Portada de la primera edición catalana del Manifiesto Comunista, 1930; traducción de la versión francesa de Emili Granier i Barrera Estábamos en los prólogos de Marx y Engels a las ediciones del Manifiesto comunista (MC). Salvo error por mi parte, siete en total. Los dos primeros, los de la edición alemana de 1872 y el […]
Portada de la primera edición catalana del Manifiesto Comunista, 1930; traducción de la versión francesa de Emili Granier i Barrera
Estábamos en los prólogos de Marx y Engels a las ediciones del Manifiesto comunista (MC). Salvo error por mi parte, siete en total. Los dos primeros, los de la edición alemana de 1872 y el de la rusa de 1882, fueron escritos por Marx y Engels; los cinco restantes (los de la edición alemana de 1883, la inglesa de 1888, la alemana de 1890, la polaca de 1892 y la italiana de 1893) solo por Engels (FE). Dimos cuenta en la nota anterior los tres primeros escritos. Veamos ahora el prólogo a la edición inglesa de 1888, uno de los más extensos [1]. Fechado en Londres, el 30 de enero de 1888.
El MC fue publicado como programa de la «Liga de los Comunistas», señala FE, «una asociación de trabajadores, al principio exclusivamente alemana y más tarde internacional, que, dadas las condiciones políticas existentes antes de 1848 en el continente europeo, se veía obligada a permanecer en la clandestinidad». Como recordamos, en el congreso de la Liga, celebrado en Londres en noviembre de 1847, se encomendó a Marx y Engels que preparasen para la publicación un programa detallado del Partido, teórico y práctico a la vez. «En enero de 1848, el manuscrito, en alemán, fue terminado y, unas semanas antes de la revolución del 24 de febrero en Francia, enviado al editor, a Londres. La traducción francesa apareció en París poco antes de la insurrección de junio de 1848. En 1850 la revista Red Republican, editada por George Julian Harney, publicó en Londres la primera traducción inglesa, debida a la pluma de Miss Helen Macfarlane». Hemos hablado de ello. El MC, recuerda FE, había sido impreso también en danés y en polaco.
La derrota de la insurrección de junio de 1848 en París, primera gran batalla entre el proletariado y la burguesía, comenta FE:
Relegó de nuevo a segundo plano, por cierto tiempo, las aspiraciones sociales y políticas de la clase obrera europea. Desde entonces la lucha por la supremacía se desarrolla, como había ocurrido antes de la revolución de febrero, solamente entre diferentes sectores de la clase poseedora; la clase obrera hubo de limitarse a luchar por un escenario político para su actividad y a ocupar la posición de ala extrema izquierda de la clase media radical.
Todo movimiento obrero independiente era despiadadamente perseguido, en cuanto daba señales de vida.
Así, la policía prusiana localizó al Comité Central de la «Liga de los Comunistas», que se hallaba a la sazón en Colonia. Los miembros del Comité fueron detenidos y, después de dieciocho meses de reclusión, juzgados en octubre de 1852. Este célebre «Proceso de los comunistas en Colonia»se prolongó del 4 de octubre al 12 de noviembre; siete de los acusados fueron condenados a penas que oscilaban entre tres y seis años de reclusión en una fortaleza. Inmediatamente después de publicada la sentencia, la Liga fue formalmente disuelta por los miembros de la misma que habían quedado en libertad
El MC parecía desde entonces condenado al olvido. Pero la situación cambió. El buen amigo y compañero de Marx da cuenta de la constitución de la AIT:
Cuando la clase obrera europea hubo reunido las fuerzas suficientes para emprender un nuevo ataque contra las clases dominantes, surgió la Asociación Internacional de los Trabajadores. Pero esta asociación, formada con la finalidad concreta de agrupar en su seno a todo el proletariado militante de Europa y América no pudo proclamar inmediatamente los principios expuestos en el MC. La programa de la Internacional debía ser lo bastante amplio para que pudieran aceptarlo las tradeuniones inglesas, los adeptos de Proudhon en Francia, Bélgica, Italia y España y los lassalleanos en Alemania. Marx, al escribir este programa de manera que pudiese satisfacer a todos estos partidos, confiaba enteramente en el desarrollo intelectual de la clase obrera, que debía resultar inevitablemente de la acción combinada y de la discusión mutua.
(En una nota señalaba el propio Engels: «Personalmente Lassalle nos declaró siempre que era un discípulo de Marx y que, como tal, se colocaba sobre el terreno del MC. Sin embargo, en su agitación publica en 1862-1864 no fue más allá de la exigencia de cooperativas de producción apoyadas por el crédito del Estado»).
Los propios acontecimientos y vicisitudes de la lucha contra el capital, las derrotas más aún que las victorias, «no podían dejar de hacer ver a la gente la insuficiencia de todas sus panaceas favoritas y preparar el camino para una mejor comprensión de las verdaderas condiciones de la emancipación de la clase obrera». Marx tenía razón concluye su amigo.
Los obreros de 1874, en la época de la disolución de la Internacional, ya no eran, ni mucho menos, los mismos de 1864, cuando la Internacional había sido fundada. El proudhonismo en Francia y el lassalleanismo en Alemania agonizaban, e incluso las conservadoras tradeuniones inglesas, que en su mayoría habían roto todo vínculo con la Internacional mucho antes de la disolución de ésta, se iban acercando poco a poco al momento en que el presidente de su Congreso, el año pasado en Swansea, pudo decir en su nombre: «El socialismo continental ya no nos asusta.»
Los principios del MC se habían difundido ampliamente entre los obreros de todos los países del mundo. De este modo, el propio MC se situó de nuevo en primer plano. FE da cuenta, entre otras cosas, de la primera traducción castellana del MC.
El texto alemán había sido reeditado, desde 1850, varias veces en Suiza, Inglaterra y Norteamérica. En 1872 fue traducido al inglés en Nueva York y publicado en la revista Woodhull and Claflin’s Weekly. Esta versión inglesa fue traducida al francés y apareció en Le Socialiste de Nueva York. Desde entonces dos o más traducciones inglesas, más o menos deficientes, aparecieron en Norteamérica, y una de ellas fue reeditada en Inglaterra. La primera traducción rusa, hecha por Bakunin, fue publicada en la imprenta del Kólokol de Herzen en Ginebra, hacía 1863; la segunda, debida a la heroica Vera Zasúlich, vio la luz también en Ginebra en 1882. Una nueva edición danesa se publicó en «Socialdemokratisk Bibliothek», en Copenhague, en 1885; apareció una nueva traducción francesa en Le Socialiste de París en 1886. De esta última se preparó y publicó en Madrid, en 1886, una versión española. Esto sin mencionar las reediciones alemanas, que han sido por lo menos doce.
Con una curiosidad:
Una traducción armenia, que debía haber sido impresa hace unos meses en Constantinopla, no ha visto la luz, según tengo entendido, porque el editor temió sacar un libro con el nombre de Marx y el traductor se negó a hacer pasar el MC por su propia obra. Tengo noticia de traducciones posteriores en otras lenguas, pero no las he visto.
De este modo, la historia del MC reflejaba en medida considerable la historia del propio movimiento moderno de la clase obrera: «actualmente es, sin duda, la obra más difundida, la más internacional de toda la literatura socialista, la plataforma común aceptada por millones de trabajadores». Desde Siberia hasta California. Sin embargo, señala FE, cuando fue escrito no pudimos titularle Manifiesto Socialista.
En 1847 se llamaban socialistas, por una parte, todos los adeptos de los diferentes sistemas utópicos: los owenistas en Inglaterra y los fourieristas en Francia, reducidos ya a meras sectas y en proceso de extinción paulatina; de otra parte, toda suerte de curanderos sociales que prometían suprimir, con sus diferentes emplastos, las lacras sociales sin dañar al capital ni a la ganancia. En ambos casos, gentes que se hallaban fuera del movimiento obrero y que buscaban apoyo más bien en las clases «instruidas». En cambio, la parte de la clase obrera que había llegado al convencimiento de la insuficiencia de las simples revoluciones políticas y proclamaba la necesidad de una transformación fundamental de toda la sociedad, se llamaba entonces comunista.
Era ciertamente, son palabras de FE, un comunismo rudimentario y tosco, puramente instintivo, pero que, sin embargo, «supo percibir lo más importante y se mostró suficientemente fuerte en la clase obrera para producir el comunismo utópico de Cabet en Francia y el de Weitling en Alemania» De este modo, el socialismo en 1847 era un movimiento de la clase burguesa y el comunismo era un movimiento de la clase obrera. «El socialismo era, al menos en el continente, cosa «respetable»; el comunismo, todo lo contrario».
Y como nosotros manteníamos desde un principio que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma», para nosotros no podía haber duda alguna sobre cuál de las dos denominaciones procedía elegir.
Más aún, añadía FE, después no se les había ocurrido jamás renunciar a ella.
Aunque el MC era su obra común, FE se consideraba obligado a señalar que la tesis fundamental, el núcleo del mismo, pertenecía a Marx. La tesis fundamental, ya enunciada en su prólogo de 1883, casi con idéntica palabras, tras el fallecimiento de su amigo, afirmaba que
[…] en cada época histórica el modo predominante de producción económica y de cambio y la organización social que de él se deriva necesariamente, forman la base sobre la cual se levanta, y la única que explica, la historia política e intelectual de dicha época; que, por tanto (después de la disolución de la sociedad gentilicia primitiva con su propiedad comunal de la tierra), toda la historia de la humanidad ha sido una historia de lucha de clases, de lucha entre explotadores y explotados, entre clases dominantes y clases oprimidas; que la historia de esas luchas de clases es una serie de evoluciones, que ha alcanzado en el presente un grado tal de desarrollo en que la clase explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse del yugo de la clase explotadora y dominante -la burguesía- sin emancipar al mismo tiempo, y para siempre, a toda la sociedad de toda explotación, opresión, división en clases y lucha de clases.
A esta idea, que para Engels era para la historia lo que la teoría de Darwin era para la biología (es una forma de decir, no dice que sean exactamente lo mismo, ni que sean teorías del mismo tipo), ambos se habían ido acercando poco a poco, varios años antes de 1845.
Hasta qué punto yo avancé independientemente en esta dirección, puede verse mejor en mi La situación de la clase obrera en Inglaterra. Pero cuando me volví a encontrar con Marx en Bruselas, en la primavera de 1845, él ya había elaborado esta tesis y me la expuso en términos casi tan claros como los que he expresado aquí.
FE cita a continuación unas palabras del prefacio a la edición alemana de 1872 que aquí no reproducimos. Finaliza señalando que «la presente traducción se debe a Mr. Samuel Moore, traductor de la mayor parte de El capital de Marx». Revisaron juntos la traducción y Engels añadió unas notas para explicar las alusiones históricas.
En el prefacio para la edición alemana de 1890, Engels comenta que en el tiempo transcurrido desde que fue escrito lo que precede, se ha hecho imprescindible una nueva edición alemana del MC, e interesa recordar aquí los acontecimientos con él relacionados. Una segunda traducción rusa – debida a Vera Zasulich, la corresponsal del viejo Marx- apareció en Ginebra en 1882; «Marx y yo redactamos el prefacio. Desgraciadamente, he perdido el manuscrito alemán original, y debo retraducir del ruso, lo que no es de ningún beneficio para el texto». Sí, efectivamente, Engels también conocía el ruso. Creo que también el catalán.
El prefacio a la edición polaca está es escrito en Londres, el 10 de febrero de 1892. Dice así:
El que una nueva edición polaca del MC sea necesaria invita a diferentes reflexiones. Ante todo conviene señalar que, durante los últimos tiempos, el MC ha pasado a ser, en cierto modo, un índice del desarrollo de la gran industria en el continente europeo. A medida que en un país se desarrolla la gran industria, se ve crecer entre los obreros de ese país el deseo de comprender su situación, como tal clase obrera, con respecto a la clase de los poseedores; se ve progresar entre ellos el movimiento socialista y aumentar la demanda de ejemplares del MC.
De este modo, conjetura FE sin pretender hacer sociología con total exactitud, el número de ejemplares del MC difundidos en un idioma permite «no sólo determinar, con bastante exactitud, la situación del movimiento obrero sino también el grado de desarrollo de la gran industria en cada país. De este modo la nueva edición polaca del MC señalaba el decisivo progreso de la gran industria de ese país.
No hay duda que tal desarrollo ha tenido lugar realmente en los diez años transcurridos desde la última edición. La Polonia Rusa, la del Congreso, ha pasado a ser una gran región industrial del Imperio ruso. Mientras la gran industria rusa se halla dispersa -una parte se encuentra en la costa del Golfo de Finlandia, otra en el centro (Moscú y Vladimir), otra en los litorales del Mar Negro y del Mar Azov, y todavía más en otras regiones-, la industria polaca está concentrada en una extensión relativamente pequeña y goza de todas las ventajas e inconvenientes de tal concentración. Las ventajas las reconocen los fabricantes rusos, sus competidores, al reclamar aranceles protectores contra Polonia, a pesar de su ferviente deseo de rusificar a los polacos. Los inconvenientes -para los fabricantes polacos y para el gobierno ruso- residen en la rápida difusión de las ideas socialistas entre los obreros polacos y en la progresiva demanda del Manifiesto.
El rápido desarrollo de la industria polaca, que sobrepasa a la industria rusa, constituía a su vez una nueva prueba de la inagotable energía vital del pueblo polaco y una nueva garantía de su futuro renacimiento nacional. Para FE el resurgir de una Polonia independiente y fuerte era cuestión que interesaba no sólo a los polacos sino a todos. Las razones:
La sincera colaboración internacional de las naciones europeas sólo será posible cuando cada una de ellas sea completamente dueña de su propia casa. La revolución de 1848, que, al fin y a la postre, no llevó a los combatientes proletarios que luchaban bajo la bandera del proletariado, más que a sacarle las castañas del fuego a la burguesía, ha llevado a cabo, por obra de sus albaceas testamentarios -Luis Bonaparte y Bismarck-, la independencia de Italia, Alemania y Hungría. En cambio Polonia, que desde 1792 había hecho por la revolución más que esos tres países juntos, fue abandonada a su propia suerte en 1863, cuando sucumbía bajo el empuje de fuerzas rusas diez veces superiores. La nobleza polaca no fue capaz de defender ni de reconquistar su independencia; hoy por hoy, a la burguesía, la independencia de Polonia le es, cuando menos, indiferente.
Sin embargo, para la colaboración armónica de las naciones europeas, «esta independencia es una necesidad». Y sólo podría ser conquistada por el joven proletariado polaco. En manos de él, concluía FE, su destino estaba seguro, pues para los obreros del resto de Europa la independencia de Polonia era tan necesaria como para los propios obreros polacos.
«A los lectores italianos», así tituló FE su prólogo a la edición italiana del MC de 1893. Su texto está fechado en Londres, 1 de febrero de ese año.
La publicación del MC había coincidido,
Por decirlo así, con la jornada del 18 de marzo de 1848, con las revoluciones de Milán y de Berlín, que fueron las insurrecciones armadas de dos naciones que ocupan zonas centrales: la una en el continente europeo, la otra en el Mediterráneo; dos naciones que hasta entonces estaban debilitadas por el fraccionamiento de su territorio y por discordias intestinas que las hicieron caer bajo la dominación extranjera.
Mientras Italia se hallaba subyugada por el emperador austríaco, el yugo que pesaba sobre Alemania, el del zar de todas las Rusias, no era menos real aunque fuera más indirecto.
Las consecuencias del 18 de marzo de 1848 liberaron a Italia y a Alemania de este oprobio. Entre 1848 y 1871 las dos grandes naciones quedaron restablecidas y, de uno u otro modo, recobraron su independencia, y este hecho, como decía Karl Marx, se debió a que los mismos personajes que aplastaron la revolución de 1848 fueron, a pesar suyo, sus albaceas testamentarios.
La revolución de 1848 había sido en todas partes obra de la clase obrera: ella había levantado las barricadas, ella había expuesto su vida.
Pero fueron sólo los obreros de París quienes, al derribar al gobierno, tenían la intención bien precisa de acabar a la vez con todo el régimen burgués. Y aunque tenían ya conciencia del irreductible antagonismo que existe entre su propia clase y la burguesía, ni el progreso económico del país ni el desarrollo intelectual de las masas obreras francesas habían alcanzado aún el nivel que hubiese permitido llevar a cabo una reconstrucción social. He aquí por qué los frutos de la revolución fueron, al fin y a la postre, a parar a manos de la clase capitalista. En otros países, en Italia, en Alemania, en Austria, los obreros, desde el primer momento, no hicieron más que ayudar a la burguesía a conquistar el Poder.
Pero en ningún país la dominación de la burguesía era posible sin la independencia nacional.
Por eso, la revolución de 1848 debía conducir a la unidad y a la independencia de las naciones que hasta entonces no las habían conquistado: Italia, Alemania, Hungría. Polonia les seguirá a su turno.
Así, pues, matizaba FE, aunque la revolución de 1848 no había sido una revolución socialista, desbrozó el camino y preparó el terreno para esta última.
El régimen burgués, en virtud del vigo roso impulso que dio en todos los países al desenvolvimiento de la gran industria, ha creado en el curso de los últimos 45 años un proletariado numeroso, fuerte y unido y ha producido así -para emplear la expresión del Manifiesto- a sus propios sepultureros. Sin restituir la independencia y la unidad de cada nación, no es posible realizar la unión internacional del proletariado ni la cooperación pacífica e inteligente de esas naciones para el logro de objetivos comunes. ¿Acaso es posible concebir la acción mancomunada e internacional de los obreros italianos, húngaros, alemanes, polacos y rusos en las condiciones políticas que existieron hasta 1848?
Eso quiere decir que los combates de 1848 no habían sucedido en vano; tampoco los 45 años que les separaban de esa época revolucionaria.
Sus frutos comienzan a madurar y todo lo que yo deseo es que la publicación de esta traducción italiana sea un buen augurio para la victoria del proletariado italiano, como la publicación del original lo fue para la revolución internacional. El Manifiesto rinde plena justicia a los servicios revolucionarios prestados por el capitalismo en el pasado. La primera nación capitalista fue Italia. Marca el fin del Medioevo feudal y la aurora de la era capitalista contemporánea la figura gigantesca de un italiano, el Dante, que es a la vez el último poeta de la Edad Media y e! primero de los tiempos modernos. Ahora, como en 1300, comienza a despuntar una nueva era histórica.
Nos daría Italia, preguntaba FE concluyendo, un nuevo Dante que «marque la hora del nacimiento de esta nueva era proletaria». Esa era la cuestión.
Hasta aquí los prólogos al Manifiesto.
Veamos a continuación las profundas y fructíferas metáforas y las predicciones y conjeturas exitosas de este texto clásico, todo un manifiesto para la revolución socialista, en la próxima entrega.
***
Nota:
(1) Uso la traducción publicada en la edición de El Viejo Topo del Manifiesto Comunista con prólogo de Francisco Fernández Buey, pp. 81-88, menos en el caso del prólogo a la edición polaca no recogido en esta edición.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.