(Agradezco a Salvador López Arnal sus comentarios a la primera versión de esta entrada, editada tras sus comentarios) El cura y los mandarines, el esperado libro de Gregorio Morán, merece una discusión profunda, de su metodología no menos que de los contenidos que selecciona, aquellos que obvia y de la manera, a menudo brutal pero […]
(Agradezco a Salvador López Arnal sus comentarios a la primera versión de esta entrada, editada tras sus comentarios)
El cura y los mandarines, el esperado libro de Gregorio Morán, merece una discusión profunda, de su metodología no menos que de los contenidos que selecciona, aquellos que obvia y de la manera, a menudo brutal pero siempre estimulante, de presentarlos. Sería una auténtica pena que solo mereciera elogios o desprecios y que quienes estudian la cultura española contemporánea ignoraran sus aportes y sus límites. Empiezo con la que sigue una serie de entradas donde comentaré tres aspectos de la obra: la tesis de la continuidad cultural entre el Régimen franquista y el que sucede a la Transición, la idea de consagración o de calidad intelectual desde la que trabaja el libro (en mi opinión de manera poco reflexiva) y el humor desde el que se encuentra escrito. Vayamos con la continuidad. El libro presenta una descripción global de la transformación de las elites intelectuales y políticas, desde los criaderos del franquismo hasta el radicalismo político para acabar desembocando, mediante mutaciones vertiginosas, en jerarcas de las instituciones culturales y políticas democracia del 78. Morán narra con rabia e ironía dicha travesía y ofrece descripciones densísimas de los vínculos entre el poder político y el cultural.
Para quienes cultivan la mitología intelectual, este será un libro indigesto (si es que maltrata a su héroe) o un regalo (si le sirve para desvelar la hipocresía de un adversario). Sin embargo, semejante actitud es completamente superficial y no hace justicia a la enjundia del libro. Porque lo importante se encuentra en la articulación entre las unidades generacionales intelectuales y políticas. Una unidad generacional constituye un grupo de individuos que, delante de un espacio de posibilidades, actúan coordinados. Esa coordinación no requiere la planificación consciente. Basta, a menudo, con la que surge de compartir la vida diaria y aprender con quién debes estar y dónde debes ir. Evidentemente, coordinarse supone unas condiciones biográficas asimilables. En el caso que nos ocupa, estas se facturan en los colegios de élite del Régimen: el famoso César Carlos, del que hablé en Filosofía y sociología en Jesús Ibáñez, ocupa un lugar importante. Jesús Aguirre, el héroe del libro, se gestó allí, junto con otros oblatos de origen humilde y procedentes, en buena medida, de Santander. La descripción de lo peculiar de esa procedencia es uno de los méritos indudables del libro, porque de esa provincia provendrán gentes como el mencionado y otros con Polanco o Jesús Ibáñez.
El César Carlos sirvió de cemento a un grupo humano que, en la distancia, siguió acompañándose a lo largo del tiempo. Pío Cabanillas dirá, ante las primeras elecciones, no sabemos quiénes hemos ganado. Inteligencia de elegido: de izquierdas, centro o derechas, funcionalistas o marxistas, todos somos del César Carlos. En cualquier caso, Morán sabe que no todos siguieron el mismo camino, ya que alguno de ellos, por ejemplo Jesús Ibáñez, hicieron una obra muy distinta a la que reseña y mantuvieron una enorme constancia personal e ideológica. Morán conoce a Ibáñez y lo sitúa bien. Su libro ganaría mucho analizando a los intelectuales que objetan a su modelo y, sin embargo, podrían parecer tendentes a reproducirlo.
Entrar en tales detalles no resulta superficial ni tampoco se trata de promover un elogio a los resistentes que no se acomodaron. Atendiendo a tales biografías complejizaríamos el mundo de los vencedores personal y, sobre todo, intelectualmente. No todo en ellos reproduce el carrerismo desvergonzado o la transformación calculada y tacticista: no todo en ellos, por supuesto, era mala docencia ni producción intelectual inane. Se puede ser malvado, incluso un criminal (o defensor de criminales), y ser un gran intelectual o, al menos, un intelectual no tan malo. De lo contrario tendríamos que explicarnos trayectorias como la de Ibáñez como resultado de la ciencia infusa intelectual y moral.
Dicho lo cual, la insistencia en la articulación generacional es justa: ser un intelectual políticamente comprometido supone acomodarse a los ritmos institucionales y teóricos de un grupo humano que sirve de referente. Cabría decir como consejo analítico: fíjate no en mis ideas sino también en las propiedades sociales e institucionales del grupo con el que las defiendo. Porque tener ideas, defender autores, realizar críticas es (también) acompañar la inserción y el triunfo social de un grupo humano, compartir sus apuestas y beneficiarse o hundirse con ellas. Y, más importante, las mismas ideas no significan lo mismo en Cadaqués o en Vallecas y promueven trayectorias muy diferentes: en el primer caso te pueden insertar en una sociedad de intelectuales y, en el segundo, darás con tu nombre en una lista negra tras una huelga (esta idea es de Bourdieu y las recojo en las páginas 162-164 de este artículo). Las ideas parecen las mismas pero, en mercados diferentes, permiten rendimientos distintos. En el fondo, si pensamos que las ideas, en serio, reclaman siempre una forma de vida, son ideas distintas que se enuncian con palabras idénticas. En palabras de Ortega lo importante no es qué se piensa, sino cómo se actúa cuando se piensa.
A ese respecto, Gregorio Morán propone lo que en mis términos podríamos llamar una teoría del habitus gracianesco. Juan Carlos Rodríguez (La literatura del pobre) presentó a un Gracián teórico de la picaresca desde arriba. Morán nos ofrece una descripción del jesuitismo que, todavía hoy, muchos consideran un peaje inevitable de la vida cultural o, lo que es más enervante, símbolo de profundidad existencial (ser honesto o intentar selo queda un poquito simple y cateto…). Jesús Aguirre, nos explica Morán, es un paradigma del que sabe ser radical en las ideas y los saraos intelectuales y servil en las instituciones. No solo Aguirre: Morán insiste una y otra vez en el silencio prudente de los profesores capaces, a la vez, de berrear por la dictadura del proletariado y manejarse juiciosamente ante los jerarcas del orden establecido y de los que depende su carrera. La alucinante escena de Aranguren, en su etapa libertaria, abrazándose al futuro Juan Carlos I y jaleando a su príncipe, cual Walt Whitman beodo, puede también leerse de ese modo. Un mandarín es un individuo capaz de congeniar en su actividad principios contrapuestos, antagónicos, que al común de los mortales les hace sentirse impostores y reconcomerse moralmente. La iglesia, nos dice Morán, ganó la guerra y pudo, tras los 60, incubar en su seno al Régimen y a la oposición. Un mundo masivamente regido por personas incubadas en los seminarios, con todo la eficacia que proporciona manejar las emociones de los demás, permitirá hacerse el discreto con indudable provecho: el Foucault analista del poder pastoral viene aquí que ni pintado. La acertadísima referencia de Morán a La gallina ciega de Max Aub muestra cómo chocaba ese mundo gracianesco con la moral contundente de un socialista laico, criado con José Gaos y fiel a un exilio sin retorno ni componendas. Esa tendencia gracianesca puede ser efecto de lo que Luc Boltanski llamó «principio multiposicional»: cuanto más ascendemos socialmente más espacios sociales se dominan y más tiende uno, si quiere triunfar en todos ellos, a incorporar principios distintos de juicio y conducta. Evidentemente, la multipertenencia puede tener otros efectos y permitir, por ejemplo, el «marranismo» intelectual. Javier Conde, el teórico del caudillaje, decía a Ibáñez que era un rojo disfrazado y ante declaraciones como estas la soberbia moral (que juzga a los demás desde la presunta integridad de uno…) me parece mala consejera. A mí no me parece irrelevante que Laín (vía su hermano José Laín, comunista, y su suegro asesinado), Javier Conde (antiguo socialista y ayudante de Pedroso en Sevilla) y Gómez Arboleya (otro, como Conde, especializado en Hermann Heller, el teórico socialdemócrata de Weimar) tuvieran un vínculo con los perdedores antes de pasarse por miedo o convicción (¿quién es capaz de juzgar sobre eso?) a ser la vanguardia del falangismo intelectual. Tampoco que escogieran como guía a Zubiri, un hombre políticamente ajeno, en la mayor parte de su vida, al Régimen. La complejidad de un habitus permite, por tanto, y a veces a la par, convertirse en un émulo del peor Gracián y en un resistente. Podemos desear a gente más de una pieza, pero entonces nos quedaremos despoblados de resistentes o nos reduciremos a Martín Santos o a Sacristán -que, por lo demás, pudieron serlo desde la protección, relativa pero real, que les proporcionó nacer de entre los vencedores y andar una parte de su trayectoria entre ellos (aunque Sacristán abandonó el barco muy pronto y con mucha contundencia, de ahí su desgracia institucional). A Morán esta idea le parecerá ridícula porque, fundamentalmente, considera a alguno de los nombrados (notablemente a Laín) mequetrefes intelectuales -lo que, obviamente, yo no pienso. Pero eso es otra cuestión: el libro parte de perpetuos ranking intelectuales derramados en una cosecha envidiable de adjetivos, muy quevedesca, muy faltona (o elogiosa: con Martín-Santos y Sacristán) que para ser creída, necesita elaborarse algo mejor. ¿Eran peores que lo que existía ante, en la República? ¿Pero no eran ellos también hijos de la cultura floreciente en la misma? ¿Los cambios políticos son cronológicamente contemporáneos de los cambios intelectuales? Era una tesis del Maestro en el erial que persiste y que no comparto. En La norma de la filosofía defiendo otra.
Otra cosa es que Jesús Aguirre, Javier Pradera, Castellet, Barral o, incluso, el último Aranguren (un filósofo que escribió grandes libros en su etapa menos simpática políticamente) sean un tipo muy particular de intelectual. Intelectuales sin obra, o con obra discutible, por magra y exageradamente de circunstancias, que regentan poder intelectual por otras razones. Ese tipo de intelectuales existen en todas partes, no solo aquí, como también entre nosotros existen quienes han intentado construir una obra de otro tipo, con otras normas del éxito intelectual. Porque si nos concentráramos en esos intelectuales deberíamos llamarlos no mandarines (qué es un mandarín es algo bastante regular explicado en el libro) sino intelectuales a crédito, como existen millonarios a crédito y cuando el banco les exige el préstamos, o el público les retira la creencia, se vienen abajo estrepitosamente. Es verdad que en España existen muchos genios porque lo dicen algunos iniciados, pero por poco más. Pero habría que señalar bien que tal es el perfil que se va a tratar. Seguiré con ello en la próxima entrada, cuando pasen las fiestas.