazadas y entre las que lo lograban, muchas perdían sus crías o no podían producir suficiente leche para alimentarlas; en cuanto a los machos, las alteraciones iban desde la desviación sexual hasta el canibalismo y los comportamientos variaban, desde una hiperactividad frenética hasta la retracción por completo del grupo, llevando a individuos que sólo salían a alimentarse cuando los demás estaban dormidos.
Calhoun publicó el resultado de su investigación en 1962 y, al poco tiempo, Tom Wolfe escribió un artículo en el que comparaba las condiciones en las que vivían las ratas de Calhoun con aquellas que ofrecía la ciudad de Nueva York a sus habitantes. Al hacerlo, Wolfe se preguntaba si los humanos encontraríamos nuestro sumidero conductual; o peor aún, si ya estábamos en medio de éste y no nos habíamos dado cuenta.
Ya ha pasado más de medio siglo desde que Calhoun publicara el resultado de sus investigaciones, un tiempo que se puede catalogar como el del paso de una generación a la siguiente y, en estos años, la población mundial ha aumentado de poco más de tres mil millones a poco más de siete mil.
Es posible que, como en los agujeros negros, ya hayamos cruzamos el horizonte fronterizo y toda posibilidad de dar marcha atrás, de detener la espiral de decadencia, no sea más que una quimera. También es posible (y probable) que quienes tengan que vivir las últimas consecuencias de nuestro sumidero no sean esta generación sino alguna de las subsiguientes, por lo que no estaría de más ir dejándole cartas de arrepentimiento a los potenciales nietos.
Ante este panorama, habrá muchos que siempre guardarán la esperanza en la ciencia: en algún adelanto tecnológico que logrará alterar una ecuación cuyo resultado de momento parece ser el de un ocaso inexorable. Yo, por mi parte, guardo otra esperanza, y es que surjan nuevos Heródotos y nuevos Kapuscinskis para que por lo menos le den a esta historia un final apropiado.
www.youtube.com/watch?v=l7AWnfFRc7g
Mauricio Rivera. Periodista, escritor, realizador de vídeo y fotógrafo. Ver: elmr2.wordpress.com y mr2blog.com.
Fuente: Palabras al Margen.