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Sobre el significado de la palabra «democracia»

Fuentes: Rebelión

Si afirmo que ninguno vivimos democracia, estemos en el país que estemos, me consta que casi todos los lectores me darán la razón. Si pregunto, en cambio, qué cosa sea la democracia, dudo mucho de que la respuesta vaya a ser tan homogénea. Y sin embargo, la única manera de convencer a otros para cambiar […]

Si afirmo que ninguno vivimos democracia, estemos en el país que estemos, me consta que casi todos los lectores me darán la razón. Si pregunto, en cambio, qué cosa sea la democracia, dudo mucho de que la respuesta vaya a ser tan homogénea. Y sin embargo, la única manera de convencer a otros para cambiar entre todos el sistema actual es tener muy claro cuál habría de ser el punto de destino.

¿Qué significa ‘democracia’? La respuesta típica a esta pregunta -que la democracia es el poder del pueblo- es la primera trampa a evitar. ¿Por qué? Porque esa respuesta no nos lleva a ningún sitio. Un defensor del sistema actual nos dirá que el pueblo tiene el poder de cambiar al gobierno votando por otro, con lo que sí estaríamos en una democracia… aunque nosotros sabemos muy bien que no es así. De modo que nos va a tocar indagar más profundamente.

Lo primero es darse cuenta de que ‘democracia’ es una de las palabras de las que más se abusa. Para muchas personas, evoca todo lo que es bueno, justo y noble. Cuando políticos y periodistas afirman que el terrorismo es una amenaza para la democracia, lo que quieren decir es una amenaza para el Estado de Derecho o para el régimen de libertades. La democracia, como pronto veremos, es algo mucho más concreto. Tengámoslo presente al dar inicio a nuestra búsqueda.

¿Para qué se crean las palabras? Una nueva palabra es acuñada cuando nace una nueva realidad que nombrar, y solo entonces. Para comprender el verdadero significado de una palabra debemos tener en cuenta el objeto que designó en primer lugar. Si alguien me dice que ‘televisión’ significa «ver a distancia» me ayudará bien poco, pues me consta que ‘telescopio’ significa también «ver a distancia», y sin embargo distingo perfectamente una televisión de un telescopio. «Ver a distancia» no es el significado verdadero de ninguna de estas dos palabras porque no me da ninguna información útil sobre las cosas nombradas.

La palabra ‘telescopio’ fue creada por Galileo en 1609, cuando alineó dos lentes: el objetivo y el ocular. Luego llegaron los espejos, y mucho más tarde los radiotelescopios y otros, pero todo empezó con dos lentes. ‘Telescopio’ no significa por tanto «ver a distancia» (algo que no tiene mucho sentido en sí mismo); significa «dos lentes alineadas concéntricamente». Del mismo modo, el término ‘televisión’ fue acuñado por Telefunken cuando en 1934 comercializó el primer tubo de rayos catódicos. Ahora tenemos pantallas de plasma y LCD, pero el sentido original de la palabra ‘televisión’ no es otro que «tubo de rayos catódicos».

Así pues, ¿cuándo se empleó por primera vez la palabra ‘democracia’? Sabemos que sirvió para describir los cambios a la constitución de Atenas introducidos por Clístenes en el año 508 a. C. ¿En qué consistían estos cambios? Ciertamente no en la participación de todos los ciudadanos, ricos o pobres, en la Asamblea, que había sido concedida por Solón casi un siglo antes, en un sistema que recibió el nombre de ‘timocracia ‘ (del griego timé, honor). Sin embargo, antes de que veamos cuál fue esa gran novedad introducida por Clístenes, detengámonos un momento para intentar clasificar los distintos sistemas de gobierno.

Tipologías y clasificaciones hay muchísimas, pero ninguna satisfactoria, por lo que al final me decidí a intentar la mía propia. Tranquilos, es muy sencilla. La primera distinción es entre regímenes autoritarios y pluralistas. Pensemos en un grupo de cazadores-recolectores: o bien adoptan sus decisiones por algún mecanismo de consenso, o bien hay un liderazgo del tipo que sea cuyas resoluciones se obedecen sin rechistar. El origen de esta autoridad puede ser la fuerza bruta (en cuyo caso podríamos hablar de régimen totalitario), pero no siempre ha de ser así: piénsese por ejemplo en los ayatolás iraníes, cuya legitimidad se basa en criterios morales y religiosos.

Los regímenes pluralistas adoptan una forma de gobierno directo cuando las decisiones son tomadas por la totalidad del grupo reunido en asamblea. La alternativa al gobierno directo es un gobierno representativo, en el que un subconjunto de ciudadanos representado a todos los demás adopta las decisiones en su nombre. En el caso de nuestros amigos atenienses, podemos ver que su constitución era una combinación de gobierno directo y representativo. Como la Asamblea no podía ser convocada a diario porque la mayoría de la gente tenía mejores cosas qué hacer con sus vidas, se instituyó un Consejo permanente encargado de gestionar los asuntos corrientes.

En la timocracia de Solón, el denominado Consejo de los 400 había sido un órgano electo; pero eso estaba a punto de cambiar gracias a una intuición genial. Clístenes venía observando que los que resultaban elegidos eran normalmente los que más empeño ponían en ello, y que luego solían anteponer su propio interés al bien común. Más de un siglo después, Platón se referirá a este hecho al escribir que lo peor que nos puede pasar es que el poder recaiga en quienes lo han buscado. Pero este es precisamente el problema de las elecciones: si no eres ambicioso no te presentas como candidato. Para el filósofo Alain, la característica del hombre honrado es no aspirar a imponerse sobre los demás, lo que implica que, por eliminación, serán los más mezquinos quienes partan con ventaja.

Ante este reto (cómo seleccionar un subconjunto de los ciudadanos que representen a todos los demás, pero evitando a los que más han deseado salir elegidos), Clístenes encontró una solución elegante: propuso un nuevo Consejo de los 500 cuyos miembros no serían elegidos sino sorteados. Una máquina llamada kleroterion fue tallada en mármol y usada para seleccionar aleatoriamente los nombres de los ciudadanos que durante un año representarían en el Consejo los distintos demes, divisiones territoriales consistentes en un barrio o suburbio de Atenas, o un pueblo o aldea de los alrededores. Como era de esperar, no todo el mundo estuvo de acuerdo con esta innovación. Los ricos ciudadanos del centro de la polis, acostumbrados a ganar las elecciones, ridiculizaron el nuevo sistema llamándolo «gobierno de los demes», como hoy diríamos «gobierno de los paletos». La misma raíz se halla en el término ‘demótico’, que hace referencia a la forma popular de la lengua griega, en contraposición a la forma literaria empleada en los círculos más selectos y cultivados.

En su origen, por lo tanto, la palabra ‘democracia’ no significa «gobierno del pueblo», siquiera porque el concepto mismo de ‘pueblo’ entendido como grupo de personas con unos derechos políticos comunes aún no había sido conceptualizado: en cierto modo, acababa de nacer. Cuando los ciudadanos pobres de Atenas se sobrepusieron a los ricos y aceptaron, a modo de bravata, el mote que les habían im puesto, pasaron con renovado orgullo a llamar democracia a su nuevo sistema, diferenciándolo así del sistema aristocrático aún practicado en otras ciudades que, como Esparta, seguían eligiendo a los miembros del Consejo.

Ahí lo tenemos: exactamente igual que telescopio significa «alineamiento de dos lentes concéntricas» y televisión significa «tubo de rayos catódicos», democracia significa «representación por sorteo» y no otra cosa.

Ahora ya podemos avanzar otro paso en nuestra tipología: los regímenes representativos se clasifican en aristocráticos, si recurren a la elección, o democráticos si recurren al sorteo.

Según mi experiencia, la mayoría de la gente que se ve expuesta a estas verdades reacciona cerrándose en banda. Pero lo cierto es que se trata de algo tenido por obvio a lo largo de casi toda la historia del pensamiento: de sde Platón y Aristóteles a Montesquieu y Rousseau, ya bien entrado el siglo XVIII, fue evidente que las elecciones son aristocráticas y que lo democrático es el sorteo. ¿Cómo es posible, entonces, que hayamos sido adoctrinados hasta el punto de convencernos de todo lo contrario a aquello en que estaban de acuerdo las mentes más preclaras?

Pues bien, esa deriva se inició a finales del siglo XVIII, cuando las élites burguesas de Francia y Norteamérica creyeron llegado el momento de romper sus lazos con el régimen monárquico vigente: aunque éste los había enriquecido, a partir de ahora se enriquecerían más ellos solos. Ni que decir tiene que la idea de compartir el poder con los pobres no se contempló en ningún momento. Las masas eran necesarias para enfrentar los ejércitos reales; después se les haría creer que la victoria había sido suya. Ni los Founding Fathers ni los revolucionarios franceses querían oír hablar de democracia. Basta con leer lo que dijeron y escribieron para entender que la consideraban poco menos que una palabrota.

Sin embargo, llamar aristocracia al régimen electivo que instituyeron, que habría sido lo lógico de acuerdo con la tradición filosófica mencionada, era también impensable. ¿Acaso no era la aristocracia el despreciado enemigo recién destruido? Al final, tuvieron que optar por ‘república’, un significante vació al que se le puede dar cualquier significado que se quiera.

El caso es que no hay nada malo en el sentido original del término ‘aristocracia’. Etimológicamente proviene del griego aristos, ‘excelente’: el gobierno de los mejores. Platón, que aborrecía la democracia, prefería el aristocrático a cualquier otro régimen. L as cosas empezaron a estropearse cuando la aristocracia se hizo hereditaria y pudimos ver, según nos cuenta Rousseau, senadores de veinte años. Rousseau distingue tres tipos de aristocracia: la de la edad, o aristocracia natural, que todavía podamos encontrar en muchos de los llamados pueblos primitivos (¡como si nosotros fuéramos los civilizados!); la de la sangre, o aristocracia hereditaria, a la que considera el peor de los sistemas de gobierno, y en fin la del mérito, o aristocracia electiva, a la que considera el mejor de todos.

Personalmente, yo prefiero el sorteo a la elección como método para designar representantes, pero admito que otras personas pueden preferir las elecciones. Con eso no tengo problema alguno. Con lo que si tengo un problema es con las personas que llaman a las elecciones ‘democráticas ‘. Me recuerdan a aquel hombre que se fue al médico y le dijo: «Doctor, mi familia se queja de que no sé decir ‘federico'». «A ver, dígalo otra vez». «Federico». «Quédese tranquilo: lo dice usted perfectamente». El hombre se va muy contento para su casa y le dice al niño: «Jaimito, rico, haz el favor de traerle a papá una bolsita de almendras, un vaso alto y una cerveza de esas que hay en la puerta del federico».

Y así se llegó al último capítulo de esta historia, el que cerró definitivamente la trampa en que seguimos prisioneros y sin saber cómo escapar: el gradual deslizamiento semántico – de tremendamente negativo a sumamente positivo – de la connotación del término ‘democracia’ , en el curso de unas pocas décadas (las primeras del siglo XIX). Lo más fastidioso de las elecciones, cómo no, es tener que disputarlas y encima ganarlas. Cualquier experto en marketing, electoral o del otro, nos confirmará que nada hay tan importante como una buena marca. Andrew Jackson, el séptimo presidente, lo había intentado sin éxito en 1824. En 1828 encontró la marca que le hacía falta: Partido Demócrata. ¡El partido del pueblo! ¿Quién se iba a oponer a eso ? Y por supuesto ganó, no una vez sino dos.

Nada de lo que se ha dicho hasta aquí es novedoso. Quizá sea una novedad para mucha gente, pero se trata de simples verdades que siempre han estado ahí: ocultas a la vista de todos, por así decirlo. Por supuesto, se nos condiciona desde nuestra más tierna infancia para que nunca veamos esas verdades. ‘Elecciones democráticas’, se nos repite una y otra vez, como si no fuera un oxímoron, una contradictio in terminis. La elección es aristocrática y el sorteo es democrático – a no ser, claro está que Platón, Aristóteles, Montesquieu y Rousseau estuvieran todos equivocados.

Es esta una ardua lucha, soy plenamente consciente de ello. Quienes se benefician del actual régimen de aristocracia electiva solo tienen que seguir repitiendo sus mentiras, mientras que nosotros hemos de hacer un gran esfuerzo para explicar al resto de la gente qué significa de verdad la democracia. Pero me temo que también es nuestra única posibilidad de escapar de su trampa y empezar a vivir la vida buena que todos nos merecemos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.