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Sobre el derecho a la rebelión y a la insurgencia

Fuentes: Rebelión

El compañero y amigo Dax Toscano Segovia, profesor en la Universidad Central de Ecuador, en Quito, me hizo estas preguntas aprovechando mi asistencia a la II Conferencia Internacional de la Coordinadora Continental Bolivariana. Como se aprecia, son preguntas esenciales que exigen respuestas serias. He decidido irlas publicando una a una o en bloques según su […]

El compañero y amigo Dax Toscano Segovia, profesor en la Universidad Central de Ecuador, en Quito, me hizo estas preguntas aprovechando mi asistencia a la II Conferencia Internacional de la Coordinadora Continental Bolivariana. Como se aprecia, son preguntas esenciales que exigen respuestas serias. He decidido irlas publicando una a una o en bloques según su extensión, en la medida en que las vaya respondiendo, para facilitar la lectura. Adelanto que por urgencias de tiempo y de espacio, he reducido los ejemplos al área cultural europea y, más adelante como se verá, me he extendido a experiencias en las Américas, dejando sin citar a otros continentes.

Las preguntas son estas:

  1. Los medios de incomunicación y los cretinos que se encuentran tras los micrófonos -a decir de Alfonso Sastre-, revestidos de una pretendida superioridad moral, permanentemente condenan las acciones violentas de las organizaciones revolucionarias de Colombia y Euskal Herria. En otras circunstancias, para aparentar cierto equilibrio informativo, señalan que la violencia, provenga de donde provenga, ya sea de la extrema derecha o de la extrema izquierda, debe ser combatida. Desde un punto de vista filosófico, cultural, económico y político ¿cómo debería explicarse el tema de la violencia?

  2. La palabras: terrorismo y terroristas son utilizadas permanentemente por los medios de incomunicación para descalificar la lucha de las organizaciones revolucionarias. ¿Cuál es el origen de éste término? ; ¿cuál es su significado real? y ¿no será necesario desenmascarar la utilización maniquea de este término, como lo explica Celia Hart en un artículo titulado «Posada Carriles y el Hada Azul» en el que confiesa que detesta que usen la palabra «terrorista» para designar a un vulgar, corriente y estúpido asesino por contrato, invitándonos, a su vez, a que andemos con cuidado con los términos?

  3. Ha transcurrido una semana desde que Kosovo proclamara su independencia. Las reacciones han sido diversas desde diferentes sectores políticos. Los EE.UU. han expresado su apoyo, mientras que el presidente Chávez ha señalado el rechazo rotundo de su gobierno al igual que el español a esta decisión. ¿Cómo entender este acontecimiento histórico? ¿Puede relacionarse este hecho con la lucha que lleva adelante el pueblo vasco por alcanzar su independencia del Estado español? o ¿tiene que ver más con las acciones que la burguesía y el imperialismo llevan adelante en el mundo, principalmente en América Latina, con el propósito de desmembrar territorios y apoderarse de los recursos naturales que existen en determinadas regiones como Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, o el Estado de Zulia en Venezuela?

  4. ¿Cuál es la visión que usted tiene sobre la situación política que vive actualmente América Latina? ¿Se puede pensar que la izquierda revolucionaria esta derrotando al reformismo? ¿No será acaso que las fuerzas progresistas han enfocado su lucha únicamente para alcanzar escaños en los parlamentos o para llegar a los gobiernos por la vía electoral burguesa, pero sin afectar en nada al sistema capitalista?

  5. Iñaki ¿es válido seguir planteando como alternativa al sistema capitalista una utopía revolucionaria? ¿Podemos seguir hablando de utopía en mundo donde éstas se han trastocado en distopías?

  6. Rosa Luxemburgo expresó que la alternativa para la humanidad era la construcción de una sociedad socialista o simplemente la barbarie. ¿Tiene vigencia este pensamiento?

El tema de la violencia desde un punto de vista filosófico, político, histórico tiene una explicación muy simple y es que a nadie le gusta que le pisen ni una sola vez. Por lo general, por ejemplo a ti, cuando te pisan dos veces adviertes al que te ha pisado tras intentar averiguar si la primera vez fue fortuita, casual e involuntaria o por el contrario, premeditada y consciente; pero muy difícilmente permanecerás pasiva tras la segunda pisada, sobre todo si ha sido alevosa, y estoy seguro que reaccionarás de alguna manera cuando te hayan pisado por tercera vez. Aquí tendríamos que extendernos en el problema de las relaciones entre la agresividad humana como comportamiento con base natural pero sociohistóricamente condicionado, y la reacción violenta posterior al proceso que va de la advertencia defensiva a la amenaza preventiva, proceso ascendente que da el paso cualitativo a la violencia defensiva, al no surtir efecto alguno todo el conjunto de advertencias anteriores, que no han logrado detener la violencia externa que se sufre, la serie de pisotones, por seguir con el ejemplo.

Dolorido por los pisotones que sufres, tú reaccionas de forma más o menos agresiva y hasta violenta al cerciorarte, como hemos visto, que esas agresiones no son fortuitas sino voluntarias, premeditadas. En la medida en que esos ataques continúan, aumentan las posibilidades de que, tarde o temprano, estalles y te defiendas, aplicando determinados grados de violencia defensiva, o de resistencia no violenta, o de pacifismo activo, etc., resistencias que realizarás según la gravedad de los pisotones y de la ferocidad de quien o quienes te los hacen, de la correlación de fuerzas que exista de modo que, tal vez, ante una fuerza externa apabullante te interese más reaccionar de una forma o de otra, de las posibilidades de obtener amparo y ayuda oficial en ese momento, etc. He dicho que puedes responder con diversas tácticas defensivas porque, en la realidad, lo que suele ocurrir es que cuando ascendemos de los casos individuales y fugaces, a las situaciones estructurales de explotación colectiva, se produce un salto de las simples respuestas momentáneas a una forma de resistencia en la que las masas oprimidas buscan desarrollar la interrelación ágil de todas las formas de resistencia y de lucha, escogiendo alguna en concreto o varias de ellas, o todas incluso, según los casos, las relaciones de fuerza, los objetivos, etc. Incluso a nivel individual, todas y todos nosotros tendemos en nuestra vida cotidiana a buscar esta interacción de comportamientos defensivos, escogiendo los más efectivos según las situaciones. Podría poner cualquier otro ejemplo, y el problema seguiría siendo exactamente el mismo porque la resistencia a la violencia externa, explotadora e injusta es una especie de «ley de vida», de «instinto de supervivencia», o como quieras denominarlo.

Fíjate que entrecomillo estas expresiones, y lo hago para huir de todo biologicismo y de toda interpretación reaccionaria y reduccionista de la etología animal aplicada mecánica y erróneamente a la especie humana. Más aún, reconozco que he empezado la respuesta basándome en la reacción individual a una pequeña violencia externa, pero ahora doy el siguiente paso y afirmo que debemos analizar esta cuestión desde el punto de vista colectivo e histórico, desde el punto de vista de las grandes violencias estructurales que actúan en el interior de las sociedades en defensa de las minorías poseedoras de los medios de producción, o que quieren apoderarse de dichos medios expropiándoselos al pueblo que los posee de forma colectiva, comunal, no privada. He empezado con el ejemplo individual por simple pedagogía, como mera introducción, ya que en nuestra especie, el «instinto de supervivencia» es una ley social colectiva, por tanto tendencial es decir, que depende del desenvolvimiento del conjunto de las contradicciones sociales para expresarme material y espiritualmente.

Entramos así de lleno en la dialéctica entre lo colectivo y lo individual en la acción humana como expresión, ésta dialéctica, de una realidad superior que engloba y determina a la anterior, y que no es otra que la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, o si se quiere, la dialéctica entre lo colectivo y lo objetivo, por un lado, y lo individual y lo subjetivo por otro lado. Semejante interacción permanente es la que nos explica, por ejemplo, que debamos recurrir además de a otras razones, también a las de índole psicológico y psiquiátrico para comprender por qué permanece pasivo o pasiva alguien a quien le pisan reiteradamente, por qué un colectivo humano, muchas mujeres en sus casas, una asamblea obrera, una nación oprimida y explotada, permanece pasiva, sin sublevarse, en medio de la violencia explotadora. Desde una lectura marxista del psicoanálisis, la pregunta que debemos hacernos no es sobre por qué estalla la violencia de las masas en un mundo injusto, sino por qué esas masas aceptan pasivamente esa injusticia que padecen y por qué incluso sectores de ellas colaboran con la injusticia, con la opresión, volviéndose contra sus propios familiares, amigos y amigas, ayudando al poder explotador a fortalecer su dominación. La pregunta debe ser: por qué el esclavo es feliz en su esclavitud.

Una respuesta obviamente errónea es la que sostiene que toda violencia es mala, venga de donde venga, porque dios a hecho al ser humano esencialmente «pacífico», siendo el diablo el responsable de sus actos violentos, que son por ello mismo pecado. Dios no ha hecho al ser humano sino a la inversa, pero el error decisivo de esta respuesta es que, por un lado, es directamente antihistórica en su formación general, es decir, no sólo no cuadra con la experiencia histórica, sino que además, por otro lado, en la historia concreta, el pacifismo práctico, el real, no el ideal, sólo ha beneficiado a la violencia opresiva, explotadora e injusta. Quienes sostienen esta tesis falsa dicen, además, que Jesucristo dijo que si te pegan en la mejilla una vez, ofrécela otra vez al que te ha pegado, pero no dicen qué dijo ese tal Jesucristo sobre qué había que hacer si te pegaban por tercera vez. Dejando de lado que yo soy uno de tantos que ponemos en duda la existencia histórica de «Jesucristo» como individuo concreto que existió realmente, que no como mito socialmente construido en base a los intereses del poder imperial romano a partir de un montón de tradiciones orales tardíamente escritas, muy dispares y hasta irreconciliables entre sí, dejando esto de lado, cito este caso para desautorizar a los pacifistas extremos y absolutos que van buscando desesperadamente dogmas que justifiquen de algún modo el absoluto fracaso histórico del pacifismo a ultranza. O para decirlo más directamente, que justifique el por qué el pacifismo a ultranza ayuda a reforzar la explotación de la mayoría por la minoría, aun sin pretenderlo.

De hecho, otros «Jesucristos» creados por diferentes corrientes político-religiosas defienden la resistencia violenta, son independentistas revolucionarios, o por el contrario y según otras tesis, existió un Jesucristo colaboracionista con el invasor romano; también los hay que argumentan que Jesucristo fue un místico muy cercanos a rituales mistéricos y esotéricos, por no olvidarnos de los «Jesucristos» alienígenas y extraterrestres. En realidad, estos y otros «Jesucristos» han sido creados históricamente dentro de las diferentes corrientes político-religiosas para intentar zanjar metafísica e idealistamente el problema de la violencia, sin llegar a resolver su contradicción interna. Otro tanto podemos decir de Alá y del Islam en lo que concierne a la violencia, así como a las diversas interpretaciones sobre el derecho a la violencia defensiva en la Grecia clásica y en la Biblia. ¿Qué contradicción interna? La contradicción irreconciliable que existe entre la explotación y su ética, y la lucha contra la explotación y su ética correspondiente. Esta contradicción aparece nítidamente a lo largo de los debates sobre si las personas, clases y pueblos explotados tenían o no derecho a la rebelión, derecho a sublevarse contra el poder que los explotaba y explota, es decir, derecho a la violencia defensiva. Obsérvese que hablo de «derecho a la rebelión» que no del manido «derecho a la resistencia». El primero es mucho más concreto y preciso que el segundo, pero sin el cual no podría existir. El segundo, el derecho a la resistencia, está siempre constreñido por las restricciones que le quieren imponer los sectores reformistas que saben que es históricamente imposible negar su realidad, su práctica por las masas; que saben que por mucho que se condene la violencia «venga de donde venga», al final, siempre resurge el derecho a la rebelión llevado a la práctica, en la acción.

En el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel defendía su derecho a la rebelión contra los invasores en base a la voluntad de Yahvé, el «dios de las batallas», pero existían quienes defendían la mansedumbre y la pasividad bajo la dominación extranjera porque ésta no era sino un castigo de Yahvé pues el pueblo había incumplido sus mandatos. Muy probablemente, la Biblia reflejaba a su modo la experiencia anterior del pueblo egipcio cuando, sin permiso de los ocupantes hicsos, ejercitó su derecho a la violencia para expulsar a los invasores hicsos a lo largo de un conflicto –¿guerra de «liberación nacional»?– que a grandes rasgos duró del -1674 al -1565. Muy probablemente también, la Biblia reflejase a su modo, de forma idealista y muy manipulada y tergiversada por las reescrituras posteriores, la cantidad de experiencias históricas anteriores a la primera escritura datada de la Biblia, del -900 al -700 aproximadamente, hechos basados en la inacabable lista de sublevaciones y rebeliones contra el poder establecido en toda el área del Oriente Medio. El mito del «ángel caído» al rebelarse contra dios, que aparece casi al comienzo de la Biblia no sería, según muchas interpretaciones, sino el reflejo de una larga experiencia anteriores de luchas dentro y fuera de Palestina. El «ángel caído» aplicó su derecho a la resistencia y fue apoyado, según muchas tesis, por la «sublevación de los arcángeles» contra la tiranía de dios. No hace falta decir que dios, ángeles y arcángeles son sólo los nombres dados a las castas y clases dominantes que, con sus correspondientes apoyos en el pueblo y en los Estados circundantes, se enfrentaron violentamente durante generaciones por el control del poder, aplicando cada una de ellas sus correspondientes derechos a la violencia.

Alrededor del -509 los romanos tampoco pidieron permiso a los etruscos para proclamarse independientes e instaurar en Roma una república patricia, sino que simplemente ejercitaron su derecho a la sublevación e insurgencia. Poco después, en -442, Sófocles elevó a inmortal tragedia el mito popular griego de Antígona, refleja el derecho a la rebelión práctica del pueblo en defensa de sus viejas costumbres frente a las nuevas imposiciones del Estado representado por Creonte. Pero casi un siglo más tarde, entre -370 y -347, interpretando las ideas de Sócrates, Platón defendió en Critón la obligatoriedad del cumplimiento incondicional de las leyes existentes, anulando el derecho a la rebelión y a la resistencia defendido por Antígona. Ahora bien, los esclavos que se sublevaban contra los amos romanos bien de forma individual o bien colectivamente, no se inquietaron por debatir con sus amos si tenían derecho o no al recurso de la violencia, sino que la practicaron de múltiples formas, y especialmente en las tres grandes sublevaciones esclavas sostenidas entre -138 y -73.

Pocos años después, las diversas corrientes político-religiosas que crearían el cristianismo, se contradecían frontalmente entre ellas al sostener unas que el verdadero mensaje de Jesucristo estaba resumido en su afirmación de que no venía a este mundo a traer la paz sino la espada, mientras que otros afirmaban que el verdadero era el pacifista, el que afirmaba que quien a hierro mata a hierro muere, el que decía que había que dar al César lo que es del César y a dios lo que es de dios, o dicho en términos actuales, que había que ceder ante el invasor romano y ante la casta sacerdotal judía dominante, ambas aliadas estrechamente, y el que también hacía loas al manso y humilde de corazón… Que muchas de estas afirmaciones sean falsas, apócrifas e intercaladas posteriormente, esto no quita nada al hecho cierto de que tantas contradicciones sólo reflejan la objetividad de la práctica de la violencia por las masas explotadas y la obsesión enfermiza de las clases ricas por imponer el pacifismo servil y manso a cualquier precio. En cierta forma, los sectores más reaccionarios ganaron la batalla en la construcción del cristianismo porque los adeptos a esta nueva fuerza político-religiosa se caracterizaron por su total pasividad durante la heroica resistencia del pueblo «judío», según la definición actual, a la criminal invasión romana del +70 dirigida por Tito. Mientras el pueblo luchaba a muerte contra la alianza entre el invasor y la clase rica judía, el cristianismo permaneció indiferente.

El derecho a la rebelión no pudo desaparecer a pesar de todos los ataques en contra por la simple razón de que dentro mismo del cristianismo existió una corriente que lo justificaba siempre y cuando el poder terrenal se enfrentaba a la palabra de dios, y la negaba y contradecía con sus decisiones. En la Edad Media, la inmensa mayoría de las resistencias pasivas o activas, de las sublevaciones campesinas y urbanas y de los movimientos heréticos, legitimaban sus razones en el derecho a sublevarse contra la Iglesia corrupta, contra el príncipe satánico, contra el papa anticristo, etc. Pero, además de estas razones que siempre han pervivido dentro del cristianismo pese a las persecuciones atroces de que han sido objeto, el derecho a la sublevación estaba también teorizado por la tradición democrática de las asambleas germanas en la elección y revocación del príncipe y/o del rey por el resto de las castas guerreras al principio y luego de las familias nobles desde la Alta Edad Media, costumbre que fue celosamente protegida por estas clases dominantes para derrocar a los malos reyes en la medida de sus fuerzas. Por su parte, las monarquías en ascenso, en centralización y en extensión y profundización estatal aumentaron y endurecieron sus ataques contra este derecho antiguo de las primeras castas y familias dominantes.

Podemos hacernos una idea sobre cómo las clases explotadas en el medioevo fueron desarrollando una «teoría» sobre su derecho a la insurgencia y a la rebelión, analizando el comportamiento de la Iglesia y de los feudales durante las llamadas «cruzadas». Estos poderes se adjudicaron el derecho a la violencia ofensiva y atacante cuando el avance del Islam demostró que no sólo era una amenaza político-religiosa para el feudalismo, sino sobre todo una mortal amenaza socioeconómica ya que la razón decisiva de las victorias del Islam no era tanto su fuerza militar, sino su inicial contenido de progreso humano, de mucha menor injusticia y explotación social, de mayor respeto a los pueblos y a sus culturas, etc., ventajas todas estas que convencían a muchas clases campesinas brutalmente explotadas por el feudalismo cristiano y a muchos pueblos oprimidos por los Estados católicos y dominados por Roma, para que aceptaran el Islam. Las llamadas «cruzadas» se basaron en el derecho a la violencia atacante e injusta que se otorgaba Roma a así misma, y que delegaba en los ejércitos cruzados. Por ejemplo, los sermones histriónicos e histéricos de san Bernardo de Claraval durante la preparación de la segunda cruzada en 1145-47, ensalzaban la violencia cristiana contra los infieles por ser estos contrarios a dios.

Ahora bien, la pregunta que con el tiempo empezaron a hacerse las gentes explotadas era: si es justa y necesaria la violencia cristiana contra el que niega a dios, ¿no lo es cuando la Iglesia y los nobles también reniegan de dios, se sus mandamientos de caridad, virtud, templanza, amor, compasión, reparto de riquezas, etc., y se dedican a hacer todo lo contrario de lo que dicen? ¿Por qué la violencia cristiana es justa contra el infiel pero no es justa contra el explotador? La respuesta es tan directa e inmediata que ni Roma ni las clases feudales pudieron detener la multiplicación de protestas de todas clases. Fue en este contexto cuando se demostró de nuevo la utilización sistemática del pacifismo por parte del poder opresor, en este caso por Roma y el feudalismo, ambos en crisis. Un ejemplo paradigmático es el de la orden franciscana fundada por Francisco de Asís, canonizado en 1228, justo dos años después de su muerte. Esta orden pasó por muy fuertes tensiones internas entre corrientes muy diferentes en la radicalidad del pacifismo y de corrientes filosóficas. Fue la intervención autoritaria de Roma, sus presiones sobre Francisco de Asís para que rompiera con las fracciones más coherentes y radicales, para que amoldara la orden a una vida menos austera y estricta, que no contradijera totalmente a la creciente opulencia y riqueza vaticana, la que reorientó a la orden hacia una vida cristiana compatible con el aumento de la corrupción eclesial. Roma había conseguido que la orden franciscana apareciera ante las masas hambrientas y desesperadas como una vía de consolación resignada no perseguida por la Iglesia, sino admitida y legal, haciendo de ella un efectivo bastión contra la radicalidad violenta que se extendía cada vez más. Al final Francisco de Asís murió con un estado de ánimo tan bajo y desesperado que adelantó la sensación de fracaso vital que hundió a Gandhi poco antes de su muerte.

La historia entera de la Edad Media está surcada por esta lucha entre, por un lado, el pacifismo oficial católico y el derecho a la insurgencia en general; y por otro lado y concretamente, los diferentes derechos a la resistencia que se libraba a su vez en cuatro frentes: la de las masas explotadas contra el feudalismo recurriendo al justicialismo y milenarismo cristiano; la de los pueblos contra la centralización creciente de los Estados mercantiles; la de las antiguas clases feudales contra esta misma centralización, y la de las ciudades y sus burguesías comerciantes contra diversos poderes papales, imperiales y feudales. El derecho a la resistencia, a la insurgencia y al ejercicio de la violencia bullía en el interior de estas durísimas confrontaciones bélicas. Eran derechos sentidos y practicados como colectivos en el caso del campesinado y de los pueblos, como estamentales y sectoriales en el caso de las clases feudales en retroceso histórico, y como individuales y regidos por la incipiente ideología del contrato social por parte de la ascendente clase burguesa. Pero estas diferentes formas de interpretar y ejercitar el derecho a la violencia defensiva indica que cada bloque social lo entendía y practicaba como lo que era para dicho bloque: un derecho inalienable y a la vez una necesidad para sobrevivir como tal bloque, como campesinado, como clase y/o pueblo explotado, como nobleza en declive y como burguesía en ascenso.

Que existieran, como mínimo, cuatro bloques de definición e interpretación del derecho a la defensa violenta, esta diversidad tiene su origen en el hecho de que cada grupo social, cada clase, pueblo, etc., interpretaba su realidad desde y para sus necesidades, siempre bajo las presiones en contra del grupo social dominante, de la clase, sexo, nación y Estado dominante. Los miembros de estas clases poderosas, reaccionaron bien pronto. Dante Alighieri fue uno de los intelectuales de esta época, en el siglo XIV, que planteó propuestas pacifistas para avanzar hacia un imperio mundial que acabara con toda las violencias, abriendo un sendero por el que avanzarían otras propuestas que, como veremos, fueron luego reformuladas por diversos pacifismos modernos que encontraron en Kant uno de sus referentes básicos, como veremos. Mientras tanto, según aumentaba el desarrollo mercantil, estos problemas se agudizaron, lo que explica la creciente preocupación de las clases dominantes para mantener seguro su poder. La obra entera de Maquiavelo es una muestra de la complejidad de estas contradicciones en choque permanente. Recordemos que en 1513, Maquiavelo había publicado El Príncipe, obra en la que palpita la contradicción entre el derecho a la violencia del poder y la tendencia a la sublevación del pueblo si es tratado de forma abusiva. Por ejemplo, en 1521 Lutero defendía el derecho de la alianza entre nobles y burgueses para sublevarse contra Roma, pero negaba totalmente el derecho de los campesinos, artesanos y trabajadores a sublevarse contra la explotación que sufrían a manos de los protestantes ricos, explotados que practicaron su derecho a la resistencia armada en la Guerra del Campesinado, aplastada con una ferocidad inhumana.

Fue al final de este período cuando J. Bodín (1529-96) intentó limitar el derecho de rebelión a simple derecho de resistencia cuando el Estado actuaba claramente en contra de los preceptos de la Iglesia, pero sin aceptar la ejecución del monarca, derecho, necesidad y deber que sólo se podía realizar si el rey era un usurpador. En 1651, Hobbes escribe en su Leviatán que la autodefensa es la mayor necesidad del ser humano, pero que debido a la carencia de condiciones de vida, los hombres han de pactar un «contrato social» materializado en un Estado con poderes absolutos que garantice la libertad imprescindible para cada persona. Sin ese «contrato social» entre personas libres, éstas terminarán matándose unas a otras. El Estado, el Leviatán todopoderoso, garantizará que eso no ocurra dejando que cada ser humano disfrute de su parcela de libertad. Ahora bien, Hobbes afirma que los súbditos tienen derecho a la sublevación contra el Estado si este abusa de su poder acabando con todo resquicio de libertad. En 1690 Locke sigue defendiendo el derecho a la resistencia siempre que el poder establecido se comporte contra la ley natural, contra los derechos de la persona establecidos por la «ley natural» interpretada por el poder legislativo. Incluso un racista conservador de la talla de David Hume (1711-1776), defensor de que el pueblo cediera parte de sus derechos a un Estado fuerte que garantizase la paz social, incluso Hume aceptaba a regañadientes el derecho a la resistencia contra la opresión cuando ésta era ya insoportable.

Lo que caracteriza a todos estos autores es que vivieron y pensaron dentro de la primera oleada de luchas revolucionarias burguesas, la que va desde el estallido de las luchas sociales urbanas en la Florencia y norte de Italia de los siglos XII-XV, hasta justo el comienzo de la segunda oleada de luchas revolucionarias burguesas, la iniciada por la feroz e implacable guerra de liberación de los EEUU contra la ocupación británica, que a su vez era una lucha de clases interna y una compleja interacción de luchas etno-nacionales, nacionales e internacionales, de modo que esta revolución burguesa debe insertarse en el contexto de una auténtica «guerra mundial». Los momentos cúlmen de esta primera oleada no son otros que las guerras revolucionarias de liberación nacional, y a la vez de lucha de clases interna, en los Países Bajos y en Inglaterra contra la opresión de imperio español apoyado por Alemania y el Vaticano, en los siglos XVI-XVII. Las aportaciones y las limitaciones de estos autores, y de otros no citados, deben enmarcarse en este contexto sociohistórico insalvable para ellos. En cuanto burgueses que eran, excluían del concepto de «ciudadano» a todas las clases no burguesas, explotadas y oprimidas, excepto a la nobleza, y restringían el derecho de voto y de libertad política, social, cultural, etc., en función de la propiedad privada: sin una cantidad precisa de dinero no se podía votar. De igual modo, excluían a las mujeres, extranjeros y «salvajes» de estos y de otros derechos. Por tanto, el derecho a la resistencia quedaba negado para la inmensa mayor parte de la población, que debía acatar sumisamente la ley burguesa en cualquiera de sus formas por brutales que fueran.

Un endurecimiento de esta exclusión práctica y prohibición legal del ejercicio de los derechos burgueses a las masas explotadas, se produjo precisamente a raíz de la entrada en escena de la oleada de revoluciones burguesas. Antes de seguir es necesario precisar que aunque ahora hablados de dos oleadas revolucionarias, ambas están integradas en la primera fase histórica de revoluciones burguesas, la fase histórica que culmina a mediados del siglo XIX, y que data, como hemos dicho, de las primeras luchas urbanas en Florencia. Lo que ocurre es que en esta primera fase histórica se producen dos oleadas internas: la primera hasta mediados del siglo XVIII y la segunda desde entonces hasta la mitad del siglo XIX. A partir de aquí, la burguesía mundial renuncia a dirigir y encabezar revoluciones y no por miedo al feudalismo, sino por miedo a las clases trabajadoras. Pues bien, hecha esta aclaración necesaria, hay que seguir diciendo que fue precisamente a raíz de cuatro revoluciones de una dureza espeluznante que la intelectualidad burguesa, y con ella las direcciones políticas de esta clase social, iniciaron un giro aún más reaccionario en contra del derecho a la resistencia. Las cuatro guerras revolucionarias fueron, en orden cronológico: la norteamericana de entre 1775-83; la guerra revolucionaria de liberación nacional y de clase dirigida por Túpac Amaru desde noviembre de 1780; la revolución francesa desde 1789, y la independencia revolucionaria de Haití entre 1791 y 1804. Desde luego que hubo muchas más prácticas del derecho de los pueblos a la violencia emancipadora, pero éstas fueron las que más impactaron en la intelectualidad burguesa.

Kant teorizó las razones básicas del endurecimiento autoritario y represivo burgués en esta cuestión crucial, giro reaccionario que no puede separarse del resto de sus ideas, tema que no desarrollamos ahora. Pero, por efecto de la dialéctica objetiva de las contradicciones, en Kant no pudo dar una respuesta convincente al por qué de su rechazo del derecho de resistencia, como se comprueba leyendo La paz perpetua escrita en 1795, sobre todo su Apéndice I. La contradicción irresoluble en Kant y en toda la ideología burguesa, radica en que, por un lado, se insiste en la paz perpetua y en los derechos «objetivos», «naturales» e «inalienables», pero, por otro lado, se hace una loa al mercado, al comercio, al dinero, a la expansión económica, negando la explotación inherente al capitalismo, como el mismo Kant expresa en La paz perpetua. Incapaz de salir de ese agujero sin fondo, Kant no tenía otra opción que saltar por encima de la realidad sociohistórica, buscando agarrarse al vacío de la ética pura, abstracta e inexistente. Así, reconoce una y otra vez que los pueblos que son oprimidos, avasallados e invadidos responden con la violencia defensiva e insiste en el papel jugado por la guerra en la evolución humana, pero inmediatamente después, olvida esta permanente lección y echa a volar por la utopía de los pacíficos y civilizadores beneficios que genera la expansión comercial europea. Más aún, en determinadas frases parece que Kant fuera consciente de su contradicción ya que, tras sostener incluso que hay que reprimir a los rebeldes que se sublevan ilegalmente contra la injusticia, y tras sostener que hay que aplazar las reformas necesarias hasta llegar a mejores tiempos, sin embargo, en la mitad de esa argumentación reaccionaria desliza una ambigua matización de que eso se ha de realizar «en algunos casos», sin precisarlos. La pregunta inmediata es ¿y en el resto de casos, vale el derecho a la resistencia que en otros no vale? ¿Quién decide cuándo sí y cuándo no se puede practicar ese derecho? Antes estas interrogantes cruciales, Kant no responde, se escapa escondiéndose en los tópicos reaccionarios de la filosofía política burguesa.

No es casualidad, en modo alguno, el que desde entonces los movimientos reformistas que se han ido desligando de la izquierda y de la lucha revolucionaria para caer de un modo u otro en la defensa del capitalismo, todos ellos se hayan caracterizado por tres identidades sustantivas: aceptar la filosofía kantiana o neokantiana, rechazar la teoría marxista de la explotación asalariada y del Estado como instrumento de poder, y rechazar la dialéctica materialista. Una constante que recorre a estas características es la del mito del pacifismo en cualquiera de sus formas, especialmente en la aceptación del parlamentarismo burgués y muy especialmente, cuando las contradicciones llegan a un extremo inaceptable para burguesía, a la aceptación de la tesis de Kant sobre la necesidad de reprimir a los rebeldes. Además de esta raíz histórica, el reformismo tenía otras raíces más, entre las que destacan las corrientes pacifistas del socialismo utópico y, más tarde, las corrientes pacifistas creadas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pero, de nuevo, por debajo de tanta palabrería inútil, la práctica de las clases y pueblos explotados desde aquél 1795 kantiano se orientaba en sentido opuesto a La paz perpetua. Basta recordar aparte de las revoluciones ya citadas y de las resistencias de los pueblos a la expansión imperialista francesa en la era napoleónica, también las luchas obreras y populares desde finales del siglo XVIII a los salvajes efectos de la revolución industrial en Gran Bretaña, y a partir de aquí y de forma ascendente, el endurecimiento de la lucha de clases según avanzaba el capitalismo, y de las luchas anticoloniales e independentistas de los pueblos en todas partes.

Kant murió en 1804 en medio de una larga conflagración bélica que podemos definir como el tercio de siglo de «guerras napoleónicas». Cuando éstas terminaron, las potencias victoriosas se reunieron en 1815 en el Congreso de Viena, que puede ser definido como el fracaso histórico del pacifismo kantiano porque dichas potencias no tuvieron en cuenta la enrevesada interacción entre moral, ética y política propuesta por Kant para asegurar la paz perpetua bajo la protección del crecimiento mercantil. Además de otras decisiones, en ese Congreso las potencias victoriosas tomaron todas las medidas necesarias para acabar definitivamente (¿?) con la práctica del derecho a la rebelión por parte de los pueblos y clases explotadas, pero, de nuevo, fracasaron, como veremos. Muy significativamente, en ese 1815 se creó la primera organización con objetivos estrictamente pacifistas en los EEUU, un país que estaba lanzado ya en la vía del genocidio de las naciones indias, de la expansión del esclavismo y de la explotación obrera interna, y sobre todo, que preparaba su inminente «doctrina Monroe» de 1823, adelantada por Quincy en 1819, y que iba unida a una propuesta de pacto con Gran Bretaña para desplazar a las potencias europeas que habían firmado los acuerdos de Viena de 1815-17. De hecho, fue a partir de estas fechas cuando comenzó a tomar cuerpo lo que ahora es la doctrina oficial yanqui de «guerra preventiva en defensa de los intereses nacionales», doctrina que ya está en enunciada en esencia en toda la teoría de la guerra elaborada desde el siglo -V, por poner un fecha, en la Grecia clásica y en la antigua China. Como veremos, la doctrina de guerra preventiva no hace sino legitimar el derecho imperialista a la aplicación de la violencia injusta cuando la clase burguesa lo estime necesario.

Tras el largo ciclo de las «guerras napoleónicas», que fue otra larga «guerra mundial» en la que se dilucidó cuales iban a ser las potencias dominantes y cómo se repartieron buena parte del mundo entre Gran Bretaña y los EEUU., la pugna entre el derecho práctico pero ilegalizado a la violencia defensiva por parte de las y los explotados, y el derecho legal pero inhumano a la violencia capitalista, esta irreconciliable pugna, no se había resuelto sino que se había agravado, pese a la irrupción oficialmente organizada del pacifismo y a la fuerza de la ideología kantiana en la intelectualidad burguesa. Aunque el Congreso de Viena y los planes yanquis, estabilizaron relativamente la expansión capitalista, como lo había logrado también relativamente el Tratado de Wetsfalia de 1648, en la realidad social bien pronto, en 1830 y en 1848, las masas explotadas se defendieron con su violencia, de manera que, siempre dentro de este continente, se inició un ciclo ascendente de recurso a la interacción de todas formas de resistencia, lucha y autodefensa por parte de las clases y pueblos explotados al margen de lo que pensaba la clase dominante. Este ascenso innegable, que entraría en una nueva fase en 1917, se topó con toda serie de oposiciones legales, de trampas y de maniobras reformistas e integradoras por parte de las diversas burguesías, todas ellas destinadas directa e indirectamente a acabar con las crecientes formas de interacción de las resistencias populares. Incluso la Iglesia católica y las restantes sectas del cristianismo desarrollaron «movimientos de apostolado social» con el objetivo prioritario de contener el avance del socialismo y de las defensas violentas de los y las explotadas.

De la misma forma en que las guerras de independencia en las Américas a comienzos del siglo XIX, y las sublevaciones esclavas y de las naciones indias originarias habían demostrado la impotencia absoluta del pacifismo, el expansionismo yanqui en todas sus formas y la guerra de Secesión en Norteamérica, volvieron a confirmarlo, como sucedió en todo lo relacionado con la Comuna de París de 1871. En esta vorágine de conflictos y guerras de todas clases, la respuesta de los sectores «humanistas» de la burguesía sólo pudo plasmarse en «logros» como el de la fundación de la Cruz Roja Internacional en 1863, apenas más. La revolución mexicana de 1910-17 fue otro ejemplo concluyente, entre los muchos disponibles, sobre cómo los pueblos ejercitan su derecho a la rebelión sin pedir permiso a nadie, de la misma forma en la que los EEUU y el resto de potencias burguesas tampoco pedían permiso, y apenas avisaban con antelación, a los pueblos a los que presionaban, amenazaban, invadían y ocupaban. Seguían chocando en el campo de batalla dos derechos iguales al ejercicio de dos violencias irreconciliables, la injusta y la justa, y en estas circunstancias, es decir, cuando chocan dos derechos iguales, sólo la fuerza decide.

Pero con respecto al pasado mediato e inmediato en el que las masas explotadas apenas pudieron dar cuerpo teórico a su derecho a la insurgencia, limitándose por lo general a las utopías radicales de los movimientos milenaristas, justicialistas y heréticos, a diferencia del pasado, desde pocos años antes de la oleada revolucionaria de 1848-49, las clases explotadas empezaron a crear su propia teoría de la violencia con su correspondiente visión ético-moral. El amplio movimiento socialista del siglo XIX refleja en general este proceso creativo, y su parte más elaborada y concreta, el marxismo, terminó por construir esa teoría en sucesivas fases, siendo una de las más importantes la de 1871-1917, por poner dos fechas emblemáticas. La teoría de la violencia revolucionaria, con su inherente contenido ético-moral, era y sigue siendo una parte de una visión científico-crítica más amplia, en la que no nos extendemos ahora. Recordemos cómo la ideología burguesa por mediación de Kant a finales del siglo XVIII, respondió restringiendo el derecho a la rebelión atemorizada por la creciente participación de las masas en las cuatro revoluciones arriba citadas.

Se trató de una restricción muy severa y estricta, pero que no resolvía el problema central como hemos visto en las contradicciones de Kant, y ello fue debido a que todavía no se había hecho patente e innegable la irrupción del proletariado revolucionario a escala internacional y mundial. Al no aparecer todavía de manera irreversible esa nueva contradicción irreconciliable entre el derecho a la violencia de la burguesía y el derecho a la violencia del proletariado, por eso mismo, la marcha atrás realizada por Kant no podía suponer aún una innovación contrarrevolucionaria cualitativa. Ésta sólo podría pensarse y darse una vez que el proletariado mundial, las naciones oprimidas por el imperialismo y las mujeres y todos los colectivos y grupos explotados, aparecieran decididamente en la lucha mundial. Los años transcurridos entre 1815 y 1848 fueron un adelanto, pero la primera irrupción de la nueva violencia revolucionaria teóricamente asentada en el marxismo, se materializó definitivamente entre 1871 y 1917. Veremos las dos fundamentales respuestas dadas por la burguesía: la decisiva y práctica, y la minoritaria, propagandística e ideológica.

La guerra mundial de 1914 fue en sus inicios otro estremecedor ejemplo sobre cómo el imperialismo utiliza sin miramientos su derecho a la violencia opresora, y únicamente a partir de verano-otoño de 1916 y sobre todo a partir de la revolución bolchevique de octubre de 1917, el capitalismo empezó a preocuparse en serio por presentar un plan alternativo a la carnicería, únicamente por miedo a la revolución que ya estaba minando el orden capitalista y debilitando muy seriamente a sus ejércitos con sus argumentos irrebatibles. Los famosos «14 Puntos» del presidente norteamericano W. Wilson, de 1918, y especial el catorceavo en el que se defiende una especie de derecho abstracto y burgués a la autodeterminación de los pueblos, parecían certificar la victoria definitiva del pacifismo kantiano, pero tampoco sirvieron de nada porque una cosa era la propaganda burguesa en una situación crítica y revolucionaria a nivel mundial, y otra cosa eran los verdaderos intereses reaccionarios del capitalismo en esas condiciones. Las dos décadas transcurridas entre 1918 y 1939 fueron simples años de tránsito entre dos guerras mundiales que reflejaban la crisis absoluta del imperialismo capitalista. Dos décadas repletas de revoluciones, contrarrevoluciones, fascismos, militarismos y urgentes e intensivos rearmes para la siguiente guerra en medio de la total inoperancia de la Sociedad de Naciones fundada en 1919, para evitar para siempre otra guerra mundial como la de 1914-18. La crisis de 1929 agudizó todos los problemas de modo que, a la postre, estalló la guerra de 1939-45, precedida por otro sin fin de «guerras menores» igualmente sangrientas.

Pero a diferencia de 1918, momento en el que la burguesía vencedora sólo tuvo como alternativa propagandística los 14 Puntos de Wilson, y como alternativa práctica la mezcla de revanchismo contra los vencidos y de urgencia por acabar con la URSS, en 1945 la burguesía yanqui se presentaba al mundo como la potencia hegemónica que había planificado el futuro en Bretton Wodd, que se había dotado de instituciones internacionales adecuadas, como la ONU, que había pactado con la URSS una política de bloques y de coexistencia pacífica, y que se sentía con fuerzas sobradas para dirigir el mundo. Pero a pesar de toda su fuerza, aun quedaba pendiente el escabroso problema del derecho a la rebelión de las masas contra la injusticia, un derecho que se había practicado siempre, que entre 1918 y 1939 había sido constante, y que se había incrementado si cabe durante la segunda guerra mundial. Por ejemplo, en la Europa capitalista de 1945 la asunción de este derecho por los pueblos que habían llevado el peso de la lucha contra el nazi-fascismo, mientras que sus burguesías colaboraban abierta o solapadamente con el invasor, había sido uno de los frenos fundamentales que abortaron los planes imperialistas de atacar a la URSS hasta exterminarla, utilizando parte del ejército nazi derrotado. Otro freno era la propia fuerza y prestigio de la URSS, y otro no menor era la moral de lucha de los ejércitos yanqui y británico, no tan sólida como lo deseaban sus Estados Mayores, e insuficiente para garantizar la victoria en el caso de una prolongada guerra contra la URSS. Además, los pueblos colonizados y oprimidos por el imperialismo ampliaban sus movimientos de liberación nacional reduciendo la extracción de sobreganancias imperialistas.

Fue en este contexto defensivo para las potencias capitalistas victoriosas, y para los EEUU, el que determinó que no tuvieran más remedio que aceptar la siguiente declaración que aparece en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, votada a finales de 1948: «Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión». Vemos aquí que, por un lado, se recomienda la existencia de un «régimen de Derecho» que garantice el ejercicio de las libertades. Se trata de una propuesta muy antigua en la historia de la política, un tema de permanente debate en la Grecia clásica, y que posteriormente se ha discutido incluso dentro de las dictaduras al plantearse en ellas la conveniencia o no de algunas reformas. Y por otra parte, que tal régimen de Derecho tiene el objetivo de cortar toda posibilidad a la insurgencia, de modo que no existan excusas para, por ejemplo, el ejercicio de la guerrilla o de cualquier otra forma de violencia defensiva. Tampoco estamos descubriendo aquí nada nuevo. De hecho, las posibilidades abiertas por ambas vertientes han dado y dan mucho juego a la acción política legalizada, incluso a las tácticas mentirosas y tramposas que prometiendo mejoras y reformas sólo buscan desunir a los oprimidos, confiarlos y debilitarlos para, más adelante, proceder a su exterminio. Tucídides nos cuenta cómo los espartanos ya utilizaron trampas de estas para acabar con las periódicas sublevaciones del pueblo esclavizado.

Ahora bien, al margen de lo dicho y sin olvidarlo nunca, el valor crucial de las palabras citadas, no es otro que el reconocer oficialmente que la rebelión contra la tiranía es el «supremo recurso» que les queda a los pueblos que sufren la opresión. Desde que se aprobó la Declaración estas palabras han sido un problema creciente para el imperialismo, un problema nunca resuelto definitivamente a pesar la sistemática puesta en acción de tres vías para desautorizarla: primera y fundamental, olvidar dicha declaración en la práctica y seguir machacando a los pueblos y clases rebeldes; segunda y muy importante, ir poniendo cada vez más exigencias, condiciones y requisitos muy difíciles de cumplir por un pueblo y/o clase explotados para que sus violencias defensivas sean admitidas como legales por las instituciones imperialistas, por la ONU, etc.; y tercero y como estrategia reaccionaria dotada de un fundamental contenido ideológico, normativo, cultural y político, dar la vuelta al argumento de 1948 de la ONU y presentar como tiránico y opresor al socialismo y a todo movimiento directa o indirectamente anticapitalista, democrático y progresista, y como libertador, justo y bueno a todo movimiento que defienda la propiedad privada de las fuerzas productivas, la libertad de mercado capitalista y el derecho de la «civilización occidental» para defenderse ella y defender sus conquistas históricas, su progreso, derechos y libertades.

Las tres alternativas del imperialismo a su derrota parcial en lo que concierne a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, han sido aplicadas en diversas combinaciones desde entonces, pero, además de la primera, la tercera ha ido en aumento desde que en 1947 se reunió un grupo selecto de ultraconservadores en un balneario suizo creando la Mont Pelerin Society, dirigida por von Hayek y que pronto integró a intelectuales reaccionarios de la talla de von Mises, M. Friedman y K. Popper, éste durante un tiempo, y que con el paso de los años abriría sus puertas a muchos premios Nobel, recibiendo cuantiosas ayudas económicas de grandes corporaciones, monopolios y transnacionales capitalistas, inicialmente yanquis y británicas. Una de las prioridades de este grupo fue la de adaptar a las condiciones de la segunda mitad del siglo XX las tesis de la escuela austriaca, neoclásica o marginalista del último tercio del siglo XIX, decididamente antimarxista, y cuya expresión más conocida era la denominada por Marx «economía vulgar». La adecuación de las tesis individualistas e idealistas del marginalismo preimperialista a la fase keynesiana y taylor-fordista del imperialismo de entre 1945 y 1975, o los «treinta gloriosos», era la tarea imprescindible y previa para asentar luego la contraofensiva neoliberal cruda y dura aplicada sistemáticamente gracias a las dictaduras militares más atroces, como fue su primera experiencia moderna bajo la dictadura de Pinochet en Chile con el apoyo vital de los EEUU desde 1973 hasta 1988, formalmente; o gracias a las duras políticas de austeridad, recortes de ayudas y gastos sociales y públicos, recortes de salarios directos e indirectos, privatizaciones, recortes de derechos democráticos, políticos, sindicales, elementales, etc., y todo ello gracias a una ampliación de las leyes y medios represivos de los Estados.

Como sucede muy frecuentemente en la historia de la ideología burguesa, las declaraciones sucintas y escuetas de algunos políticos tienen mucho más valor teórico que la palabrería hueca, ostentosa y abstrusa de los profesionales del servilismo ideológico, o intelectuales. Márgaret Tatcher dijo una vez, cuando era primera ministra, que la sociedad no existía, que sólo existían los individuos, las personas consideradas individualmente. Nos encontramos ante la ideología reaccionaria en su expresión elemental, la que niega la existencia de lo colectivo y por tanto de las clases sociales, de los pueblos, etc. Sin estos sujetos colectivos no existe explotación ni opresión, ni por tanto dominación alguna, sino sólo la elección racional de la persona egoísta e individualista que mira por proteger sus derechos. Volvemos a los siglos XVII-XVIII pero con el agravante de que ahora esa ideología tiene más experiencia que entonces y, sobre todo, conoce ya a su enemigo mortal: el comunismo como movimiento real y el marxismo como teoría de ese movimiento. Si entonces aquella ideología admitía restrictiva y selectivamente, como hemos visto, el derecho a la rebelión y a la insurgencia, ahora ya ni eso, porque ahora se afirma que todo derecho es sólo individual, que no existen derechos sociales y colectivos porque no existe sociedad ni colectividad alguna. Desde esta base, ya no tiene sentido ni siquiera la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y en la práctica, el imperialismo actúa ignorándola y conculcándola todos los días. Las recientes declaraciones del actual presidente de los EEUU, George Bush, legitimando el uso de la tortura y negando así la vigencia del Artículo 5 de dicha Declaración, que condena y prohíbe tajantemente su empleo, es uno de tantos ejemplos.

Certificada la desaparición de lo social, de lo colectivo, ya no hay derecho alguno a la resistencia por parte de las personas explotadas, porque éstas no existen como colectivo, sino, a lo máximo, como agregado informe y caótico de individuos insolidarios y egoístas que coinciden fugazmente en la defensa de sus caprichos particulares, para disolverse en la nada una vez logrados o antes incluso. Pero frente a esos átomos que vagan a la deriva, sí existe la coherencia de la elite, de la casta dominante, culta y sabia, responsable, que acepta el destino heroico de proteger el sacrosanto derecho de la propiedad privada de las fuerzas productivas. Los discursos de Bush, la ideología de los neoconservadores y de los fascistas, destilan esta ideología y la materializan prácticamente en doctrinas como el derecho a la guerra preventiva en defensa de la civilización cristiana y capitalista. Bien mirado y salvando todas las distancias, hemos retrocedido hasta las tesis reaccionarias de Platón, de su mundo dirigido por una minoría de sabios y doctos, los hombres de oro, protegidos por un grupo de soldados encargados de su defensa, y que viven todos ellos gracias al trabajo de la mayoría explotada. Estas ideas están profundamente ancladas en el pensamiento occidental y forman la base de buena parte del método sociológico, de la sociología como «ciencia de la sociedad». Lo único que le ha añadido el neoliberalismo de M. Tatcher ha sido llevar a la coherencia solipsista extrema el individualismo burgués.

Sin embargo, en muy poco tiempo la historia demostró a M. Tatcher lo erróneo de sus tesis, su imposibilidad material ya que ahora mismo sectores cualificados de antiguos aliados, amigos y discípulos, militantes fanáticos del individualismo burgués, están reculando, dudan cada vez más sobre si se pueden mantener a ultranza unos principios que están llevando al capitalismo al borde de la crisis sistémica. No hay duda de que la razón fundamental de tales reflexiones, y de los problemas crecientes que las motivan, es el ejercicio del derecho a la insurgencia y a la rebelión por parte de los pueblos, de las clases, de las mujeres, es decir de la humanidad trabajadora. La resistencia a la explotación actúa dentro mismo de la dialéctica de la totalidad entre las fuerzas económicas y las fuerzas políticas, ambas sociales y humanas, con mayor o menor conciencia según las circunstancias, pero presente siempre. La dialéctica entre la leyes económicas estrictamente endógenas e internas del capitalismo en el momento del análisis particular, y las leyes políticas y sociales exógenas y externas a las económicas, esta dialéctica de la totalidad concreta es inconcebible sin la presencia de la acción humana consciente, sin la acción subjetiva de las masas explotadas que se expresa como acción objetiva y fuerza material cuando ejercita el derecho y la necesidad a la insurgencia, a la violencia defensiva contra la tiranía y la opresión.

En el momento de la síntesis teórica que sustenta internamente a la praxis revolucionaria, la dialéctica entre lo económico y lo político se presenta como una sola, como un proceso unitario en su desenvolvimiento material, proceso en el que la acción revolucionaria contra la tiranía resume, sintetiza y plasma en su unidad viva los respectivos análisis parciales que corresponden a las diferentes subtotalidades y contradicciones específicas del modo de producción capitalista. Es por esto que resulta, además de imposible, también anticientífico y contrarrevolucionario negar la permanencia del choque entre el derecho burgués a su violencia, y el derecho proletario a la suya, el choque entre la ética capitalista y la ética comunista, entre la democracia burguesa y la democracia socialista. Por tanto, no queda otra opción que optar por el capital o por la humanidad trabajadora, no existen alternativas intermedias, equidistantes, neutrales. La postura pretendidamente intermedia de «condenar la violencia venga de donde venga», de oponer a «toda violencia», repite todos los errores aquí expuestos. Quiere situarse por encima de los conflictos sociales pero refuerza ¿sin quererlo? los intereses de la opresión. En realidad, es la postura más cobarde, egoísta y ruin que pueda alguien imaginarse porque quiere quedar bien ante el opresor y los y las oprimidas, sin enemistarse con nadie, sin mirar a la realidad cara a cara, dejando que el fuerte aplaste al débil, para mantener una imagen de pureza ética absoluta. Son sepulcros blanqueados.