I. El primer análisis que procede hacer sobre el concepto de «autogobierno», si es que se pretende abordar la cuestión en la multiplicidad de sus posibles implicaciones, viene dado por el ingenuo procedimiento exigido por la más cabal voluntad de entendimiento. Antes de entrar, por tanto, en la materia jurídica que conviene al asunto, es […]
I. El primer análisis que procede hacer sobre el concepto de «autogobierno», si es que se pretende abordar la cuestión en la multiplicidad de sus posibles implicaciones, viene dado por el ingenuo procedimiento exigido por la más cabal voluntad de entendimiento. Antes de entrar, por tanto, en la materia jurídica que conviene al asunto, es preciso recordar hasta qué punto la primera manifestación de la ideología imperante es siempre la más superficial, la aportada por la facultad humana por excelencia, es decir, el lenguaje. La gramática y la semántica son las primeras armas con las que deben acometerse la descomposición y el análisis de un concepto tan manido, tan zarandeado, apenas conocido por su significado pero sí por la gran variedad de servicios que presta. Y dado que la cotidianeidad tiende a confundir la comprensión del significado de una palabra con algo mucho más primario y elemental, es decir, el saber a qué atenerse ante ella, una investigación exigente sobre los conceptos políticos puede y debe empezar por tratar de profundizar en la pura determinación semántica de los mismos. Autogobierno no puede más que significar «gobierno de Uno Mismo». Enseguida advertimos que la cuestión sigue sin estar clara, pues el segundo problema que inmediatamente surge es la determinación de la personalidad o la entidad de ese Uno Mismo, es decir, la determinación del conjunto de sujetos que podrían ser titulares de la facultad de autogobernarse. Y aquí ya se perfila la naturaleza caótica del problema jurídico que está por plantearse.
II. Esta naturaleza caótica viene ya esbozada por la indisimulada perplejidad ante el indeterminado conjunto de sujetos titulares de la facultad o el derecho de autogobernarse que siente el Sócrates que Jorge Santayana retrata en sus «Diálogos en el limbo», en su conversación con el Extranjero que viene a visitarlo. El pasaje que conviene a lo que aquí se pretende abordar va ser muy oportunamente transcrito a continuación:
EL EXTRANJERO: Nuestra tragedia es muy antigua, y tú extrajiste su moral hace mucho tiempo; es la tragedia de aquellos que hacen lo que quieren, pero no obtienen lo que desean. Es la tragedia del autogobierno.
SÓCRATES: Sería, sin duda, una tragedia horrible que acabara tan mal algo tan excelente como el autogobierno. Pero no puedo dar crédito a tu información, porque un pueblo que ha aprendido a autogobernarse sería una raza de filósofos, que cada uno se gobierna a sí y solo a sí mismo, y está internamente a salvo de cualquier real infortunio. Me alegra que, contrariamente a las expectativas, la república de los vivos haya logrado en mi ausencia hacerse tan similar a esa feliz comunidad de inmortales, donde ningún espíritu molesta a otro ni necesita del apoyo de otro.
EL EXTRANJERO: La ironía, Sócrates, no puede avergonzar a los hechos, que tienen de suyo su propia ironía. Por autogobierno no queremos decir, por supuesto, el gobierno del yo. Queremos decir que el pueblo, colectivamente, promulga las órdenes que deben ser obedecidas individualmente.
SÓCRATES: ¡Qué cosa más sorprendente! ¿Debo entender que bajo el autogobierno, tal como vosotros lo practicáis, ningún hombre se gobierna a si mismo en nada, sino que cada uno es gobernado en cualquier momento por todos los demás?
EL EXTRANJERO: A eso llegaríamos, si nuestro sistema fuera perfecto.
SÓCRATES: ¿Acaso vuestra democracia, que supongo pretende expresar la autonomía del individuo, suprime en efecto y por completo esa autonomía?.
La lucidez del Sócrates de Santayana apunta a la evidencia de que el salto desde una titularidad individual del derecho de autogobernarse a una titularidad colectiva, como es el «pueblo», la «comunidad», la «nación» o la «patria» no es solo una alteración cuantitativa sino cualitativa del significado y las consecuencias de tal derecho: si en un caso es el individuo el que se gobierna a si mismo, en el otro es la suma de individuos la que dice a cada individuo como ha de gobernarse: en un caso hablamos de autonomía, en el otro de heteronomía.
III. Con respecto al párrafo transcrito, y antes de adentrarse en la cuestión jurídica que atañe a nuestro asunto, no es ocioso subrayar que solo el más obtuso positivismo, o el más miope nominalismo, puede haber considerado que los pueblos o las patrias se forman como una suma asociativa de unidades más pequeñas, a las que engloban y en los cuales éstas, pacíficamente, se subsumen. Por el contrario, en la irresistible propensión de pueblos y patrias a erigirse en abstracciones -y para ser más exactos, en abstracciones reales, que diría Karl Marx- por encima y a pesar de los individuos que en ellas se desarrollan, se encierra todo el potencial pernicioso y aterrador del patriotismo, siempre abocado a manifestarse como pura soberbia de la fuerza. Que la patria está lejos de ser un proyecto sugestivo de vida en común, según el subjetivista, disparatado y sentimental aserto de José Ortega y Gasset, deudor de la concepción de Renan de la nación como «plebiscito diario», solo puede ser negado por quien se abstine en no querer ver el formidable poder de persuasión de símbolos, himnos y banderas que los pueblos han inventado y que frecuentemente se han enajenado y sobrepuesto a ellos como sus verdaderos dueños y señores. Bien lo sabía la campesina italiana que advertía a su hijo «Scappa, che arriva la patria», según cita del escritor italiano F. Jovine. Un proyecto demasiado poco sugestivo para quien habría de dejarse la vida en su nombre, y al son del himno nacional, en el campo de batalla. Bien lo sabe Rafael Sánchez Ferlosio cuando, en uno de sus pecios más lúcidos, nos recuerda: «La verdad de la patria la dicen los himnos: todos son canciones de guerra», o en su obra de reciente aparición «Apuntes de polemología», donde señala: «La patria es hija de la guerra; crece con ella, desmedra con la paz». Bien lo sabía Charles Krauthammer, cuando advertía que «Las naciones necesitan enemigos». Malamente puede ser sugestivo un proyecto que tiene el antagonismo bélico como parte de su más genuina identidad. Ni es proyecto ni es sugestivo: la retórica, lejos de describir la realidad, no hace más que introducir confusión.
IV. El diálogo de Santayana ilustra bien la problemática jurídica que entraña el derecho de autodeterminación, hermano gemelo del tan encarecido autogobierno, o en la moderna jerga de la clase política y de los medios de comunicación, el derecho de pueblos y patrias a decidir. El derecho de autodeterminación, que el movimiento nacionalista enarbola como un dogma tan incuestionable como la facultad del individuo de disponer de su vida en ejercicio de su irrenunciable libertad personal, allana toda diferencia entre el Derecho Público y el Privado y convierte a los pueblos en entes titulares de derechos subjetivos como puedan serlo las partes contratantes en el Derecho Mercantil o los contrayentes de matrimonio en el ámbito del Derecho Civil. Entre sostener la conveniencia de una secesión ante una situación concreta y reconocer el derecho universal de los pueblos a autodeterminarse media la confusión provocada por la extensión de un supuesto fáctico particular a una fórmula jurídica general. Este salto conceptual no es en modo alguno inocente, y genera un problema político más complicado que el propio conflicto que, supuestamente, pretende resolver: el grado de libertad que puede alcanzarse en las relaciones contractuales o de amistad bilaterales, donde, teóricamente, la situación permanece bajo el control de los sujetos protagonistas, -sin excluir que ello sea, en ocasiones, una pura ficción que los propios sujetos necesitan para creerse libres- no es ni remotamente posible allí donde una de las partes es el poder político y la otra una comunidad pretendidamente soberana: esta diferencia sustancial desplaza el ámbito del problema del Derecho Civil al Derecho Constitucional; las controversias, en uno y otro campo, son de naturaleza radicalmente diferente. El Estado no es una asociación voluntaria de poder mudable con arreglo a las apetencias y designios de súbditos y poderosos, no es un proyecto sugestivo de vida en común: tal concepción subjetivista es un dislate que han terminado por asumir nacionalistas y supuestos antinacionalistas que rechazan el nacionalismo ajeno desde la base del nacionalismo propio. Oponer a un proyecto sugestivo de vida en común, por ejemplo Euskal Herria, otro proyecto que se pretende más sugestivo aun, por ejemplo España, es una estupidez similar a la de pretender de un enamorado que cambie sin más de amada. La patria no es un proyecto sino el suelo donde se nace y el presupuesto de toda acción política. La autodeterminación, es decir la secesión (pues una autodeterminación que no contemple en su horizonte como permanente posibilidad la secesión, no es más que vacua retórica) se ejerce de hecho y hasta puede negociarse con la potencia considerada ocupante; lo que es jurídicamente insostenible es exigir un previo reconocimiento de la secesión como un derecho unilateral que será ejercido cuando la parte autodeterminada lo estime oportuno. La autodeterminación carece de toda realidad jurídica y sólo puede ejercerse de hecho; y se ha ejercido, conviene subrayarlo, no como derecho sino como hecho, sólo cuando la ocupación se ha vuelto militar o económicamente insostenible, o bien como resultado de una guerra de secesión.
V. La segunda contradicción en la que incurren los defensores del derecho de autodeterminación tiene lugar cuando se legitima tal pretensión en un Derecho Natural, previo por tanto al Derecho Positivo, para a continuación fundamentar tal pretensión en una legitimación histórica y fáctica que justificaría por qué razón unas entidades tienen ese derecho y otras no: situada la cuestión en esos términos, la autodeterminación deja ya de ser un derecho universal o una facultad que solo la tiranía puede negar, como sostienen fraudulentamente sus defensores. Si tal legitimación de carácter puramente positivo se da por válida, sobra toda alusión a un derecho natural de pueblos y naciones a autodeterminarse: no hay tal derecho natural allí donde sus defensores creen necesario esgrimir credenciales históricas que lo justifiquen, pues todo derecho natural es de esencia ahistórica; más aun, la legitimación histórica no hace más que ir en detrimento de su carácter de derecho natural. El derecho natural en modo alguno necesita apelar a una historia que lo legitime, le basta con la apelación a la razón, la historia le resulta por completo extraña. Los motivos, confesados o no, están en otro sitio. A pesar de ello, la justificación teórica del derecho de autodeterminación considera a las naciones como titulares de derechos, como lo son los individuos para el liberalismo clásico.
VI. El punto de vista del liberalismo, a este respecto, introduce al menos la novedad de tomar conciencia del problema que tal derecho representa para una estructura de poder como el Estado, que reclama para si el monopolio de la violencia legítima en los territorios objeto de su jurisdicción, según el celebrado aserto de Max Weber. Un Estado, por mínimo que sea, según los parámetros ideológicos del liberalismo, no deja sin embargo de responder al axioma definitorio de Max Weber. Pero tal toma de conciencia por parte de los ideólogos del liberalismo no significa, ni mucho menos, que hayan conseguido dar una solución satisfactoria al problema: saben demasiado bien que un reconocimiento jurídico del derecho de autodeterminación entra en contradicción insuperable con la naturaleza de una organización que reclama para si el monopolio de la violencia legítima: ¿dónde está tal monopolio si la propia organización reconoce a quienes le están sujetos el derecho de sustraerse a su jurisdicción? Por lo demás, no hay Constitución con aspiraciones de supervivencia que pueda reconocer, dentro de unos mismos lindes territoriales, la existencia de una pluralidad de sujetos dotados de poder constituyente, que no otra cosa significa el derecho en cuestión. El jurista alemán Carl Schmitt señaló que tal situación «anularía la unidad política, y colocaría al Estado en una situación por completo anómala. Todas las construcciones jurídicas derivadas de esta situación son inservibles». Si el poder constituyente reside en la federación, no cabe otorgar ese mismo poder constituyente a los entes federados; inversamente, si los entes federados son titulares de un poder constituyente, la federación deja de existir. Y no introduce diferencia alguna el hecho de que en lugar de una federación nos remitamos a un estado centralista o autonómico. Tal conclusión vale tanto para las naciones ya constituidas como para aquellas que, autodeterminándose en un futuro, estén por constituirse: una supuesta I República Independiente de Galicia no reconocería el derecho de autodeterminación del Municipio de A Coruña. Pero la axiomática defensa del Individuo -dejando ahora a un lado que tal categoría, a fuer de imprecisa, haya terminado por ser un puro fetiche- frente al Estado por parte del liberalismo, lleva a los téoricos liberales a enmarañarse, con respecto al derecho de autodeterminación, en un laberinto carente de salida. De lo cual es testimonio insuperable el intento de Ludwig von Mises en su obra «Liberalismo», en la que podemos leer:
El derecho de autodeterminación respecto a la cuestión de la pertenencia a un Estado, significa, pues, esto: que si los habitantes de un territorio -ya se trate de una única aldea, de una región o de una serie de regiones continuas- han expresado claramente a través de votaciones libres su voluntad de no seguir en la formación estatal a la que actualmente pertenecen y de constituir un nuevo estado autónomo, o la aspiración a pertenecer a otro estado, hay que tener en cuenta este deseo. Solo esta solución puede evitar guerras civiles, revoluciones y guerras internacionales (…) Si de algún modo fuera posible conceder a cada individuo este derecho de autodeterminación, habría que hacerlo. Solo porque prácticamente no se puede hacer por insuperables razones técnico-administrativas, que exigen que la administración estatal de un territorio tenga un ordenamiento unitario, solo por esto, es necesario limitar el derecho de autodeterminación a la voluntad mayoritaria de los habitantes y de territorios bastante grandes para poder presentarse como unidades geográficas en un ámbito político-administrativo nacional.
La insuficiencia teórica de esta defensa de Von Mises viene dada por el carácter inevitablemente arbitrario de la concesión de tal derecho. Un planteamiento jurídicamente exigente no puede conformarse con expresiones tan indeterminadas como territorios bastante grandes: la deficiencia formal del aserto es incompatible con la idea misma de Derecho, y nos sirve además de pista para saber a que podía referirse el jurista alemán Carl Schmitt cuando sostenía que «no existe una teoría positiva del Estado por parte del liberalismo; a lo sumo una crítica liberal del poder político». Por el contrario, el discípulo de Von Mises y de Murray N. Rothbard, Hans Hermann Hoppe, en su obra «Monarquía, Democracia y Orden Natural» da un paso infinitamente más consistente, al propugnar abiertamente la abolición del Derecho Público, la supresión del Estado en tanto que ente monopolizador de la violencia legítima, según lo establece la teoría más recibida, y su sustitución por asociaciones voluntarias de individuos en las que incluso la garantía de la seguridad física de sus miembros estaría completamente privatizada. A este contexto es al que termina por remitirnos toda defensa del derecho de autodeterminación intelectualmente exigente: no es posible sostener que una comunidad política que se pretende soberana reclame para si un derecho que a su vez se le niegue a una comunidad de vecinos que se pretenda titular de un poder constituyente y con facultad de autodeterminarse. Tampoco a un individuo, a pesar de las dificultades técnico-administrativas que encuentra Von Mises. Hoppe, uno de los más destacados contribuyentes a la teoría del «anarcocapitalismo», sostiene la vital importancia de reconocer el movimiento secesionista, pues sabe que ello es un primer paso fundamental para la disolución de los estados nacionales en «unidades territoriales más pequeñas», donde «será más probable que individuos económicamente independientes (…) sean reconocidos como la élite natural que legitima la idea de un orden natural de pacificadores y jueces no competitivos y financiados libremente, y una serie de jurisdicciones concurrentes como las que hoy existen en el comercio y en los viajes internacionales». Hans Hermann Hoppe no reclama, por tanto, el reconocimiento del derecho de autodeterminación dentro de un ordenamiento constitucional dado: sabe que para ello es necesario, previamente, abolir la Constitución y el Estado, en la misma medida en que la derogación del Derecho Público, paso inevitable del reconocimiento jurídico de naciones, pueblos, comunidades de vecinos e individuos de la facultad de autodeterminarse, hace imposible la noción misma de Constitución, que remite necesariamente a la institucionalización de un poder político que Hoppe, como anarquista, desea ver abolido. La consistencia intelectual de Hoppe es la que no tiene una clase política defensora de un derecho bajo el que malamente se ocultan ambiciones oligárquicas de poder que el Estado de las Autonomías no ha hecho más que exacerbar.
(Texto publicado anteriormente en La Opinión de A Coruña)