El establishment europeo ha evitado recientemente una condena rotunda del intento de golpe de estado en Ecuador insinuando la deriva «populista» de Rafael Correa. Argumentos similares sirvieron para matizar el rechazo al desgraciadamente exitoso golpe en Honduras, y sirven a diario para cuestionar la legitimidad democrática de gobernantes latinoamericanos que obtienen sucesivas victorias electorales. En […]
El establishment europeo ha evitado recientemente una condena rotunda del intento de golpe de estado en Ecuador insinuando la deriva «populista» de Rafael Correa. Argumentos similares sirvieron para matizar el rechazo al desgraciadamente exitoso golpe en Honduras, y sirven a diario para cuestionar la legitimidad democrática de gobernantes latinoamericanos que obtienen sucesivas victorias electorales. En este artículo, pretendo defender brevemente la pertinencia no sólo de problematizar la categoría «populismo», sino de partir de ella para subvertir la marginalidad política de la izquierda rupturista en Europa.
Les sucede a muchos términos que su uso continuado y abusivo termina por estirarlos tanto que al final adquieren contornos imprecisos, comienzan a servir para designar demasiados objetos y, finalmente, ganan en extensión lo que pierden en precisión.
En la política, este es el terreno de disputas relevantes en las que, más allá de la precisión semántica, se dirime la capacidad de atribución de sentido: la potestad de instituir significados compartidos. Esta actividad ha venido ganando en importancia en los últimos años, por dinámicas tales como la fragmentación y precarización del mundo laboral o la erosión -por arriba y por abajo- de la soberanía nacional, dos de las fuentes principales de identidad política de la historia contemporánea. Estos procesos, que son en última instancia los que están detrás del uso del concepto de «postmodernidad», deben seguir siendo discutidos, así como sus implicaciones para la acción política transformadora. Lo que no sirve en ningún caso es su mera negación ideológica: la negación de la creciente dificultad para anclar identidades políticas a «universales» sólidos y preexistentes a base de su descalificación desde presupuestos morales.
El ejemplo mejor de luchas por la institución de sentido que se libran en torno a una palabra son las diferentes, y a menudo antagónicas, interpretaciones que recibe la «democracia»: Convertida en bien valioso pero, en cierta medida, vacío, lo relevante es qué contenido sustantivo reciba en cada contexto. Esa es una lucha discursiva principal.
Con el término «populismo» sucede algo similar, especialmente en lo referente a América Latina. Todos los intentos de ofrecer un conjunto mínimo de características que definan al populismo caen en uno de los dos abismos paralelos: o fijan criterios tan estrechos que rara vez dos casos comparten la mayor parte de los de la lista, o bien establecen parámetros tan generales y compartidos que lo difícil resulta decir qué fenómenos quedan fuera de la definición.
La mayor parte de las aproximaciones al «populismo» coinciden en señalar como rasgos mínimos la interpelación difusa y transversal -a menudo interclasista- al «pueblo», su representación como encarnado por uno o más grupos excluidos en oposición a las élites, y el papel catalizador de un liderazgo carismático en la acumulación de fuerzas. Interpelación discursiva amplia, dicotomización antagónica del espacio político y liderazgo carismático serían así los tres elementos centrales del populismo.
La definición es altamente insatisfactoria, por cuanto se le puede aplicar a toda fuerza política rupturista, de muy diferente signo: a la Lega Nord italiana o el Tea Party norteamericano tanto como al chavismo venezolano o el MAS boliviano. La conjunción de la apelación a los excluidos como «pueblo» cuyos fines sólo pueden realizarse frente a los de las élites -opuestas al desarrollo de la comunidad idealizada- más el papel central de un liderazgo carismático, está presente en mayor o menor grado en todos los movimientos políticos que han transformado, o han aspirado a transformar con capacidad mayoritaria, la correlación de poder político en una sociedad concreta. No hay fuerza rupturista que pueda escapar plenamente de estos atributos. Sin embargo, intentar encontrar elementos ideológicos comunes entre ellos es una tarea condenada al fracaso.
Entonces ¿qué característica común permite agruparlos? No se trata de coincidencias ideológicas, esto es, del sentido construido, sino de la forma de construirlo. Según Ernesto Laclau, la «forma populista» es aquella que reordena el campo político mediante un discurso que construye el «pueblo» como la mayoría política nucleada en torno a un grupo subalterno, y opuesta al régimen existente, o a los resabios del viejo establishment una vez conquistado el poder político. De la definición de este grupo subordinado y la naturaleza de su subordinación -económica, étnico-cultural, político-administrativa, etc.- dependerá pues el carácter ideológico de cada construcción populista: la naturaleza del «nosotros» y el horizonte de liberación propuesto.
En ese sentido, la tautología «populista es el que interpela al pueblo» sólo cobra sentido si se especifica que:
1. Ningún pueblo preexiste a su nominación, sino que es construido discursivamente a partir de elementos preexistentes elevados a la categoría de definidores del «nosotros». Esta es una operación netamente política, y constituye el paso primero y fundamental de toda movilización: la construcción del nosotros.
2. La interpelación al pueblo es política en tanto es conflictiva, esto es, en tanto su frontera constitutiva lo opone a la «oligarquía», las «élites», «la capital centralista» o «el sistema». En este sentido la construcción populista es principalmente una ruptura del orden establecido, una reasignación de lugares e identidades que desbarata la institucionalización de sentido operada por el régimen existente en lo que Rancière denomina «labor de policía». Esta es la segunda tarea central en toda ruptura del orden constituido: la construcción del ellos.
3. La construcción dicotómica siempre se hace desde fuera del orden existente. Este «afuera» puede ser institucional, económico o étnico, pero es siempre el llamamiento de un outsider -o al menos de alguien que se proclama como tal- a refundar las estructuras políticas existentes. El tercer paso de toda movilización populista es siempre, la convocatoria refundacionalista en términos de Gerardo Aboy: la realización de los cambios que adecuen las instituciones al «país real», precisamente construido en su propia movilización.
4. La movilización es sustancialmente diferente de la canalización de las demandas individuales o grupales por vías institucionales, y requiere la saturación de estas por una acumulación de demandas insatisfechas que evidencien la necesidad de la confrontación política para la realización de los objetivos de la mayoría social frustrada. La construcción populista es, en este sentido, siempre antiinstitucional. Por más que se pueda valer de las instituciones de representación, apela a una legitimidad que emana en otro lugar: es tan grande como amplio y cohesionado sea el «nosotros» por el que dice hablar.
Hechas estas precisiones, el uso del término «populismo» puede problematizarse bajo una luz distinta, que arroja así sombras antes inadvertidas. El vaciamiento del término y su generalización como descalificación podrían entonces no ser inocentes, un mero resultado de un abuso inintencionado del término.
El discurso que interpela directamente a un grupo excluido del status quo existente en tanto que corazón de un pueblo al que se llama a despertar ha sido cargado de connotaciones negativas: demagogia, milenarismo, caudillismo: principal y centralmente antidemocrático. La acepción dominante del término «populismo» es así heredera de una concepción de cuño liberal que desconfía profundamente de la participación política de masas y ve en ella una amenaza de la que el régimen democrático ha de guardarse mediante instituciones de control y balance. Tampoco es éste el lugar para profundizar esta discusión, pero conviene advertir frente a los intentos de despojar a la democracia de su veta más interesante: la del ejercicio permanente de autoinstitución de masas.
La relación entre liberalismo y democracia es teóricamente problemática e históricamente contradictoria, pero lo importante aquí es señalar que la profunda desconfianza teórica hacia el populismo podría ser el indicio de un recelo hacia la ruptura del orden -siquiera sea discursivo- instituido. La negación del populismo como modo legítimo de construcción de los alineamientos políticos -esto es, de generación de sentido e identidad política a partir de ciertas condiciones sociales de partida- podría revelar entonces la voluntad de fijar para siempre el sentido político que orienta las posiciones, preferencias y horizontes posibles de una sociedad.
El «cierre de la política» ha sido señalado con voz de alarma por crecientes autores en los últimos años como intento de «tecnificar» cada vez más cuestiones de la vida pública sacándolas así del campo de lo discutible: no tiene sentido criticar a un gobierno si su política económica regresiva viene dictada por «los mercados», como no tiene sentido revelarse ante la creciente restricción de derechos civiles porque se trata de una determinación securitaria evidente, apolítica. En la Ciencia Política, la tendencia a analizar el conflicto como una anomalía a evitar refleja esta clausura del sentido, este intento permanente e imposible de finalizar la historia.
Slavoj Zizek señala que la «postpolítica» es la tentación autoritaria de hacer pasar por «naturales» decisiones o situaciones que responden a preferencias políticas, a intereses particulares que, de esta forma, resultan blindados. Esta negación de la conflictividad es, lejos de su apariencia pacificadora, una forma extrema de violencia: el cierre de lo posible con la llave de lo existente, ya ensayado por el there is no alternative de Margaret Thatcher y las primeras reformas neoliberales. Es altamente ilustrativo el rescate actual del mismo argumentario por los gobiernos europeos en sus programas regresivos de ajuste.
Gramsci ya definió la hegemonía como la capacidad de articular voluntad colectiva: El actor particular que consiga definir los fines universales de la sociedad haciéndolos coincidir con sus propios intereses es el que ejerce la dirección del conjunto. Una hipótesis a considerar es que la denigración actual del populismo guarde relación con la denigración de la política -y de las masas como sujeto político. No tendría nada de extraño entonces que la etiqueta «populista» recaiga hoy con especial dureza sobre las fuerzas y gobiernos de izquierda en América Latina salidos de las descomposiciones de los distintos sistemas políticos como «emergencias plebeyas» para la refundación del Estado.
De ser así, además de librar la batalla por el anclaje del sentido asociado al «populismo», la izquierda en Europa debería aprender [3] de la construcción discursiva que ha permitido a las izquierdas latinoamericanas salir de una prolongada crisis y volver a postular el avance general de sus sociedades. Hasta ahora, las formas discursivas de construir una «ruptura populista» en los sistemas políticos en el viejo continente parecen estar siendo ensayadas principalmente por fuerzas de la extrema derecha en un sentido racista y reaccionario. Este peligro difícilmente se puede conjurar sin comprender la dimensión plebeya de la tentación fascista, y menos aún regalándoles la incorrección política.
Cantaban Hechos Contra el Decoro que: Cuando todo se puede decir la forma de censura es el consenso, y toda política radical debe desbaratar los consensos y las naturalizaciones que tratan de blindar el sentido instituido, los marcos discursivos que predeterminan lo posible y lo deseable. Para ello hay que reintroducir el conflicto como apertura democrática, como momento constituyente de una izquierda que sólo puede ser si es antagonista. Esta es una batalla cultural e ideológica de largo alcance, que conviene asumir como prioritaria.
Una de las tareas principales de la izquierda rupturista es rearticular las frustraciones generalizadas en una identidad política fuerte que reconstruya el nosotr@s de las y los de abajo, y que oponga el bienestar general a los privilegios de las clases dominantes europeas (ellos), en un sentido socialista. La discusión sobre la política que el «populismo» pone encima de la mesa podría ayudar en esa dirección.
[1] Agradezco los comentarios de José Antonio Errejón, Pablo Iglesias, Rita Maestre, Ariel Jerez y Juan Carlos Monedero, que han inspirado alguna de las ideas del texto, y han pulido otras.
[2]El autor es Investigador en la Universidad Complutense de Madrid
[3] Al respecto, ver la interesante reivindicación de un «populismo europeo» hecha por el nada sospechoso de reaccionario Etienne Balibar en el diario Público (3/7/2010)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.