Hace unos años me sorprendía el éxito de una película de animación por ordenador que planteaba el crecimiento personal como un desarrollo de la inteligencia emocional. La película se estrenó en España con el título Del revés y presentaba a varios personajes que encarnaban las emociones más básicas del ser humano. Éstos tenían que aprender […]
Hace unos años me sorprendía el éxito de una película de animación por ordenador que planteaba el crecimiento personal como un desarrollo de la inteligencia emocional. La película se estrenó en España con el título Del revés y presentaba a varios personajes que encarnaban las emociones más básicas del ser humano. Éstos tenían que aprender a convivir en el cerebro de una niña de unos once años en plena fase de transformación de sus relaciones sociales. Como siempre sucede con los productos de Pixar, los críticos de cine se deshicieron en alabanzas y los bienintencionados padres atiborraron las salas de cine junto con sus criaturas. En cualquier caso, lo más desconcertante y aplaudido de dicha historia era precisamente el papel que cumplía la tristeza, tiñendo de dulce emotividad los primeros recuerdos de esa niña que abandonaba la infancia. Madurar se convertía en un proceso de aceptación de la melancolía. El mensaje que prevalecía al final de la película era que la vida, aún en sus momentos más exaltados, guarda un poso de dolor que debe ser entendido no como algo meramente negativo, sino como una oportunidad para realizar una interiorización reflexiva e íntima. Sin ese recogimiento al que obliga la tristeza, seríamos incapaces de encontrar un sentido a nuestras existencias (recordar a quienes nos aman o marcarnos metas). La intención pedagógica de este producto de la industria cultural resultaba sumamente explícita y por ello mismo más sospechoso que en otras ocasiones. ¿Qué interés podía tener Hollywood en reconciliarnos con una emoción claramente negativa? ¿Cómo se encajaba esto con el ideal de felicidad y goce en el que se ha instalado el capitalismo consumista? ¿Nos imaginamos, por ejemplo, algún anuncio de Coca-cola que haya ahondado en esta idea? En respuesta a esta última cuestión, podemos recordar que la publicidad de Coca-cola más cercana a la melancolía fue la del spot de 2009 en el que se mostraba a un hombre de 102 años dando la bienvenida a la vida a un bebé. Pero aquí el mensaje seguía siendo claro, pues el abuelo acababa por decirle: «Lo único que no te va a gustar de la vida es que te parecerá demasiado corta. Estás aquí para ser feliz». Es decir, lo de siempre: aprovecha, vive, consume, disfruta y sé feliz. Es la orden del sistema para garantizar el gasto y acercarnos a una sociedad aparentemente hedonista.
Pero, en realidad, estas dos visiones sobre el estado del alma en nuestra sociedad, que se entendían como contradictorias (depresión vs. Goce), se ven obligadas a convivir hoy de manera cotidiana. Del revés no era una anomalía dentro del discurso hegemónico, sino un síntoma del malestar en el que se está estancando la sociedad. De hecho, a partir de su estreno en 2015, podemos identificar más de un producto de la industria cultural que sigue esta línea. Para ello no hay más que señalar el éxito entre los jóvenes de la serie Por 13 razones, en la que una adolescente suicida nos lega su memoria de acoso y sufrimiento. A esto se suma la corriente de famosos que están haciendo pública su depresión como Robert Pattinson, Selena Gomez o Kiko Rivera (por fijarnos en unos pocos).
En este sentido, hay que llamar la atención sobre varias noticias que han aparecido en los últimos meses y que deben hacernos reflexionar sobre el concepto de bienestar y salud que maneja la población más joven. En primer lugar, a finales de marzo se publicaban los resultados de una encuesta realizada a 35.000 jóvenes por el Ministerio de Sanidad [1] y entre sus conclusiones mostraba cómo una de cada siete chicas había consumido hipnosedantes en el último año. En consecuencia, los tranquilizantes y somníferos se han convertido en la droga más consumida tras el alcohol, el tabaco y el cannabis para los adolescentes entre 14 y 18 años. Se ha pasado desde el 7 % de jóvenes que había consumido alguna vez en su vida este tipo desustancias en 2004, al 18 % en la actualidad. De igual forma, en esta encuesta se detectaba un aumento en un 4,6 % en dos años con respecto al uso compulsivo de internet, estableciéndose síntomas de adicción en el 21% de los adolescentes. Claro, hace falta ser muy ingenuo para no ver relación entre los datos. Franco Berardi «Bifo» recientemente señalaba la innegable relación que se da entre suicidio e hiperconectividad en países como Corea del Sur [2]. La degradación de las relaciones sociales en el capitalismo tecnológico no tiene sólo una incidencia política, sino que se refiere directamente a la descomposición de los afectos y cuidados que nos damos unos a otros. Con el uso de internet y de las redes sociales se altera nuestra capacidad cognitiva, nuestra comprensión del mundo, pero también nuestra empatía, la forma en la que comunicamos el amor o sostenemos una relación sentimental. La certeza experiencial de esta degeneración está en todos los seres humanos que guardan algo de memoria de lo perdido o tienen la intuición suficiente para detectar las propias carencias existenciales. En resumen, en la actualidad todo ser humano sensible comprende y experimenta el dolor de sentirse solo, mientras que pocos consiguen herramientas personales y sociales para mitigarlo o sanarlo. Pero, con respecto a la depresión o la ansiedad, no estamos ante una simple negación del problema por parte del sistema capitalista, sino ante la incapacidad para analizar las causas reales de este malestar y, en consecuencia, romper con las estructuras sociales y económicas que las provocan. Estamos, pues, ante una depresión que es consecuencia de los modos de explotación, de vida social, de modelos de ocio, de comprensión de la realidad, de formas afectivas y de salud mental del capitalismo más devastador.
En cualquier caso, la dinámica de los jóvenes comienza a ser muy clara: ante cualquier pequeño revés (el nerviosismo de un examen o una ruptura sentimental) se recurre a sedantes que minimicen el dolor. Con o sin receta médica, pero con el consentimiento social y familiar. Los umbrales de tolerancia al malestar están bajando de manera paulatina, los recursos para comprender estas situaciones e insertarlas en un relato vital coherente han desaparecido. Ya sabemos como actúan las redes sociales a la hora de construir una autoimagen. El muro de Facebook o la historia de Instagram no son más que espejos deformantes en los que se exalta el goce de vivir. Parece que en esta lógica exhibicionista no tiene cabida el sufrimiento o, en todo caso, no merecen la misma atención. De este modo, los mensajes que reclaman ayuda son habitualmente ignorados a no ser que vayan acompañados de autolesiones o amenazas de suicidio [3]. La gente se aburre de escuchar las dolencias de los demás. A esto se añade, la «secularización» de la vida psíquica a través de la banalización de la psiquiatría con los manuales de autoayuda y el lenguaje emocional predominante en los medios de comunicación, que han conseguido que todo el mundo «entienda» de estos males y los gestione como si se trataran de una enfermedad común. Igual que si tienes un resfriado te tomas un paracetamol, cuando estás «depre» te dan un Tranquimazín, y todo arreglado. Evidentemente, con el paso de la edad la situación no mejora, sino que las cifras sobre la ingesta de este tipo de fármacos aumentan de manera constante. En 2015 más de un millón de personas presentaban un consumo de hipnosedantes preocupante [4], un estudio del Ministerio de Sanidad indicaba que una de cada cuatro mujeres había recurrido a ellos para aliviar el sufrimiento cotidiano (vuelvo a destacar el consumo de mujeres porque suele llegar al doble que el de hombres).
A este respecto, el 16 de enero de 2018 la OCU publicaba los resultados de una encuesta en la que indicaba que el 57% de los adultos reconocía haber tenido ansiedad y un 34% depresión. Al menos, en esta ocasión, la encuesta trataba de ir algo más allá del mero diagnóstico del dolor. De esta forma, se indicaba que los adultos preguntados establecían como causa del sufrimiento los problemas laborales (46%), de pareja (40%), salud (37%), económicos (30%) y derivados de situaciones traumáticas (22%). Además, la mitad de las personas que se reconocían como deprimidas, habían pasado por algún tipo de tratamiento químico. Todo ello llevaba a concluir a la OCU la necesidad de mejorar la atención terapéutica psicológica, para evitar la dependencia a este tipo de sustancias. Parece que en comparación con otos países, España está dentro de la media de número de depresivos, pero se recurre de manera excesiva a las soluciones puramente farmacológicas.
Pero la autoimagen que tienen de sí mismos los jóvenes de entre 15 y 29 años no resulta tampoco positiva, pues casi el 30% de ellos sostienen que ha tenido o cree tener algún tipo de problema de salud mental (un 33% de mujeres y un 23% de hombres). Se «autodiagnostican» depresión un 11,4% de ellos, el trastorno por ansiedad, pánico o fobia aparece en un 11,2 % y el trastorno del sueño en un 7,1 %. De hecho, atendiendo a los síntomas que los propios jóvenes describen, la FAD estableció este mes de mayo de 2018 que un 21,6 % de los jóvenes podrían estar sufriendo depresión (el 15,3 % moderada y el 6,3% grave).
Las chicas y chicos que nos rodean aceptan como habitual sufrir inquietud, problemas de concentración, sentimiento de fracaso, cansancio y falta de energía, problemas de sueño, tristeza constante o apatía. Por todo ello, podemos afirmar que estamos asistiendo a un cambio de paradigma a la hora de entender las características del malestar en nuestra sociedad. Desde finales de los años 50, se entendía que los jóvenes creaban una identidad propia a través del ejercicio de sus libertades individuales dentro del sistema. El capitalismo trataba de fortalecer este relato ideológico con herramientas como la educación, los medios de comunicación y el control en el uso del tiempo de ocio. Gracias a estos recursos, todas las energías e ilusiones juveniles se dirigían hacia el consumo de determinados productos, con los que se garantizaba la docilidad de la población. Si simplificamos estas dinámicas y las trasladamos a la forma en la que se manifestaba la conflictividad social hasta ahora, podemos llegar a una conclusión algo maniquea, pero clara: aquellos jóvenes, que habían interiorizado mejor la lógica del capitalismo, cuando consideraban necesario algún ejercicio de rebeldía, lo focalizaban en mecanismos de reivindicación o apropiación de objetos de consumo. Era lo que sucedía, por ejemplo, cuando los altercados urbanos se centraban en el saqueo de tiendas de ropa de marca. En oposición, la parte de la población que alcanzaba una conciencia más anticapitalista, centraba su lucha en un ensanchamiento de las libertades individuales o, mejor aún, criticaban el concepto de felicidad, libertad y ocio con el que se domesticaba al común de los mortales. Como sucedió en las movilizaciones de mayo del 68 en Francia. En cualquier caso, se entendía que el malestar social tenía como base los sentimientos de aburrimiento (si no se tenía dinero, no había nada que hacer) y rabia (por la frustración de no alcanzar una posición social que permitiera una buena vida), unos sentimientos que acababan canalizándose en protestas más o menos violentas. Por todo ello, como consecuencia de este frágil equilibrio social, entre los jóvenes era habitual encontrar expresiones que mostraran cierto antagonismo al sistema, a quien se responsabilizaba de no satisfacer las necesidades existenciales.
Hoy, en contraste con esa exaltación rebelde de la juventud, el malestar tiende a manifestarse de manera creciente en forma de tristeza. Y, lo peor es que la «solución» a este estado de ánimo es la simple aceptación de la impotencia, que se va asentando con el tiempo. Los sentimientos que se van fortaleciendo en la población son la soledad y la vulnerabilidad. El ser humano empieza a comprenderse a sí mismo como un animal frágil, descarnado, impotente y fragmentado. De ahí que, por ejemplo, se considere un logro que el periodista Jordi Évole dedique un programa a la depresión y lo titule Uno de cada cinco. Dirán que es una forma de quitar el estigma a la población que sufre esta dolencia y que es una llamada de alerta sobre las necesidades psicoterapéuticas que no están siendo atendidas. Pero lo cierto es que en el programa, Évole se regodeaba en el relato narcisista de los enfermos, quienes describían su dolencia en términos extrañamente abstractos: como miedo a la vida o angustia cósmica incapacitadora. Entre los testimonios no aparecían más que causas endógenas, explicaciones químicas y neurológicas, que exponían al enfermo como víctima de un mal incomprensible. Mientras tanto, desaparecía cualquier motivo, contexto o relato que pudiera dar sentido u origen a ese sufrimiento. El programa concluía con la necesidad de encontrar fármacos más eficaces y de tener atención psicológica ambulatoria. No se buscaba ninguna pauta en la manifestación de esta enfermedad mental, no se analizaba la mayor incidencia femenina, no se especulaba sobre prácticas de salud preventivas. Sencillamente, cuando te toca la depresión, te toca. Y nadie más que tú es capaz de comprender el sufrimiento irracional y devastador que se siente. Los expertos que aparecían en el programa tan sólo eran capaces de llegar a una conclusión (expuesta de manera un tanto morbosa): en 2030 la depresión será la primera causa de incapacidad en el mundo.
Teniendo en cuenta que la salida personal de muchos de estos enfermos es el suicidio, como única forma de aliviar el dolor de una vida experimentada como esencialmente traumática, quizás ha llegado el momento de plantearse por qué la sociedad se está instalando en este estado depresivo. A no ser que estemos dispuestos, tal y como se está experimentando con algunos pacientes, a llevar una pila que adormezca con descargas eléctricas el córtex prefrontal, para dejar de sentir esa angustia. En caso contrario, los síntomas de la depresión se convertirán en los del malestar social: estrés, intolerancia al dolor, incapacidad de disfrute, alteración del ciclo cicardiano, disfunción cognitiva, ideas mórbidas, …
El cinco de junio de 2018, Elsa Punset nos recomendaba, desde las páginas de El País y en un contenido patrocinado por el banco BBVA, que fuéramos «los entrenadores emocionales» de nuestros hijos [5]. Según ella, para conseguir que las criaturas desarrollen plenamente sus potencialidades y sean felices, es imprescindible que les permitamos «expresar todas las emociones que llevan dentro… El mejor favor que podemos hacer a nuestros hijos es ayudarles a vivir con todas las emociones». Loable tarea que entronca de manera directa con el mensaje de la película infantil a la que hacía mención al principio de este artículo. Del revés nos mostraba la lucha entre dos personajes, que encarnaban a la alegría y a la tristeza, por controlar la vida anímica de una niña. El espectador debía comprender cómo los recuerdos del pasado y del presente se volvían más ricos y complejos al teñirse de diferentes tonalidades emocionales. Al fondo quedaba la tragedia existencial y angustiante a la que se veía obligada a enfrentarse la niña protagonista: el cambio de ciudad, la llegada al nuevo colegio, el alejamiento de los padres (absorbidos por el trabajo y las preocupaciones cotidianas), la ausencia de sus amigos… Es decir, en realidad, la verdadera historia que cuenta la película es la de Ryley, quien tiene que apechugar a los once años con la soledad y el abandono. Una chiquilla que, de repente, debe poner en marcha habilidades de adaptación, de relaciones sociales, de desapego y de control emocional para no venirse abajo. No nos llevemos a engaño, como nos indicaba Guillermo Rendueles, en nuestra sociedad «(…) la buena madre es la que prepara al niño para un mundo indiferente, hostil. Y el sujeto maduro es aquel que se separa de cualquier objeto – «dependencia no, gracias»- para afirmarse en el egotismo de su deseo, sin sentirse en deuda con los demás [6]«. Por eso, la tragedia que vive Riley en Del Revés queda relegada frente a la batalla de las emociones a la que ella misma se entrega, desdibujándose los motivos concretos de malestar de la niña, que permanecen ahí sin solución. Porque, al fin y al cabo, esas son las circunstancias de la vida que le espera a cualquier niño en nuestra sociedad líquida. Como esos tantos chiquillos que llegan al cole a las 7:30 de la mañana y los recogen sus padres a las 19:30, o los que sufren el desprecio y la violencia de sus iguales, o los que pasan el día frente a las pantallas de móviles y ordenadores, o los que aspiran a ser influencer y youtubers.
Cada día hay más niños que no logran incorporar toda esa angustia a sus vidas, que acaban por sufrir tristeza y síntomas depresivos a partir del acoso escolar y la soledad que sienten. No puede extrañarnos que en 2016 murieran en España por suicidio y autolesiones 12 niños que tenían entre 10 y 14 años, mientras que en 2015 fueron 8. Lo más sorprendente del artículo donde se refieren estos datos, es que nos indica que la solución pasa, antes que nada, por estar más tiempo con los niños, escucharles, protegerles, darles confianza y amor [7]. ¿Cómo es posible que tengamos que prescribir, desde los medios de comunicación, estas pautas como condición para el equilibrio emocional y mental de nuestros hijos?
[1] https://www.huffingtonpost.es/2018/03/26/una-de-cada-siete-adolescentes-toma-tranquilizantes-o-somniferos_a_23395245/
[2] BERARDI, FRANCO «BIFO» (2016), Héroes. Asesinato masivo y suicidio. Madrid: Akal.
[3] El estudio al que hace referencia el artículo (ver referencia infra) es digno de un análisis específico. A grandes rasgos, viene a decir que los jóvenes se autolesionan mayoritariamente los domingos por la tarde y la imágenes de las heridas las publicaban inmediatamente en Instagram. Si las heridas son superficiales los «amigos» de esta red social no suelen prestar atención, pero, si éstas son graves, aún se tiene empatía suficiente para contactar directamente con el/la joven lesionado o ponerlo en conocimiento de la policía. El equipo de la universidad de Ulm que realizaba el estudio propone como solución que haya psicólogos disponibles por internet a quienes derivar estos casos de manera urgente. De tal forma que igual que, por ejemplo, hay censores de pezones en Facebook, haya buscadores de autolesionados en Instagram: https://elpais.com/elpais/2017/07/18/mamas_papas/1500366835_708490.html
[4]https://aprendemosjuntos.elpais.com/especial/ensena-a-tus-hijos-a-elegir-entre-el-amor-y-el-miedo-elsa-punset/
[6] RENDUELES OLMEDO, GUILLERMO (2017). Las falsas promesas psiquiátricas. Madrid: La linterna sorda, p. 209.
[7] https://elpais.com/elpais/2018/05/03/mamas_papas/1525336914_590377.html
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