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Reflexiones acerca del “hombre nuevo” del socialismo

Sobre el humanismo

Fuentes: Rebelión

El «hombre nuevo» de la izquierda hace ya tiempo que entró en crisis. En su antípoda, en la concepción «occidental» moderna, hoy ya globalizada y en versión post moderna incluso, la antropología subyacente descuella por su creciente desinterés por lo humano. Que el mundo no es un paraíso es algo por demás de evidente. De […]

El «hombre nuevo» de la izquierda hace ya tiempo que entró en crisis. En su antípoda, en la concepción «occidental» moderna, hoy ya globalizada y en versión post moderna incluso, la antropología subyacente descuella por su creciente desinterés por lo humano. Que el mundo no es un paraíso es algo por demás de evidente. De todos modos, ¿estaremos en condiciones de aspirar a algo mejor con los medios técnicos con que contamos actualmente? Todo indicaría que sí. ¿Pero por qué resulta tan difícil alcanzar ese ideal? ¿Cómo es posible que pese a una acumulación de riquezas nunca vista antes en la historia asistamos a una creciente cantidad de desesperados? ¿Cómo entender que entre los sectores más dinámicos de la Humanidad estén la producción de armas y de drogas, por delante de otros aspectos evidentemente más importantes en cuanto a la satisfacción de necesidades y dadores de una mejor calidad de vida?

Todo esto lleva a pensar en razones de fondo: el destino del ser humano está en dependencia de la idea que de él se tiene, de lo que de él se espera, de su proyecto. Sin visiones apocalípticas, el momento actual nos confronta con una situación preocupante, por decir lo menos; el futuro, como decía Einstein, seguramente puede asustar (sin querer caer en la remanida frase que «nuestra época está en una crisis sin parangón»). Para graficarlo de algún modo: de activarse todo el arsenal termonuclear existente en nuestro planeta la onda expansiva liberada llegaría hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, seguramente; pero ello no impide que muera de hambre mucha gente diariamente a escala global. ¿Qué mundo se ha construido? ¿Cuál es la idea de ser humano que posibilita construir esto?

«Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre… La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera», se lamentaba Álvaro Mutis.

Con el ser humano que está en la base del mundo hasta hoy conocido, ése que somos cada uno de nosotros, cabe preguntarse en qué medida se podrá hacer algo superador, y cómo. Luego de todo lo dicho anteriormente sobre la violencia en tanto fenómeno humano, podemos acompañar a Voltaire, uno de los principales ideólogos de uno de los grandes cambios en la historia humana, quien reflexionaba en su «Cándido»: «¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?» Decididamente no podría acusárselo de pesimista. El Iluminismo dieciochesco confiaba casi ciegamente en las potencialidades del ser humano en tanto racional, en el progreso, en la industria naciente. El marxismo clásico no deja de ser heredero de esa cosmovisión, y por tanto mantiene similares esperanzas: «el triunfo histórico del proletariado redimirá a la Humanidad». ¿Pero qué posibilita que se instaure tan fácilmente un Rambo en la cultura dominante como imagen ganadora, o que un Ceaucescu, un Stalin o un Pol Pot, supuestamente revolucionarios, se hagan del poder y se mantengan sin mayores diferencias que un Idi Amín? ¿Cómo entender que, ni bien se dan las posibilidades, tanto en la Rusia post soviética como en la China con apertura capitalista se disparen las peores explotaciones hacia los trabajadores por parte de los «nuevos ricos» con niveles de expoliación que sorprenden incluso a los empresarios occidentales?

La pregunta que interroga por el sentido de lo humano, por sus posibilidades y por sus límites, no es pesimista. Es realista. Sólo si tenemos claro qué somos, qué podemos esperar de nosotros mismos, y qué no, sólo así podemos atrevernos a plantear cambios genuinos. Queda por demás claro que la situación humana actual necesita de profundas mejoras: se llega a Marte al mismo tiempo que hay desnutridos y analfabetos. En el siglo XXI todavía hay gente que vive como el en XIX. La pregunta en juego es: ¿pero cómo logramos esos cambios? ¿Cómo los hacemos sostenibles, sin retorno, efectivos?

Desde hace unos dos siglos el «hombre moderno» -racional y científico, y surgido en Europa, no olvidar- se ha venido imponiendo como centro de la cosmovisión dominante. Es él quien ha construido la sociedad moderna: industrial, de masas, consumista. Hoy ya prácticamente ha desplazado en el mundo entero otras perspectivas culturales, relegándolas a un segundo plano (como «primitivas») o simplemente desapareciéndolas. Claro está también que la desigualdad social no es invención suya, sino que ella se remonta a los albores de la historia (exclúyase del análisis un primer momento de presunto comunismo primitivo, etapa de homogeneidad sin diferenciaciones sociales). Los primeros atisbos de organización medianamente compleja, superado el estadio del cazador primitivo sin producción excedente, ya evidencian estratificaciones; la lectura hegeliana de la historia no podrá entonces menos que inferir una dialéctica del amo y del esclavo como estructura de lo real. Pero si bien la historia nos confirma esto, el desarrollo contemporáneo nos descubre una situación nueva: estamos ante una Humanidad «viable» y otra «sobrante». ¿Viable para quién? Seguramente para un modelo de ser humano donde, curiosamente, el ser humano mismo puede ser prescindible.

Aunque el ser humano es la razón de ser de la producción humana, de la producción industrial masiva destinada a mercados cada vez más extendidos, el hombre post moderno termina sobrando merced a la misma modalidad de esa producción: la forma en que se instauran el robot y la cibernética lo relegan. Una idea de desarrollo que no tome al ser humano concreto como su eje es, como mínimo, dudosa; la noción de «progreso» que ha dominado nuestra cultura estos dos últimos siglos da como resultado lo que tenemos a la vista. Es innegable que la industria moderna ha resuelto problemas ancestrales, que la ciencia en que descansa abrió un mundo espectacular que revolucionó la historia; pero no es menos cierto también que ha habido un olvido del para quién del desarrollo.

Nunca hasta ahora se había llegado a concebir, desde quienes detentan y ejercen el poder, la idea de «poblaciones sobrantes». Los marginales actuales no son el enfermo mental o el inválido que no entran en el circuito productivo y, harapientos, mendigan suplicantes; son barrios completos, masas enormes, ¿quizá países? La caridad cristiana ya no alcanza para atenderlos. Ni tampoco la cooperación internacional. ¿Quién y en nombre de qué puede decir que hay gente «de más»?

Continuamente ha habido llamados a la «humanización» en un desarrollo que pareciera llevarse por delante y olvidar al ser humano: leyes de protección a los indígenas, buen trato a los esclavos, el socialismo utópico en los albores de la industria (Owen, Fourier, Saïnt-Simon), actualmente «ajuste estructural pero con rostro humano», talo como piden las agencias «buenas» del sistema de Naciones Unidas (UNICEF o la OMS al lado del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional). ¿Qué pasa que siempre se recae a un «salvajismo» contra el que deben levantarse voces para suavizarlo?

Si en las varias décadas de socialismo real transcurridas, en contextos culturales e históricos distintos, puede constatarse que muchas veces se agranda la distancia entre pueblo y cúpula política, que el fervor revolucionario de los inicios deja paso a un discurso oficial anquilosado, que la seguridad del Estado termina siendo el eje de la dinámica social, esto hace pensar en qué es y cómo se construye el «hombre nuevo».

Tal vez sea necesario replantear la noción de humanismo de la que hemos estado hablando desde el surgimiento del mundo moderno; seguramente la noción de un «un hombre bueno por naturaleza pero corrompido por la sociedad» (Rousseau) sea algo simplista. Quizá el «hombre nuevo» que levantó la llegada del socialismo no escapa a un planteamiento romántico principista, desconocedor en última instancia de las reales posibilidades humanas (Marx, por lo pronto, fue un hijo del romanticismo de su época). Es imposible que la gente común y corriente sea como el Che Guevara; «los pueblos no son espontáneamente revolucionarios sino que, a veces, se ponen revolucionarios» -decía un anónimo de la Guerra Civil Española-. ¿Por qué no hacer entrar en las cosmovisiones, o en los proyectos transformadores, a la violencia como un elemento normal, tan humano como la solidaridad o el amor? Porque lo humano es todo eso. (En un naufragio se salva quien puede, a los codazos, pisoteándose uno con otro, pero también hay solidaridad y actos de arrojo por salvar al otro. Todo eso son posibilidades humanas).

Lo humano es toda esa compleja, confusa, increíblemente complicada mezcla de posibilidades. Al menos hasta ahora el racismo y el machismo acompañan a toda cultura. Y también el discurso progresista que vino a inaugurar el socialismo científico, el marxismo, no está exento de estas características. Por lo tanto, cambiar la situación mundial, las injustas relaciones humanas con que hoy día nos encontramos, implica una transformación de diversos ámbitos. Las relaciones económicas siguen siendo, sin duda, la roca viva que decide la suerte de nuestra historia como especie; junto a ella, o más bien: entrecruzándose con ella, se articulan otras desigualdades, otras injusticas que también deben ser abordadas en función de una mayor equidad. Pero, como dice Atilio Borón: «Si de algo estamos seguros es de que la sociedad capitalista no habrá de desvanecerse por la radicalidad de las demandas de las fuerzas sociales empeñadas en lograr una reivindicación particular, ya sea que se trate de la lucha contra el sexismo, el racismo o la depredación ecológica. La sociedad capitalista puede absorber estas pretensiones sin que por eso se disuelva en el aire su estructura básica asentada sobre la perpetuación del trabajo asalariado. Y la mera yuxtaposición de estas reivindicaciones, por enérgicas que sean, no será suficiente para dar paso a una nueva sociedad » .

En definitiva: trabajar por cuotas de mayor equidad entre los seres humanos implica forzosamente una nueva repartición de las riquezas materiales (léase: nuevo orden económico, abolición de las clases). Pero junto a ello es imprescindible también cambiar nuestras cabezas, nuestras relaciones con el poder, nuestro proyecto cultural. Es decir: un nuevo proyecto de ser humano. O si se prefiere: ¿un nuevo humanismo?